Estábamos en una misma habitación la enfermera, el médico y yo. Mandón, él me ordenó que me desnudara. Seguro hice algún gesto: — Bueno, puede quedarse en calzones.
— Uso bóxers –refuté, y antes de que terminara de pronunciar las cuatro sílabas caí en la cuenta de que mi impugnativa era una estupidez sin importancia. Me quité la ropa.
— Oiga, está algo pasado de peso.
Me toqué la lonja: contundente.
— Sí, es evidente.
— Bueno, no es demasiado. Haga más ejercicio. Coma menos.
Un paso atrás del doctor, la enfermera, una mujer colosalmente obesa, torció la boca.
— Cincuenta y ocho años… —leyó el facultativo— Mmm… —sin retirar la mirada de los papeles que estaba revisando:—, ¿y está usted seguro de que todavía no presenta olvidos?
— No recuerdo ninguno, oiga.
La enfermera soltó una carcajada, y un instante después me despertaron mis propias risotadas.
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