Nunca pensé sentir de cerca los sucesos extraños y apocalípticos
que se sucedían en el mundo. Siempre me había sentido ubicado
lejos de la acción… Sin embargo, a un año de iniciados,
y seis meses después del último magno acontecimiento,
me pasaban ahora las cosas más increíbles.
Max Well, Ellos, otros y nosotros.
Si bien Ellos, otros y nosotros no engarza historias relacionadas con el infierno, sí que nos recuerda tiempos apocalípticos, no míticos ni antiguos, sino los nuestros, los contemporáneos, los recientes, los tiempos de azoro y desasosiego que estamos empecinados en hacernos creer que ya pasaron. ¿Será? ¿Pasaron? ¿O están sucediendo? ¿O serán? ¿Apagaron —ojo por favor con el sujeto tácito oculto en el verbo: ellos— ya el fuego o seguimos siendo la rana que no se da cuenta que la están cociendo poco a poco?
Como debe hacerse en una buena novela, Max Well comienza la suya a rajatabla, con un íncipit contundente, me atrevería a decir que prototípico: “Hoy ya nada es igual”. En efecto, para que dé inicio una narración tiene que haber eso, un corte sincrónico pertinente, algo que diferencie un momento determinado de la diacronía, del transcurrir parejo del tiempo —parejo justo porque siempre ya nada es igual—. El protagonista/narrador de Ellos, otros y nosotros da cuenta de ello y desde las primeras páginas queda dicho que se entrecruzarán los relatos personales y colectivos con el gran cuento global, el que nos involucra a todos, aunque a pocos realmente les interese, ese cuento complejísimo en el que tarde que temprano te darás por enterado de que siempre has formado parte. Porque sí, la ilusión de vivir de local estriba en mucho en creer que el mundo está en otra parte… “Mi atención, como supongo como la de todos, se centraba en esperar si lo que había estado ocurriendo en todo el mundo… estaría ocurriendo en territorio propio…”
¿Y qué será narrado? ¿La historia definitiva? No, una versión, “una especie de versión confiteor —yo confieso, yo pecador—, mea culpa”. Una versión de las múltiples, a la que además tú mismo cuando la leas le darás una interpretación única, la tuya…, y la tuya tampoco será definitivamente tu propia lectura, será la del momento en que la leas. La novela cuenta la proliferación de presagios funestos, la inminencia y la ocurrencia cotidiana de la hecatombe, y por eso puede resultar hoy tan familiar a muchos lectores, porque todavía, a finales del 2023, el bofetadón de incertidumbre que la realidad nos pegó en 2020 sigue causando ardores y tiene herido el ego del sapiens, por más que se refuercen todos los días las dosis del analgésico de la rutina: “… la fuerza inercial de la rutina que tenemos los humanos al vivir en civilización, o quizá sólo otra parte del plan que tienen ellos, no sé quiénes, para mantener el control”. ¿Ellos? Ellos quienes nunca son nosotros —“… me refiero a ese nosotros a los que puedo ver y tocar”—.
Ellos tampoco son los demás, ni siquiera son los otros. Son los distantes, los invisibles, los inefables, los anónimos… Ellos se agazapan en las antípodas de nosotros, esa maravilla construida a partir de los otros, según versa Octavio Paz en su Piedra de Sol:
soy otro cuando soy, los actos míos
son más míos si son también de todos,
para que pueda ser he de ser otro,
salir de mí, buscarme entre los otros,
los otros que no son si yo no existo,
los otros que me dan plena existencia,
no soy, no hay yo, siempre somos nosotros…
El nosotros novelado por Max Well es una cofradía costera con sede en una taberna. Una congregación oportuna de dispersos en la que las historias compartidas, el ajedrez, el arte, la conversación y una especie rara de solidaridad cómplice, de complicidad solidaria, mantienen a un grupo de variopintos personajes atentos los unos de los otros. Y aquí, me parece, está el faro: a fin de cuentas, el único recurso con el que hemos podido mantener la factibilidad de la especie se puede condensar en dos palabras: Yo somos.
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