Seguramente gracias a un espíritu heroico, aún quedan algunos que no sucumben ante los embates de la peste de pesimismo delirante que cunde por estas tierras. Se trata de personajes dignos de admiración porque, a pesar de todo, siguen siendo capaces de encontrarle el lado positivo a las cosas. Por ejemplo, ¿quién, al menos durante los últimos días, se ha dedicado a tratar de convencer a todo aquel que quiera escucharlo de que son positivos los resultados del más reciente examen de colocación que presentaron los aspirantes a ocupar una plaza de profesor en las escuelas públicas del país? Nada menos que el titular de la Secretaría de Educación Pública, Alonso Lujambio, quien ha argumentado que resulta irrelevante que únicamente una cuarta parte del total de los que presentaron la prueba haya logrado obtener la calificación de “aceptable”; según el novel funcionario, lo verdaderamente importante es que el Examen Nacional de Conocimientos y Habilidades Docentes permitió seleccionar a los mejores. Desde su perspectiva, pues, es lo de menos que, de un universo de 123 mil 856 examinados, el 71% requiera “nivelación” y el 4% se quede en “no aceptable”. Desafortunadamente, uno que no tiene la fuerza del héroe sí se preocupa por minucias, como por ejemplo de que entre los 5 mil 29 candidatos “no aceptados”, haya 3 mil 552 que han dado clases durante los últimos 10 años.
Cuestionado por la periodista Carmen Aristegui sobre la postura que asumiría la dependencia a su cargo frente a la andanada de críticas que los libros de texto gratuito de primaria han motivado, Lujambio se dijo abierto e incluso interesado en escuchar las opiniones negativas. Porque nunca faltan los criticones; Olac Fuentes Olinar, especialista en materia de educación pública, en el mismo espacio radiofónico había externado una serie de reclamos en torno a la forma en la que, al inicio del presente ciclo escolar, se ha concretado la llamada Reforma Integral de la Educación Básica. Por ejemplo, señaló la gravedad de que los niños y niñas de primero y sexto grado no hubieran sido dotados de los correspondientes libros de Matemáticas, ya que las autoridades optaron por sólo entregarles los cuadernos de trabajo, dada la considerable cantidad de “errores básicos” que tenían aquéllos. En contra parte, y en algo que terminó más bien en franco pitorreo, Olac Fuentes y Aristegui subrayaron el absurdo de que se repartieran libros de texto de Educación Física, una materia para la cual los chamacos disponen de sólo una hora a la semana, y en la que los legos como uno supondrían que con echar brincos y pelotazos la asignatura estaría aceptablemente cubierta. Pero muy probablemente los libros de texto que más han llamado la atención de los que parecen disfrutar encontrándole la cara oscura a la realidad, maldicientes consuetudinarios, son los de Historia. Y es que abundan los que gozan pegando gritos al cielo por pequeños detalles; un botoncito de muestra, que la Conquista y la Colonia hayan sido excluidas de los libros de historia de México. Al respecto, y ya en una demostración de magnánima tolerancia, el secretario de Educación Pública respondió a la Aristegui que en un momento dado estaría dispuesto a enmendar los dichosos contenidos que tanto alboroto y bulla han causado, e incluso a repartir adendas entre el alumnado… Después de todo, dijo, cualquier libro es perfectible: “Ninguno está escrito con sangre ni por dios: somos los hombres los que discutimos el modo en que nos vamos a educar”.
La primera figura, y espero que eso sea, ésa de escribir libros de texto con sangre, escapa mi limitada capacidad de decodificar la acrisolada poética que quizá hoy sea moneda corriente en la alta burocracia nacional; apenas atisbo un referente en aquella sabia consigna pedagógica de que la letra con sangre entra, pero quién sabe. En cabio la otra, la posibilidad de un libro de texto escrito por dios, ésa sí que me resulta sinceramente perturbadora. Y por favor, no me prejuzgues, hipotético lector, no voy a proferir aquí anacrónicos llamados al carácter laico de la educación pública en México. No, más bien, y considerando el punto más álgido de la crítica, los libros de historia, me azora imaginar la perspectiva de un discurso historiográfico redactado directamente por dios.
Pienso que Roland Barthes acertó al afirmar que, al menos en Occidente, escribir historia es un “proceso de significación” por medio del cual se “intenta siempre ‘llenar’ el sentido de la Historia”. En otras palabras, que la historia propiamente dicha no existe sino hasta que se escribe…, a menos, claro, a menos que el historiador sea dios mismo, omnisapiente por definición. En ese caso, entonces el discurso histórico no se conjugaría en pasado, sería un texto imposible e infinito monopolizado por el gerundio; en ese caso, Isaac Bashevis Singer tendría razón: Life is God's novel. Let him write it.
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