A la angustia… no necesito presentársela;
cada uno de ustedes ha experimentado alguna vez
esta sensación…
Sigmund Freud, La angustia.
Durante casi un par de años, debido a ciertos menesteres académicos, cada quince días iba a Guadalajara. Principiaban los noventa, y yo vivía en Aguascalientes. Llegaba los viernes a medio día y el sábado siguiente en la noche regresaba. En autobús, el recorrido toma cuatro horas; en automóvil, una menos. Por aire, el viaje se reduce a 45 minutos. No sé ahora, pero hace treinta años los únicos vuelos directos los ofrecía Aerolitoral. El trayecto se hacía en Metroliners turbohélices, unos avioncitos de 19 plazas. Hice tantas veces aquel vuelo que llegué a conocer sus tiempos y pormenores de memoria. Era habitual que me quedara dormido antes de que despegara la nave —por entonces, las cargas de trabajo a las que me sometía eran plomizas—, para despertar justo cuando iniciaba su descenso hacia el Valle de Atemajac. Poco después de que el aparato empezara a perder altura, invariablemente se escuchaba un zumbido parejo de dos o tres segundos, el bzzzzzz de un motor eléctrico, y enseguida, un clack seco, contundente, que incluso alcanzaba a percibirse en los pies, como dos piezas de metal chocando. Siempre supuse que aquello era el tren de aterrizaje. Pues resulta que una ocasión las cosas no sucedieron igual…
Abrí los ojos cuando el avión comenzó a perder altura… Y sí, primero el bzzzzzz de siempre…, el problema fue que luego no se escuchó ni se sintió el clack… Dos o tres minutos después, de nuevo el ruido del motor..., y nada del tope. Un tercer ¿intento?, ahora en menos tiempo, y nada... El insistente bzzzzzz otra vez… y nada de clack… Sin que yo me enterara, hacía un demonial de instantes que, desde mi tálamo, había salido la orden para que la amígdala activara el vertiginoso circuito del miedo, así que cuando tomé conciencia plena de que había evidencia suficiente para considerar la situación como escandalosamente crítica —después del quinto zumbido sin respuesta el avión cambió impetuosamente de dirección y volvió a remontarse—, me hallaba ya cabalmente en estado de angustia… No pasó mucho antes de que el piloto voceara que el aeropuerto de Guadalajara se hallaba saturado, y que tendríamos que hacer algo de tiempo… Mientras dábamos vueltas sobre Guadalajara, varias veces escuché el mismo ruido, y nada del ansiado tope. Por lo menos conté unas diez veces…, hasta que, finalmente, el ruido del motor... ¡y por fin clack! Inmediatamente después: “Señores pasajeros, ya nos asignaron pista. Comenzamos nuestro descenso.” Veníamos a bordo unos diez pasajeros, y creo que nadie más se dio cuenta de nada. Una vez en tierra, esperé para bajar al final... Cuando pasé por la cabina de los pilotos les pregunté:
— ¿Estuvo cerca?
Eran dos y ninguno dijo nada; ambos me respondieron que sí moviendo lentamente de arriba abajo la cabeza, con una expresión en la que leí algo así como el azoramiento de quien sabe que debería estar agradeciendo todo y no encuentra a quién.
Recuerdo que mientras dábamos vueltas sobre Guadalajara, mientras escuchaba una y otra vez el intento fallido de fijar el tren de aterrizaje, en un momento dado alcancé una certeza: antes de que se agotara por completo el combustible, optarían por intentar acuatizar en el lago de Chapala. ¿Qué hacer? ¿Convendría o no quitarse los zapatos? Entonces yo no sabía que los trenes retractiles de los aviones tienen un sistema que, después de bajar —el bzzzz—, se traba mediante un seguro geométrico —el clack— que permite que la pierna del tren quede rígida. Pero a partir de lo que me había dado cuenta en los vuelos anteriores y de lo que percibí en este, la intuición me catapultó a un estado de angustia en el cual buena parte de mi cerebro se debatía entre quitarme o no los zapatos… Los demás pasajeros, seguramente por falta de saberes, no se inmutaron.
El Eclesiastés es uno de los libros sapienciales del judeocristianismo. Mientras que su autor se llama a sí mismo Qohelet, la tradición lo atribuye al rey Salomón, quien reinó Israel desde el 970 hasta el 931 a. C. Si bien muchas de las sentencias que integran el texto resultan ambiguas y permiten varias interpretaciones, el versículo 1:18 tiene un sentido bastante claro y no me parece que dé pie para darle muchas vueltas: “Porque en la mucha sabiduría hay mucha molestia; y quien añade ciencia, añade dolor.” Saber angustia, y en la ignorancia el cándido encuentra tranquilidad. Una tesis añeja, vigente y ampliamente propagada en Occidente…, en buena medida porque puede ser muy útil como coartada.
Haciendo a un lado a las angustias neuróticas, Freud (1856-1939) sostiene que el “estado afectivo” de la angustia es tanto “una reacción frente a la percepción de un peligro” como una “pulsión de autoconservación”. ¿Y qué dijo el austriaco acerca de la relación del saber con la angustia realista? ¿Se pronunció al respecto? La angustia, según Freud, “… dependerán en buena parte… del estado de nuestro saber”, pero en ambos sentidos. Por un lado:
Hallamos sumamente comprensible que el salvaje sienta miedo frente a un cañón y se angustie frente a un eclipse de sol, mientras que el hombre blanco, que maneja aquel instrumento y puede predecir el eclipse, permanece exento de angustia en esas situaciones.
Pero por el otro lado:
En otras ocasiones, es justamente el mayor saber el que promueve la angustia, porque permite individualizar antes el peligro. Así, el salvaje se aterrorizará frente a un rastro que descubra en el bosque y que al inexperto nada le dice, pero a él le revela la proximidad de una fiera carnicera; y el navegante experimentado verá con terror una nubecilla en el cielo, que le anuncia la proximidad del huracán, mientras que al pasajero le parece insignificante.
¿Entonces? Entonces la conclusión es obvia: saber angustia; no saber, también.
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