Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

viernes, 26 de diciembre de 2025

Rêveries

  

Para el psicoanalista británico Wilfred Bion (1897-1979), la rêverie es la capacidad mental de la madre —o del analista— de entrar en un estado de receptividad abierta y relativamente sin defensas, donde puede recibir y contener las proyecciones emocionales primitivas del bebé —o del paciente—. En este estado, la madre no interpreta ni responde analíticamente, sino que tolera y metaboliza los estados emocionales crudos que el bebé proyecta en ella —lo que Bion llama elementos beta, experiencias no digeridas, puro afecto—. A través de esta función continente, la madre transforma esos elementos en pensamientos y significados organizables —elementos alfa— que el bebé puede reintroyer y así desarrollar su propia capacidad de pensar. Es decir: la rêverie es un estado casi onírico —rêverie en el sentido de ensoñación— en el que el analista o la madre suspende temporalmente su aparato lógico y se deja habitar por las emociones del otro, permitiendo que algo se transforme y se haga pensable. Sin rêverie, el bebé queda atrapado en la angustia sin poder simbolizarla; con rêverie, esa angustia se convierte en experiencia emocional que puede ser integrada en la vida psíquica.


Bion comenzó a formular el concepto de rêverie a finales de los años 50 del siglo pasado y lo desarrolló sistemáticamente a inicios de los 60, especialmente en su artículo sobre la teoría del pensamiento (1961) y en el libro Learning from Experience (1962).



Curioso: este cuadro fue realizado por el artista francés Auguste Toulmouche (1829-1890) muchos años antes de que Bion desarrollara el concepto de rêveries, y se titula precisamente Rêveries. La pintura de Auguste Toulmouche, una obra que se inscribe en el género tableaux de mode, captura a una joven mujer parisina de clase alta en un momento de introspección soñadora. Se realizó en 1881, aunque algunas fuentes mencionan 1890 como fecha asociada a reproducciones o variantes, en óleo sobre lienzo con dimensiones aproximadas de 65 x 46 cm, firmada y fechada por el artista. La obra retrata a una mujer joven absorta en sus pensamientos, posiblemente evocando melancolía o fantasía romántica, típica de las poupées délicieuses que popularizó Toulmouche. El fondo sugiere un ambiente burgués acomodado, con la figura central como foco emocional, similar a otras pinturas suyas como La prometida vacilante (1866), pero centrada en la ensoñación individual.

domingo, 21 de diciembre de 2025

Sobre la imposibilidad de ser normales

  

 

The normal’s the one thing you practically never get.

That’s why it’s called the normal.

W. Somerset Maugham, Of Human Bondage.

 

 

 

“Me considero una persona normal” —afirma el protagonista de Ampliación del campo de batalla (1994), la novela con la que debutó el hoy afamadísimo Michel Houellebecq—. “Bueno, puede que no exactamente, pero ¿quién lo es exactamente? Digamos que soy normal al 80%.” 

 

¿Y tú? ¿Eres una persona normal? ¿Normal? ¿Qué es normal?


Francis Bacon, Three Studies for a Self Portrait.


 

 

 

La palabra normal nos llegó del latín normalis, que primariamente quería decir “hecho según el molde” o “acorde a la regla”. ¿A la regla? ¿Conforme a qué regla? Conforme a una herramienta romana específica: la norma, una escuadra empleada por carpinteros y albañiles que servía para lograr y luego verificar la rectitud y la perpendicularidad a la hora de manufacturar artefactos y erigir construcciones. Norma est genus regulae: la escuadra es un tipo de regla. El significado de normal se remonta, pues, no a la naturaleza sino al mundo, al ámbito de los humanos en el que invariablemente intervenimos, modificamos y fabricamos cosas. En su origen, normal no se refería a lo espontáneo, sino a lo creado mediante la técnica y el trabajo, es decir, a lo artificial.

 

El vocablo que designaba a la escuadra romana, norma, proviene del griego γνώμων (gnṓmōn), que significaba “aquel que discierne” o “indicador”. Un gnomon era la vara, estaca u obelisco que, al proyectar su sombra, medía el tiempo, es decir, la aguja del hēliakón, del reloj de sol. La palabra griega gnomon pudo llegar al latín por medio del etrusco, lengua en el que no se usaba el sonido gn–, de tal suerte que gnomon se transformó en algo más próximo a noma o norma. Y conviene recordar que gnomon proviene de la raíz indoeuropea *gno-, “conocer”. Así que la noción de lo normal, lo que se ajusta a la escuadra, está etimológicamente ligada al conocimiento (gnomon): lo normal es lo que se sabe que está indicado. Mientras que el gnomon es un dispositivo de conocimiento externo —informa sobre el tiempo—, la gnosis es un conocimiento que produce el individuo en su interior —comprensión, revelación—.

 

La romana no es la escuadra más antigua de la que tenemos noticia. Esa sencilla y poderosa herramienta existió mucho antes de que Roma fuera fundada. Los romanos la heredaron. Los griegos, además del gnomon, tenían el kanon (κανών), una caña o vara recta de medición, y juntos funcionaban como la norma. Y, por supuesto, las civilizaciones orientales anteriores ya conocían y empleaban herramientas que servían para imponer a la materia líneas y ángulos rectos. En Mesopotamia y Egipto se usaban instrumentos de verificación de rectitud —cuerdas, niveles y escuadras—, sin los cuales las obras monumentales no hubieran podido ser construidas.

 

Podría creerse que las disposiciones rectilíneas surgieron aparejadas al desarrollo civilizatorio —campos arados, pirámides, agrupamientos militares…—; sin embargo, hoy sabemos que los homínidos han intentado perfilarlas incluso antes de que los sapiens surgiéramos de la cadena evolutiva: hasta ahora, el rastro más antiguo que evidencia el trazo intencional de rectas es una concha de almeja hallada en Indonesia, en la que se observa un patrón en zigzag grabado hace unos 450 mil años, seguramente por un homo erectus usando un diente de tiburón—.

 

 

 

 

Hace unos 120 mil años, alguien como tú —quiero decir un sapiens, paleolítico, pero sapiens— tomó un pedazo de hueso de aurochs —una especie de toro extinto— y deliberadamente grabó en él seis líneas paralelas, más o menos del mismo tamaño y separadas entre sí con cierta regularidad. No son marcas de despiece ni azarosas marcas de uso. Si bien su imperfección geométrica es apreciable a simple vista, lo son también la intención, el ritmo, es decir, una voluntad de dar forma. El hueso —descubierto en el sitio paleolítico de Nesher Ramla, Israel— quizá sea el vestigio más antiguo de símbolos gráficos. Desde entonces, cada línea recta antrópica es un conato: una aproximación obstinada a una forma que no existe en la naturaleza, pero tampoco en el mundo concreto creado por los humanos. Desde hace cientos de miles de años los homínidos hemos tratado de trazar líneas y ángulos rectos, círculos y triángulos equiláteros perfectos… Aún no lo logramos, ni siquiera actualmente con todo nuestro poderío tecnológico. ¿No? ¿Si usted dibuja una línea recta con un lápiz bien afilado y usando, digamos, una regla T, no plasmará una línea recta? 

 

Existe un abismo conceptual infranqueable entre la perfección matemática que pretende imponer una regla T, un escalímetro o una escuadra romana y lo que podemos encontrar en la naturaleza y en general en la realidad concreta. Platón identificó el núcleo del problema hace más de dos mil años. Su argumento es demoledor: aunque nadie ha visto jamás una línea perfectamente recta ni un ángulo exactamente recto, todos sabemos lo que son. El filósofo griego sabía que ningún objeto perceptible posee superficies absolutamente planas ni bordes perfectamente rectos ni nada es estrictamente circular… Desde primaria cualquiera sabe que un cuadrado es un polígono de cuatro lados iguales, con cuatro ángulos rectos (90 grados), y que, como cualquier polígono, únicamente tiene superficie, es decir, que carece de volumen. Usted mismo ahora puede tomar una pluma, una regla, y dibujar en el papel un cuadrado… ¿Pero es exactamente un cuadrado? Considere que, en la realidad física concreta, no existen objetos de dos dimensiones: todo lo que existe materialmente tiene necesariamente tres dimensiones espaciales. Un cuadrado, como concepto matemático bidimensional, es una abstracción que existe únicamente en el pensamiento y representado en sistemas formales matemáticos. Todo cuadrado real es un ideal que se rindió. Una hoja de papel tiene cierto espesor —tercera dimensión—, aunque sea mínimo, y las líneas que figuran el cuadrado tienen grosor y profundidad —si usted no me cree, écheles un ojo a través de un microscopio—. A nivel atómico y subatómico, la noción se complica más: los átomos y partículas subatómicas existen en tres dimensiones espaciales y además se están moviendo: no hay superficies verdaderamente bidimensionales, son materialmente imposibles. Los teoremas geométricos son representaciones aproximadas de los objetos perceptibles: un cuadrado perceptible es apenas aproximadamente plano, con bordes apenas aproximadamente rectos y puntos-vértice apenas aproximados. Este es el llamado problema de Platón: la geometría es un cuerpo de verdades sobre cosas reales, pero las cosas perceptibles no realizan verdaderamente propiedades geométricas.

 

 

 

 

Así como ningún cuadrado es exactamente un cuadrado, ninguna persona es exactamente normal. Houellebecq no pone un juego de palabras en la boca del protagonista de su novela; la declaración muestra una profunda paradoja: si alguien alcanzara a ser absolutamente normal, perfectamente normal, al 100% conforme a la norma, resultaría anormal, una aberración.


 

La norma romana, el gnomon griego, nuestra escuadra han sido siempre instrumentos de aproximación: herramientas que nos permiten medir y verificar, pero jamás alcanzar la perfección geométrica, algo que ni esos modelos encarnan. Del mismo modo, la normalidad a la que apuntamos —ese conjunto tácito de reglas que estructura nuestras expectativas sociales, nuestras conductas y nuestras identidades— es apenas un conato, un esfuerzo obstinado hacia una forma que carece tanto de existencia natural como de posibilidad de realizarse de manera concreta. El homo erectus que grabó zigzags en una concha hace 450 mil años, y el sapiens que luego marcó líneas paralelas en un hueso hace 120 mil años, no estaban simplemente inventando técnicas: estaban reconociendo, sin saberlo, que la realidad nos condena a perseguir formas que nunca alcanzaremos. Y así seguimos, generación tras generación, dibujando nuestros cuadrados imperfectos, grabando nuestras líneas irregulares, pretendiendo ser normales, conscientes en el fondo de que siempre queda un margen—ese 10, 20 por ciento de desviación—, el cual es lo que nos hace no sólo humanos sino reales. La normalidad, como la geometría de Platón, no es una meta alcanzable sino un horizonte: una ilusión que nos obliga a fabricar, a modificar, a intervenir en el mundo con el fin nunca consumado de aproximarnos a una rectitud que existe únicamente en el pensamiento.

domingo, 14 de diciembre de 2025

Carta a una señorita de París

  

Monsieur Nicolas Mercier.

 

 

Todo parece tan natural, como siempre que no se sabe la verdad.

Julio Cortázar, Carta a una señorita en París.

 

 

 

Aura se mueve en bicicleta. También camina grandes trechos. Rara vez se sube al metro y casi nunca aborda un autobús. Hace un par de días, al término de la jornada, mientras aparcaba una bicicleta en una estación de Vélib’ Métropolelocalizada frente a una pequeña iglesia, un extraño se aproximó a ella…

 

— Excusez-moi, mademoiselle, permettez-moi de vous remettre cette lettre.

 

Y le extendió un sobre blanco. Escrito a mano con tinta azul, en el sobre decía: “Prenez ceci, il vous est destiné”, es decir, “Tome esto, está destinado a usted”. No falta mucho para que Aura cumpla diez años viviendo en París: conoce de sobra el abanico de timos, chapuzas y engaños que pueden desplegar las parvadas de embaucadores y petits arnaqueurs que pululan por las calles…

 

— Ne vous inquiétez pas, mademoiselle, je ne vous demanderai rien en retour.

 

El desconocido —ya mayor, quizá cercano a los setenta— sonriendo afablemente le explicó que tenía el hábito de entregar cartas que él mismo escribía a las personas a las que sentía que estaban destinadas. 

 

— Merci —Aura aceptó el sobre.

 

Antes de irse, el hombre le preguntó si era parisina. Aura respondió que no, que era mexicana, y él le contó que, hace años había entregado una carta como la que ahora le daba a ella a un señor que entonces fungía como embajador de México en Francia… ¡Y él, el diplomático, le había escrito de vuelta!

 

— Bonsoir, Mademoiselle.

 

— Bonne nuit, Monsieur.

 

Aura guardó la carta en su bolso y emprendió la caminata que le quedaba para llegar a su apartamento.

 

 

 

 

Esa misma noche Aura me llamó y me narró el suceso. Aún no había abierto el sobre. Le pedí que cuando lo hiciera me contara qué decía, cuál era el mensaje… Un par de horas después, desde el otro lado del Atlántico recibí en el teléfono varios audios de Aura: la traducción de lo que fue leyendo en la misiva:

Dice… Madame, Mademoiselle ou Monsieur… Apasionado de las citas y de aforismos llenos de sabiduría, tuve la idea de escribir a la gente con la idea de que pueda enriquecer su vida, y que, quizás, puedan enriquecer la mía también si me envían de vuelta tres citas o máximas que les gusten, ya sea de ellas mismas o de otros autores: citas de académicos, de escritores, de políticos y artistas, de deportistas y de otras personas… Tengo la gana… No, no la gana… tengo el propósito de solicitarle eso mismo a usted, Madame, Mademoiselle ou Monsieur, por la razón siguiente. Generalmente es por las vías… ¿Se dice las vías? Generalmente es mediante la televisión o de la radio, de la lectura de periódicos, que busco más personas que me ayuden a agrandar mi colección de aforismos. También me gusta pasear a pie y escoger al azar gente para entregarle una carta como esta, sin decirles de una tajada, de golpe, de qué se trata todo esto. ¡Sorpresa! En su caso, Madame, Mademoiselle ou Monsieur, es distinto. Hoy 12 de diciembre acompaño a mi hijo Martin a París a una cita con el dermatólogo, así que aprovecho la ocasión para distribuir algunas cartas a gente con la que me cruzaré durante este día. Esta es la sexta carta; está destinada a ser entregada en una capilla o en una iglesia, cosa que no he hecho en mucho tiempo. Yo no soy practicante, pero tengo un gran respeto por las religiones y por quienes las practican. Espero no haberle aburrido mucho con mi historia, pero me gustaría decirle que… ¡Ay, es que este señor escribe bonito, pero no muy legible! Ahora le digo al señor, señora o señorita, con todo mi corazón, que yo sería feliz de que me pudiera contestar. Estaría infinitamente agradecido. Sin querer molestar más, con la inmensa esperanza de leerlo en un futuro, le ruego aceptar mis distinciones…, no, mis sentimientos… Bueno, es que así se dice: … mis sentimientos distinguidos y más respetuosos. Muy cordialmente, Nicolas Mercier.

 

Con un simple saludo de su parte sería yo muy muy feliz. Gracias.

De las 2,184 frases de mi colección, me permito enviarle seis. Número 48: No hay más que dos cosas que sirven para la felicidad: creer y amar. La número 60: El hombre no es bueno ni malo, nace con instintos y aptitudes. Balzac. De la conversación sale la luz. Proverbio indio. Lo que busco en la vida es buena voluntad y un intercambio con los otros motivado… No sé qué dice aquí, no entiendo su letra aquí: motivado por no sé qué cosa… de un corazón recíproco. Y dice que esa fue una respuesta que tuvo una carta que dejó en una iglesia el 20 de octubre de 2020, y que el día 27 recibió la respuesta número 259. La número 1,146: Busca siempre el humano en el otro y jamás lo abandones… Nunca… Esto no entiendo… Nunca tiene sentido llorar, sino luchar… Y esta cita dice que se la dio María Isabel Gomes en el 2021, una dama muy vieja que en 1983 fue la jueza más joven de Francia, cuando tenía 23 años. Y para acabar, una cita que me regaló madame Brigitte Bardot: No le deseo la vida de una estrella, sería muy larga; y no le deseo la vida de una rosa, sería muy corta. Pero deseo que su vida sea bella como una rosa y brillante como una estrella.

 

Un placer haber compartido estas citas. Tenga excelentes fiestas de fin de año, amor, paz y felicidad. Un apasionado que espera todos los días al cartero con mucha impaciencia.

 

 

 

 

En un par de mensajes de texto, Aura me dice que piensa contestarle al señor Nicolas. En el mismo sobre, el hombre metió otro sobre doblado con su domicilio anotado al frente —vive en Cubry, una población francesa cercana a la frontera con Suiza— y un timbre postal. Yo también voy a escribirle. Planeo enviarle una copia de este texto, acompañado de su traducción al francés —misma que le pediré a Aura que haga—; espero que, más allá de los aforismos que le mande —supongo que le enviaré seis de sendos escritores latinoamericanos—, le sorprenda recibir una carta enviada desde la Ciudad de México. Aunque, bueno, ya lo escribió Marco Aurelio: “¡Cuán ridículo y extraño es aquel que se sorprende de cosa alguna de cuantas pasan en esta vida!”, un aforismo que seguramente ya estará en la colección de Monsieur Nicolas Mercier. 

martes, 9 de diciembre de 2025

El orbe y las urbes

Los romanos usaban urbs para designar la ciudad física; y civitas, para el cuerpo político de ciudadanos. La tradición etrusca hacía trazar un surco circular (orbis) para fundar ciudades; la leyenda dice que así lo hicieron Rómulo y Remo. Orbis, ligado a urbs, pasó a significar esfera y luego el globo. Aunque suele creerse que los antiguos ignoraban la esfericidad terrestre, valga recordar que Eratóstenes (275–195 a. C.) calculó con notable precisión el radio, la circunferencia e incluso la oblicuidad de la eclíptica. La raíz urbs produjo urbanitas y urbanus. En las lenguas romances sus derivados son cultismos; en español urbe aparece a fines del siglo XIX y entra al diccionario en 1925. La conexión urbe/orbe pervive en el Urbi et Orbi papal.

Para civilización, la urbe es el orbe: la ciudad es el mundo.


domingo, 7 de diciembre de 2025

Patanería

  

¿Qué es lo que se contrapone hoy a la 4T? ¿Un movimiento social aglutinado en torno a un líder o a una determinada ideología y estructurado como una oposición política organizada en un instituto de lucha electoral perfectamente identificable? No, por supuesto, ni de lejos. Bueno, ¿al menos una oposición política-electoral, un partido o ya de perdida los restos de un partido político? Ni siquiera eso. ¿O un movimiento social, pero sin una expresión política organizada? ¡Mucho menos! Entonces, aunque sea, ¿el grupo de seguidores de un líder? No, no hay nadie al frente. ¿O acaso una ideología? Tampoco. Lo que hoy se opone a la 4T es un batiburrillo sociopolítico, es decir, un berrodo, o para que quede más claro, un margallate, un amasijo: una mezcla desordenada de elementos variopintos.

 

Así que por una parte tenemos a la 4T, o sea la Cuarta Transformación de la vida pública de México, la 4T que es decir el obradorismo, esto es, un movimiento social amplio aglutinado en torno a un liderazgo histórico perfectamente identificable, el de un señor que actualmente vive en Palenque, Andrés Manuel López Obrador, y que comparte los principios de una ideología específica, el humanismo mexicano, y organizado como una fuerza política-electoral institucionalizada, el partido político Morena. Además, habría que agregar que la 4T es la fuerza política que desde 2018 detenta el poder político federal y la enorme mayoría de los gobiernos estatales del país.

 

¿Y en contraparte? ¿Qué se opone a la 4T? Repito: un margallate terriblemente sincrético, un margallate en el cual encontramos formaciones ideológicas —dispositivos mentales que organizan la percepción del mundo de quienes las portan—, algunos hegemónicos y profundos —como el racismo, el clasismo, el machismo, el aspiracionismo— y otros superficiales y cada vez más desdibujados —como el neoliberalismo, el globalismo, el eurocentrismo, la iberofilia y el progringuismo acomplejado—. Un margallate en el cual encontramos liderazgos ficticios, artificiales y quemados —el del Junior Tóxico, los de los histrionzuelos que cobran como dirigentes del PRI y del PAN, el de la fenomenal señora ingeniera Gálvez, el del agiotista masivo y defraudador fiscal que está sobre las cuerdas…— y personajes públicos que han conseguido que se confunda su presencia mediática estridente con liderazgo —la señora apodada La loca del Senado, el señoritingo que fue excandidato del PAN a la Presidencia, el pésimo e insolente publicista caído en desgracia, el chalado locutor que soñó ser candidato a la Presidencia y ya ni trabajo tiene…—. Un margallate en el que, por una suerte de magnetismo psicosocial, se han vertido montonales de personas comandadas por el rencor, el resentimiento social y fuertes dosis de paranoia de clase insistentemente aceitada por los medios tradicionales de desinformación masiva. Un margallate en el cual quedaron atascadas hordas de intelectuales —bueno, vivían de eso, de su intelecto— que antes de 2018 eran disciplinadamente integrados y desde entonces ferozmente apocalípticos —estelarizadas, but of course, por los dos caudillos de los de grupos hegemónicos durante el neoliberalismo, Enrique y Héctor, el heredero de Paz y el dueño de Nexos, y atiborrada de redactores extras, académicos nostálgicos del dulce apapacho del erario y especialistas hoy de una cosa y conforme pasa el mes de cualesquiera otras— y comentócratas de todos los rangos y calañas —el “periodista” inmundo que afirma que la verdad es irrelevante, los juniors que durante años se vendieron como flamantes analistas objetivos y apartidistas, la señora a quien la rabia y el hambre de chayo ya le nubló hasta la más mínima habilidad aritmética, el opinólogo balín y ladino, la señora que actuó como valiente crítica de un régimen al que en realidad servía sólo como válvula de escape, los chorronales de columnistas a sueldo acostumbrados a publicar boletines y pitazos—. Un margallate en el que los detritos del prianismo histórico vociferan y se niegan a aceptar su condición de desahuciados. Un margallate de señores del dinero endiablados porque se sienten robados porque les quitaron la legión de sirvientes que tenían enquistados en la burocracia y la falange de obedientes que mantenían despachando al frente del poder público. Un margallate en el que también se revuelca buena parte de la vieja alta burocracia desplazada y ahora añorante de quincenas, choferes, bonos, asesores, aviadores y demás prebendas…

 

Así que, en suma, lo que hoy se enfrenta a la orgánica 4T no es una oposición sino un revoltijo, un lodazal sin forma ni sustancia, un desgarriate sociopolítico donde se apelotonan retazos ideológicos y rencores, funcionarios desempleados y resentidos, liderazgos de utilería y figurines mediáticos, viejos cuadros desplazados y comentaristas desacreditados, prianistas en negación crónica y señorones del dinero furiosos por haber perdido su ejército de mayordomos incrustados en el aparato estatal. Un conglomerado sin líder, sin proyecto, sin ideología y sin propuesta orgánica: apenas un mazacote de enojo, nostalgia y odio.

 

Y en últimas fechas el mazacote “opositor” mexicano ha desarrollado un hedor que, dada su sustancial ingravidez, se está posicionado como una especie de falsa identidad perceptiva. ¿Alguna propuesta? ¡No, por descontado! ¿Alguna crítica fundamentada a la 4T? Tampoco. ¿Entonces? Resulta que la única trinchera que le queda al margallate que se contrapone a la 4T, es decir, la mal llamada oposición, es el insulto, la violencia física y verbal, la patanería impotente. Me parece que este movimiento se precipitó —digo “precipitó” porque tampoco podemos decir que se haya decidido concienzudamente por alguien— a partir de un día específico, el 27 de agosto pasado, cuando el energúmeno que controla a la gavilla que se adueñó de los restos del PRI agredió a golpes al líder del Senado de la República. Desde entonces para acá la patanería se ha propagado entre el mazacote. Ahora cunde: cada día sueltan más groserías, cada vez son más insolentes, escatológicos y majaderos. Normalizaron mentar madres. Sin grupos sociales que representar, sin ideología, sin liderazgos, sin propuestas políticas y a punto de quedarse sin partidos, sus estertores se redujeron al insulto zafio. 

 

Desafortunadamente, la degradación del mazacote que se contrapone hoy a la 4T no tendrá costos únicamente para los agentes que hoy por hoy se refocilan en su propia perdición. La mugre ensucia indiscriminadamente. La arena política mexicana va a contaminarse, y más lo hará si la gente de la 4T cae en la provocación y responde también mentando madres. Peor: hoy, con tristeza, observo que la patanería impotente se ha desbordado más allá de la arena política: el ciudadano de a pie, la ciudadana que observa en pantallas los cocolazos, comienzan ya a proferir leperadas sin el menor empacho…, porque claro, si ellos lo hacen…

 

¡Qué espectáculo!: un margallate que ya sólo puede gritar, insultar y regodearse en su propia impotencia. La patanería no construye, no debate, no transforma; apenas despide la pestilencia del basurero de la historia. 

viernes, 5 de diciembre de 2025

El yo larvario

 

En su cuento Axolotl, Julio Cortázar escribe:

Los axolotl eran como testigos de algo, y a veces como horribles jueces. Me sentía innoble frente a ellos, había una pureza tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir máscara y también fantasma.

Cortázar no se inventa esas acepciones: su afirmación, desde el punto de vista etimológico, es correcta y, además, muy sugerente. La palabra larva procede del latín larva, que significa literalmente “fantasma”, “espectro”, “espanto”, y también “máscara” —sobre todo la máscara grotesca o temible usada en el teatro romano.

 

En latín clásico

larva = espíritu maligno, aparición espectral.

larvae = máscaras, especialmente las usadas en tragedias o en la comedia.

La palabra latina larva se refería a entidades sobrenaturales, como los espíritus de difuntos que perseguían a los vivos o máscaras teatrales. Este término tiene raíces etruscas, posiblemente vinculadas a las lares, divinidades domésticas protectoras derivadas de espíritus ancestrales, y en autores como Plauto (siglo III-II a. C.) aparece como larŭa con connotaciones de horror y voracidad.

 

Linneo, en 1746, reutilizó el vocablo larva en latín científico para designar la fase juvenil de insectos, aludiendo a su forma "enmascarada" o irreconocible respecto al adulto, lo que marca un cambio semántico desde lo espectral hacia lo biológico.

 

La larva es una “máscara” de lo que el organismo será más tarde. Allí está el puente semántico.

 

En el cuento de Julio Cortázar, el protagonista/narrador proyecta en los axolot una condición de vida suspendida, ambigua, liminar, casi espectral. El animal posee un cuerpo que parece “máscara” de una identidad más profunda, y que al mismo tiempo tiene una cualidad fantasmal: ojos inmóviles, rostro fijo, un “ser” que mira desde detrás de una forma.

 

Cuando Cortázar dice: “La palabra ‘larva’ significa ‘máscara’ y también ‘fantasma’”, está subrayando tres niveles:

Etimológico: es cierto; eso significaba en latín.

Zoológico: la larva como grado biológico que “oculta” la forma final.

Simbólico: el axolote como ser enmascarado, entre vida y muerte, entre ser y no-ser, como el propio narrador que se transfiere a él y queda atrapado en un estado espectral.

De modo que Cortázar emplea la etimología con total legitimidad y la convierte en una clave interpretativa del cuento: la metamorfosis imposible del axolote —y la metamorfosis fantástica del narrador— se leen como experiencias de desdoblamiento, posesión y enmascaramiento.

 

El concepto polisémico de "larva" puede relacionarse con la teoría lacaniana del estadio del espejo a través de la idea de transformación y enmascaramiento de la identidad. En Lacan, el estadio del espejo marca el momento en que el niño reconoce su imagen unificada y diferenciada en el espejo, pero esta imagen es una especie de máscara o forma ideal que oculta la fragmentación real del cuerpo experimentado. De manera análoga, la "larva", en su sentido original de máscara o espíritu oculto, representa un estado intermedio en el que la identidad está aún en proceso de formación y metamorfosis. Así, la larva simboliza una fase en la que la forma visible aún no corresponde a la identidad final, evocando la experiencia lacaniana de la alienación y la construcción del yo como una imagen que disfraza lo inestable o incompleto del sujeto. Esta conexión destaca cómo la larva, con su doble sentido, hace eco tanto del proceso biológico de cambio como del proceso psíquico por el cual el sujeto se constituye a través de la imagen especular.

 

En el marco de la teoría lacaniana del estadio del espejo, la palabra “larva” —con su polisemia de máscara y fantasma— ilumina la condición del sujeto antes de la asunción imaginaria del yo. Antes de reconocerse en la imagen especular, el infans es, para Lacan, un cuerpo vivido como fragmentado, sin unidad ni consistencia propia; es, en cierto sentido, un fantasma de sí mismo, un ser aún sin forma estabilizada. La captura por la imagen del espejo funciona entonces como una máscara: una figura unificadora que otorga al niño la ilusión de totalidad y agencia, pero que al mismo tiempo encubre —como toda larva— la verdad más discontinua y pulsional del cuerpo. El yo, producto de esa identificación imaginaria, no es tanto una esencia como una forma larvaria, una “máscara” necesaria pero ficticia que organiza la experiencia, al precio de alienar al sujeto en una imagen que siempre le será ajena y en la que quedará, por estructura, apresado como un fantasma.