Mi cuate PDVG me reenvió un tuit del médico Alejandro Macías. Atinadamente, PDVG supone que no sigo al señor, pero sabe que el tema me interesa. Macías dice: “Este mundo sería mejor si todos entendiéramos al menos los rudimentos de la estadística y las probabilidades.” Comparto el ideal. Con todo, mi respuesta fue la siguiente: “Bueno, hay una solución más sencilla: si la mayoría aceptara que no entiende los rudimentos de la estadística y las probabilidades, y actuara y (no) hablara en consecuencia, este mundo sería mejor.” También es un ideal, tal vez más simple pero seguramente más difícil de alcanzar que el que lanza al ruedo el galeno: saber que uno no sabe no es cualquier cosa; saber que no se sabe es de sabios.
La afirmación del doctor Macías, conjeturo, se da en el contexto de la pandemia. Dado el ámbito en el cual me he desempeñado profesionalmente durante más 35 años, sé que la mayoría de la gente tiene serias dificultades para entender grandes números, ya no digamos estadísticas y probabilidades. Pero debo aceptar humildemente que mi apreciación del problema estaba muy lejos de la gravedad del asunto: de 2020 para acá, el seguimiento estadístico que tirios y troyanos han tratado de darle a la pandemia me ha permitido constatar que la gran mayoría de la población no logra entender estadísticas, en buena medida porque casi nadie tiene la menor idea de los contextos, espaciales y temporales, en los que conviene ubicar los datos. Tristemente pienso que está bien repartida la ignorancia respecto tanto a la realidad del país —territorial, sociodemográfica, socioeconómica— como a su historia reciente, por no hablar del sitio que ocupamos en el concierto internacional. Sume usted el consabido apuro que representa para muchos la mera comprensión del lenguaje matemático —preciso, el doctor Berumen apostilló mi mensaje: “Más vale educar en ello, lo que no implica enseñar estadística, simplemente saber leerla entendiendo su aritmética”—. Peor, la situación se complica cuando los datos se refieren a fenómenos inconmensurables. Ahora, insisto, el lío está no sólo en que las personas no entienden, sino en que no saben que no entienden. Y es que, desde ahí, desde una incomprensión ignorada, desde una ignorancia inconsciente, se aventuran a especular cualquier clase y cantidad de barbaridades. Dejando a un lado a los que sí entienden pero mienten y urden engaños —que cunden—, abundan quienes, quizá sin ninguna mala fe, difunden sus especulaciones sin recato, no como eso, como especulaciones, sino como verdades incuestionables. Por supuesto, esto es socialmente pernicioso porque genera confusión, y la confusión demuele la realidad. De lo anterior podría desprenderse que especular es por sí mismo un camino equivocado. Inducir eso es erróneo. Especular es un necesario y útil método de conocimiento.
Cuando empleamos la palabra especular como adjetivo, se refiere a algo relativo a un espejo (del latín speculāris), incluso a algo reflejado en un espejo —por eso también puede emplearse con el sentido de simétrico—. En cambio, como verbo (speculāri) significa “reflexionar en un plano exclusivamente teórico” y “hacer conjeturas sobre algo sin conocimiento suficiente” —también, claro, tiene la acepción de “traficar” y, más específicamente, de “efectuar operaciones comerciales o financieras con la esperanza de obtener beneficios aprovechando las variaciones de los precios o de los cambios”: especular especulando—. En el sentido en el que nos interesa, pues, especular es un ejercicio de pensamiento, un ejercicio que se realiza sin la información suficiente. ¿Y qué tan eficaz puede ser la especulación? Bueno, por ejemplo recordemos que hace casi dos mil quinientos años un iluminado abdeteritano —que era como a don Alfonso Reyes le gustaba escribir el gentilicio de la polis griega Abdera—, iluminado pero ignorante, descomunalmente más ignorante que cualquier alumno de sexto de primaria respecto a los principios elementales de la Física, sencillamente porque la Física todavía no existía, y desprovisto de cualquier instrumento, con el puro auxilio de su mente, logró concebir, que no descubrir ni inventar —aunque él acuñó el concepto— el átomo. Y, ojo, Demócrito no sólo no tenía modo de haber conocido el método científico, sino que, además, según Heródoto, fue discípulo de “magos y caldeos”. El atomismo presocrático, la escuela de pensamiento fundada por Demócrito —y quizá también por un tal Leucipo—, por pura especulación llegó a la conclusión de que “todo se compone de átomos que, físicamente, pero no geométricamente, son indivisibles: que entre los átomos existe un espacio vacío; que son indestructibles, que siempre han estado y estarán en movimiento; que existe un número infinito de átomos e, incluso, de clases de átomos, y que las diferencias se refieren a la forma y al tamaño” (Bertrand Russell, Historia de la filosofía occidental). Nada mal para un ignorante…
En El mito de la máquina, Lewis Mumford (1895-1990) defiende la necesidad y validez de la especulación como método no sólo para entender sino también para construir conocimiento, incluso conocimiento científico. El asunto que entonces ocupaba al sociólogo neoyorkino era la prehistoria del hombre, un tema acerca del cual, muy probablemente y por obvias razones, jamás consigamos testimonios más allá de piedras y huesos. Inclusive en ese caso, Mumford sostiene: “el hecho de que una cuestión digna de tratarse especulativamente deba seguir abierta por tiempo indefinido, no es razón suficiente para dejar de plantearla”.
La pandemia es un complejísimo fenómeno: dinámico, inédito, poliédrico, y es innegable que todavía no tenemos información suficiente acerca de muchas de sus caras, así que sí, la especulación es necesaria. No podemos saber qué directrices se habrán autoimpuesto los cosmógrafos presocráticos como Demócrito para especular, prácticamente sin información, acerca de todo. Lewis Mumford prescribe que, a la hora de tirarse a la ardua y gozosa labor de la especulación, no falten al menos tres ingredientes: racionalidad, serenidad y buena fe.
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