Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

viernes, 5 de diciembre de 2025

El yo larvario

 

En su cuento Axolotl, Julio Cortázar escribe:

Los axolotl eran como testigos de algo, y a veces como horribles jueces. Me sentía innoble frente a ellos, había una pureza tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir máscara y también fantasma.

Cortázar no se inventa esas acepciones: su afirmación, desde el punto de vista etimológico, es correcta y, además, muy sugerente. La palabra larva procede del latín larva, que significa literalmente “fantasma”, “espectro”, “espanto”, y también “máscara” —sobre todo la máscara grotesca o temible usada en el teatro romano.

 

En latín clásico

larva = espíritu maligno, aparición espectral.

larvae = máscaras, especialmente las usadas en tragedias o en la comedia.

La palabra latina larva se refería a entidades sobrenaturales, como los espíritus de difuntos que perseguían a los vivos o máscaras teatrales. Este término tiene raíces etruscas, posiblemente vinculadas a las lares, divinidades domésticas protectoras derivadas de espíritus ancestrales, y en autores como Plauto (siglo III-II a. C.) aparece como larŭa con connotaciones de horror y voracidad.

 

Linneo, en 1746, reutilizó el vocablo larva en latín científico para designar la fase juvenil de insectos, aludiendo a su forma "enmascarada" o irreconocible respecto al adulto, lo que marca un cambio semántico desde lo espectral hacia lo biológico.

 

La larva es una “máscara” de lo que el organismo será más tarde. Allí está el puente semántico.

 

En el cuento de Julio Cortázar, el protagonista/narrador proyecta en los axolot una condición de vida suspendida, ambigua, liminar, casi espectral. El animal posee un cuerpo que parece “máscara” de una identidad más profunda, y que al mismo tiempo tiene una cualidad fantasmal: ojos inmóviles, rostro fijo, un “ser” que mira desde detrás de una forma.

 

Cuando Cortázar dice: “La palabra ‘larva’ significa ‘máscara’ y también ‘fantasma’”, está subrayando tres niveles:

Etimológico: es cierto; eso significaba en latín.

Zoológico: la larva como grado biológico que “oculta” la forma final.

Simbólico: el axolote como ser enmascarado, entre vida y muerte, entre ser y no-ser, como el propio narrador que se transfiere a él y queda atrapado en un estado espectral.

De modo que Cortázar emplea la etimología con total legitimidad y la convierte en una clave interpretativa del cuento: la metamorfosis imposible del axolote —y la metamorfosis fantástica del narrador— se leen como experiencias de desdoblamiento, posesión y enmascaramiento.

 

El concepto polisémico de "larva" puede relacionarse con la teoría lacaniana del estadio del espejo a través de la idea de transformación y enmascaramiento de la identidad. En Lacan, el estadio del espejo marca el momento en que el niño reconoce su imagen unificada y diferenciada en el espejo, pero esta imagen es una especie de máscara o forma ideal que oculta la fragmentación real del cuerpo experimentado. De manera análoga, la "larva", en su sentido original de máscara o espíritu oculto, representa un estado intermedio en el que la identidad está aún en proceso de formación y metamorfosis. Así, la larva simboliza una fase en la que la forma visible aún no corresponde a la identidad final, evocando la experiencia lacaniana de la alienación y la construcción del yo como una imagen que disfraza lo inestable o incompleto del sujeto. Esta conexión destaca cómo la larva, con su doble sentido, hace eco tanto del proceso biológico de cambio como del proceso psíquico por el cual el sujeto se constituye a través de la imagen especular.

 

En el marco de la teoría lacaniana del estadio del espejo, la palabra “larva” —con su polisemia de máscara y fantasma— ilumina la condición del sujeto antes de la asunción imaginaria del yo. Antes de reconocerse en la imagen especular, el infans es, para Lacan, un cuerpo vivido como fragmentado, sin unidad ni consistencia propia; es, en cierto sentido, un fantasma de sí mismo, un ser aún sin forma estabilizada. La captura por la imagen del espejo funciona entonces como una máscara: una figura unificadora que otorga al niño la ilusión de totalidad y agencia, pero que al mismo tiempo encubre —como toda larva— la verdad más discontinua y pulsional del cuerpo. El yo, producto de esa identificación imaginaria, no es tanto una esencia como una forma larvaria, una “máscara” necesaria pero ficticia que organiza la experiencia, al precio de alienar al sujeto en una imagen que siempre le será ajena y en la que quedará, por estructura, apresado como un fantasma.