En su cuento Axolotl,
Julio Cortázar escribe:
Los axolotl eran como testigos de algo, y a veces como horribles jueces. Me sentía innoble frente a ellos, había una pureza tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir máscara y también fantasma.
Cortázar no se inventa esas acepciones: su afirmación, desde el punto de vista etimológico, es correcta y, además, muy sugerente. La palabra larva procede del latín larva, que significa literalmente “fantasma”, “espectro”, “espanto”, y también “máscara” —sobre todo la máscara grotesca o temible usada en el teatro romano.
En latín clásico
larva = espíritu maligno, aparición espectral.
larvae = máscaras, especialmente las usadas en tragedias o en la comedia.
La palabra latina larva se refería a entidades sobrenaturales, como los espíritus de difuntos que
perseguían a los vivos o máscaras teatrales. Este término tiene raíces
etruscas, posiblemente vinculadas a las lares, divinidades domésticas
protectoras derivadas de espíritus ancestrales, y en autores como Plauto (siglo
III-II a. C.) aparece como larŭa con connotaciones de horror y
voracidad.
Linneo, en 1746, reutilizó el
vocablo larva en latín científico para designar la fase juvenil de
insectos, aludiendo a su forma "enmascarada" o irreconocible respecto
al adulto, lo que marca un cambio semántico desde lo espectral hacia lo
biológico.
La larva es una “máscara” de lo
que el organismo será más tarde. Allí está el puente semántico.
En el cuento de Julio Cortázar, el
protagonista/narrador proyecta en los axolot una condición de vida suspendida,
ambigua, liminar, casi espectral. El animal posee un cuerpo que parece
“máscara” de una identidad más profunda, y que al mismo tiempo tiene una
cualidad fantasmal: ojos inmóviles, rostro fijo, un “ser” que mira desde detrás
de una forma.
Cuando Cortázar dice: “La palabra ‘larva’ significa ‘máscara’ y también ‘fantasma’”, está subrayando tres niveles:
Etimológico: es cierto; eso significaba en latín.
Zoológico: la larva como grado biológico que “oculta” la forma final.
Simbólico: el axolote como ser enmascarado, entre vida y muerte, entre ser y no-ser, como el propio narrador que se transfiere a él y queda atrapado en un estado espectral.
De modo que Cortázar emplea la etimología con total legitimidad y la convierte en una clave interpretativa del cuento: la metamorfosis imposible del axolote —y la metamorfosis fantástica del narrador— se leen como experiencias de desdoblamiento, posesión y enmascaramiento.
El concepto polisémico de
"larva" puede relacionarse con la teoría lacaniana del estadio del
espejo a través de la idea de transformación y enmascaramiento de la identidad.
En Lacan, el estadio del espejo marca el momento en que el niño reconoce su
imagen unificada y diferenciada en el espejo, pero esta imagen es una especie
de máscara o forma ideal que oculta la fragmentación real del cuerpo
experimentado. De manera análoga, la "larva", en su sentido original
de máscara o espíritu oculto, representa un estado intermedio en el que la
identidad está aún en proceso de formación y metamorfosis. Así, la larva
simboliza una fase en la que la forma visible aún no corresponde a la identidad
final, evocando la experiencia lacaniana de la alienación y la construcción del
yo como una imagen que disfraza lo inestable o incompleto del sujeto. Esta
conexión destaca cómo la larva, con su doble sentido, hace eco tanto del
proceso biológico de cambio como del proceso psíquico por el cual el sujeto se
constituye a través de la imagen especular.
En el marco de la teoría
lacaniana del estadio del espejo, la palabra “larva” —con su polisemia de
máscara y fantasma— ilumina la condición del sujeto antes de la asunción
imaginaria del yo. Antes de reconocerse en la imagen especular, el infans es,
para Lacan, un cuerpo vivido como fragmentado, sin unidad ni consistencia
propia; es, en cierto sentido, un fantasma de sí mismo, un ser aún sin forma
estabilizada. La captura por la imagen del espejo funciona entonces como una
máscara: una figura unificadora que otorga al niño la ilusión de totalidad y
agencia, pero que al mismo tiempo encubre —como toda larva— la verdad más
discontinua y pulsional del cuerpo. El yo, producto de esa identificación
imaginaria, no es tanto una esencia como una forma larvaria, una “máscara”
necesaria pero ficticia que organiza la experiencia, al precio de alienar al
sujeto en una imagen que siempre le será ajena y en la que quedará, por
estructura, apresado como un fantasma.