El número de fabricación del ejemplar humano
es el rostro, esa agrupación casual e irrepetible de rasgos…
Milán Kundera, La inmortalidad.
Teutones y gauchos
Inés recuerda que cuando pasó algunos días en Alemania no podía leer los rostros de la mayoría de la gente. Para ella era imposible saber si estaban enojados o alegres, serenos o estresados, si la trataban con amabilidad parca o demasiada seriedad…
— Me resultó muy cansado.
— ¿En Argentina te sucedió lo mismo?
Me responde que no, que cuando vivió una temporada en Avellaneda no tuvo lío para comprender la gestualidad de los argentinos. Por supuesto, me parece muy poco probable que Inés haya sufrido en Berlín un súbito episodio de algún tipo de agnosia visual, más bien creo que los llamados choques culturales involucran dificultades de entendimiento entre los diferentes lenguajes kinésicos. Aunque puede afirmarse que algunas expresiones faciales son universales, como la sonrisa, la intensidad y la duración de estas expresiones varían entre culturas. Así que tampoco sería inteligente suponer que Inés sufrió algún tipo de asimbolia.
Asimbolia y agnosia
Como siempre que siento deseos de
librarme de alguien a quien apenas
escucho, puse cara de aprobación.
Albert Camus, El extranjero.
Hoy se usa poco el concepto asimbolia, pero tiene más de siglo y medio de existencia. En 1870 el psiquiatra alemán Ferdinand Karl Finkelnburg (1832-1896) lo acuñó para mentar la pérdida total o parcial de la capacidad de entender y utilizar algunos símbolos que el individuo ya había aprendido. Finkelnburg ilustró su idea de asimbolia con algunos casos que le tocó atender: una fervorosa católica que comenzó a confundir la señal de la cruz y ella misma a hacerla erróneamente, llevándose la mano de una oreja al cuello; un violinista que perdió completamente la habilidad de leer las notas, un comerciante que dejó de poder identificar los billetes y las monedas por su valor; un hombre que de pronto perdió la comprensión de los símbolos litúrgicos… El neurólogo silesiano Carl Wernicke (1848-1905) empleó el concepto de asimbolia en su obra clásica El síndrome afásico (1874), aunque con distinto sentido: para él, la asimbolia es la desaparición de la imagen del registro de un objeto, o de cualquiera de las imágenes de la memoria de un objeto que permiten comprender el concepto que simboliza. Describió la asimbolia como una forma de disfunción del lenguaje en la que el individuo puede reconocer palabras y símbolos, pero no puede asociarlos con su significado adecuado, lo que lleva a graves dificultades en la comprensión del lenguaje. Poco después, el psiquiatra austriaco Theodor Hermann Meynert (1833-1892) deslindó la asimbolia sensorial de la motora: con la primera se refiere a la incapacidad de reconocer símbolos, con la segunda a la incapacidad de ejecutarlos o usarlos. Así, la asimbolia sensorial de Meynert empata con la asimbolia de Wernicke, mientras que su asimbolia motora está más próxima a lo que hoy llamamos apraxia, es decir, la dificultad o imposibilidad para planificar y ejecutar movimientos aprendidos, a pesar de tener una función motora intacta y no tener debilidad o parálisis.
Quien habría de poner cierto orden en la naciente nomenclatura fue Sigmund Freud (1856-1939), cuando introdujo en el corpus del estudio de los padecimientos neurológicos y mentales el término agnosia. Del griego gnosis, conocimiento, y el prefijo a, negación o ausencia, la palabra significa simple y sencillamente desconocimiento. Freud publicó muy al inicio de su trayectoria, en 1891, Zur Auffassung der Aphasien (Sobre la concepción de las afasias). En este libro, primero que dedica a los procesos mentales propiamente dichos, el neurólogo austriaco propuso la denominación “afasias agnósicas” para referirse a las afasias en las que los problemas de lenguaje se vinculan no a una atrofia fisiológica, sino a la pérdida del reconocimiento de objetos y símbolos. Quienes padecen una afasia agnósica pueden tener dificultades para nombrar objetos o para comprender palabras específicas debido a una falla en la asociación entre las palabras y los conceptos o imágenes mentales correspondientes.
Más amplio que el de asimbolia y el de afasia, el concepto de agnosia alude a un trastorno neurológico caracterizado por la imposibilidad de comprender los estímulos que efectivamente capta cualquiera de nuestros sentidos, no sólo el de la vista. Por ello hay un vasto abanico de afasias, las cuales suelen categorizarse en seis grupos: visuales, auditivas, espaciales, táctiles, somáticas y de otro tipo.
Prosopagnosia y pareidolias
En general, una agnosia visual es el trastorno neurológico que afecta la capacidad de reconocer objetos por medio de la vista, a pesar de tener una visión normal: se ve, pero no se entiende lo que se ve, no se decodifican los estímulos sensoriales. Las personas con agnosia visual pueden ver perfectamente, pero tienen dificultades para comprender lo que están viendo. Las agnosias visuales evidencian un hecho: percibir con la mirada no se reduce a ver.
Un tipo específico y muy importante de agnosia visual es la prosopagnosia —del griego prósōpon, cara, y agnōsia, desconocimiento—, la dificultad para distinguir una cara conocida. El término fue acuñado en 1947 por el neurólogo Joachim Bodamer (1910-1985). Quien sufre esta condición sabe que está viendo un rostro, pero no consigue identificar a quién corresponde. De buenas a primeras, la persona puede desconocer a su pareja, a sus hijos, a sus compañeros de trabajo. Quizá pueda terminar por inducir de quién se trata, atendiendo otras señales, como la voz, el atuendo, lo que expresa quien tiene en frente, pero en realidad visualmente ya no reconoce a la persona. Igual, un mal día por la mañana un sujeto puede plantarse frente al espejo y no reconocerse a sí mismo.
La prosopagnosia también suele ser denominada ceguera facial, pero la frase resulta imprecisa, porque no es que quien la padece no pueda ver un rostro; el déficit estriba en que lo ve, pero no consigue identificarlo. Es más, un prosopagnósico podría ser capaz de leer expresiones, incluso de advertir si se trata de un hombre o una mujer, rasgos de edad e incluso determinar si le resulta o no agradable o atractiva esa cara…, pero no logra identificarla.
En el texto que da título a su celebérrimo libro El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, el doctor Oliver Sacks (1933-2015) narra el estrambótico caso de un profesor de música, el doctor P., quien presentaba un complejo cuadro de agnosia visual. Entre los primeros episodios que hicieron notar a sus allegados que algo no andaba bien, sucedieron situaciones como la siguiente: “A veces un estudiante se presentaba al doctor P. y el doctor P. no lo reconocía; o, mejor, no identificaba su cara. En cuanto el estudiante hablaba, lo reconocía por la voz”. En efecto, aunque el hombre no presentaba ningún problema de la vista, “ningún rostro le era familiar, no lo veía como correspondiente a una persona, lo identificaba sólo como una serie de elementos”. Además, en su caso, también había perdido la habilidad de interpretar expresiones faciales. Con todo, el trastorno del doctor P. tenía mucho más alcance, no se limitaba a la incapacidad de identificar a la gente que conocía viendo su cara. Si bien no tenía dificultad alguna para percibir correctamente formas geométricas —por ejemplo, cuando Sacks le mostró un juego de sólidos platónicos, el profesor de música no dudó a la hora de identificar y nombrar una esfera, un cubo, un dodecaedro, un icosaedro, en fin—, y si bien podía ver otros objetos de forma más compleja, era totalmente inepto para interpretar esos estímulos visuales y saber así de qué se trataba. En términos kantianos, sencillamente no podía terminar de integrar la experiencia de la percepción. Por caso, cuando Sacks le mostró una rosa y le pidió que le dijera qué era, el doctor P. “la cogió como un botánico o un morfólogo al que le dan un espécimen, no como una persona a la que le dan una flor”.
“— Unos quince centímetros de longitud. Una forma roja enrollada con un añadido lineal verde.”
Pero hasta ahí: no pudo saber qué era lo que tenía en las manos…, hasta que olió la flor, y entonces lo pudo inducir.
La primera vez que leí El hombre que confundió a su mujer con un sombrero no caí en la cuenta de la enorme importancia que tiene otro canto de la agnosia visual que adolecía el doctor P. Cuenta Oliver Sacks:
… el doctor P. no sólo fracasaba cada vez más en la tarea de identificar caras, sino que veía caras en donde no las había: podía ponerse, afablemente… a dar palmaditas en la cabeza a las bocas de incendios y a los parquímetros, creyéndolos cabezas de niños; podía dirigirse cordialmente a las prominencias talladas del inmobiliario y quedarse asombrado de que no contestasen.
El hombre experimentaba apofenias visuales, pareidolias, específicamente pareidolias faciales…, ¡pero sin saberlo! Quiero suponer que la manera en la que el doctor P. percibía los rostros de la gente era similar a la forma en que nosotros vemos caras en las nubes, en la textura de una fruta o de un árbol…, de ahí que no pudiera distinguir a un visitante recién llegado a su departamento de un objeto doméstico… “Llegó el doctor P., un poco encorvado, y avanzó, distraído, la mano extendida, hacia el reloj de péndulo, pero al oír mi voz se corrigió y me dio la mano.”
Mi abuela y Facebook
Aunque, se trata de un entorno muy dinámico y nuevas plataformas como Instagram y TikTok últimamente han experimentado un crecimiento demencial, Facebook es la red social por antonomasia y ha sido la más exitosa en términos de cantidad de suscriptores y alcance global. Según el relato hegemónico, Mark Zuckerberg creó Facebook mientras estudiaba psicología en Harvard. Zuckerberg había desarrollado antes otras redes web escolares, incluyendo Facemash, en la que sus usuarios podían comparar fotos de los rostros de las estudiantes —obtenidas sin su autorización, por cierto— y juzgar quién era más atractiva: Who’s hotter? En febrero de 2004, surgió The Facebook, nombre que proviene de las hojas distribuidas entre los estudiantes de primer ingreso, que contenían los perfiles de alumnos y personal académico. En 24 horas, más de mil estudiantes de Harvard se registraron… Pronto la red se extendió a otras universidades. A mediados del año siguiente, se convirtió en Facebook.com… Lo que ocurrió después es bien sabido.
El tremendo éxito de Facebook, la fisonomoteca más grande que haya jamás existido —si el neologismo no te gusta también podríamos usar rostropedia o facioteca—, tiene profundas raíces evolutivas. Identificar rostros entre todo lo que vemos, ligar a las personas con sus caras y leer las expresiones faciales ha resultado vital para la sobrevivencia de nuestra especie. Hemos evolucionado para identificar rostros. Susan G. Wardle, investigadora en el Laboratorio de Cerebro y Cognición de los Institutos Nacionales de Salud en Bethesda, Maryland, ha realizado distintos experimentos de laboratorio para determinar que mientras que distinguir objetos nos toma alrededor de un cuarto de segundo, podemos detectar un rostro humano en sólo una décima de segundo. Somos muy buenos detectando caras…, tanto que las vemos en donde no las hay. Tal es el origen de las pareidolias faciales. Según la doctora Wardle una vez que vemos una cara entre las nubes, todavía tardamos un cuarto de segundo en determinar que en realidad no es un rostro…, aunque sigamos viéndolo.
— Perdóneme, pero no soy buena fisonomista —solía decir mi abuela cada que uno tenía que presentarle de nuevo a alguien que ya conocía. Quizá no es que careciera de una facilidad natural para recordar y distinguir a las personas por su fisonomía, quizá padecía de algún grado de prosopagnosia. Como haya sido, el mundo que le tocó vivir a mi abuela, nació 1914, ni estaba plagado de tantas imágenes y caras como el nuestro ni exigía que la gente entendiera tantos símbolos y maneras diferentes de expresarse como hoy.
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