Ni coordinados lo hubieran hecho mejor: autoridades y medios de comunicación consiguieron que, durante unas tres semanas, el extraño caso de la niña Paulette Gebara Farah se convirtiera en una especie de juego de Clue masivo: frente al televisor, un monstruo de miles y miles de cabezas, de cientos de millares de ojos expectantes, fue recabando pistas entre corte y corte comercial, tomando declaraciones, elucubrando posibles e imposibles respuestas al misterio, catando las actitudes de los involucrados, sugiriendo líneas de investigación y avispadas estrategias, juzgando, metiéndose en los zapatos de los personajes... Según sus progenitores, la niña desapareció de su habitación entre la noche del 22 y la mañana del 23 de marzo. Las conjeturas comenzaron a difundirse por la mediósfera y en las salas y las cocinas de las familias mexicanas que se conectan diariamente al mundo por medio del Canal de las Estrellas: ¿y si la secuestraron las criadas?, ¿y si la chavita se salió y el policía de la entrada no la vio porque estaba jetón?, ¿y si la abdujeron? Los días se fueron sucediendo y el asunto ya comenzaba a acercase peligrosamente a la historia consabida, al aburrimiento: ocurrió un delito, seguirá la impunidad, fin de la narración y a la que sigue… Pero de pronto, cuando el jueguito comenzaba a perder emoción, la tragedia avivó el interés del respetable: el 31 de marzo encontraron el cadáver de Paulette, pero no en un lote baldío o en la cajuela de un auto robado, sino debajo de su propia cama. La audiencia ahora sí se volcó verdaderamente apasionada en el enigma: ¡horror! ¡Pobre angelito! Los decapitados, las víctimas colaterales, los levantados y ajusticiados pasaron a un muy distante segundo plano. Las madres mexicanas, que son muy madres, levantaron la voz: ¡esa mujer es una desalmada, mírenla cómo no le llora a su propia hija! Los pobres, que somos todos, mostraron ahora sí conciencia de clase: ¡ahora nomás falta que le echen la culpa a las nanas!, claro, como son humildes y no tienen palancas... En pocos días, el asunto estaba ya juzgado para las mayorías, e incluso el público comenzó a sentenciar a los profesionales de la noticia y del comentario que no pensaran lo mismo... Total, que cuando la situación comenzaba a desbordarse, la autoridad competente salió a dar la cara en la única palestra que sí importa, la tele: el 5 de abril, el procurador del Estado de México, Alberto Bazbaz, en entrevista con Carlos Loret de Mola, declaró que era hora de que el juego de tele-detectives finalizara: “Terminar con las hipótesis, sospechas, especulaciones, terminar con eso”. ¿Y ahora? ¡Cómo!, ¿si todo el mundo ya era experto en el tema y las autoridades no daban pie con bola? ¿Quién cerraría la partida? ¿La policía? Tampoco: el hombre y sus débiles instituciones aceptaban su pequeñez: “No podemos acusar ni declarar inocente a nadie..., porque ni siquiera tenemos elementos suficientes para sostenerlo”, confesó Bazbaz. ¿Entonces, de plano se iba a oficializar que la incógnita era irresoluble? Por supuesto que no, el funcionario, a falta de Gran Hermano, sin línea directa con ninguna divinidad omnisapiente, apeló a la superioridad última de la civilización moderna: “Lo que requerimos ahora es mucha más ciencia...”, sentenció. A jugar al Sherlock Holmes y al Hércules Poirot a otra parte, ¡abran cancha que ahí les vienen los CSI!
Un siglo antes de que el procurador del Estado de México hiciera responsable a la ciencia de resolver el caso Paulette, la pluma del sociólogo norteamericano de origen noruego Thorstein Veblen (1857-1929) apuntó: “En cualquier cuestión importante acerca de la cual haya que pronunciarse de una vez por todas, se acaba por apelar, de común acuerdo, al científico. La solución ofrecida a nombre de la ciencia es decisiva, siempre y cuando que no sea desechada por una investigación científica aún más minuciosa”. Y sí, al método científico se encomendó el esclarecimiento del caso Paulette. ¿Podrá hacerlo? Ha pasado ya más de un mes y todavía no se ha informado nada. Quizá simplemente los días se sucedan uno a uno y el olvido termine por difuminar todo. Pero incluso si una noche de estas en el noticiero estelar nos enteramos de que, científicamente, se llegó a una conclusión, ¿saciará ésta la sed de respuesta de la masa-audiencia? Me temo que no, y de nuevo me apoyo en la inteligencia de Veblen: “la búsqueda científica, junto con la herencia salvaje, es innata en el hombre civilizado, ya que dicha búsqueda procede de acuerdo con el mismo motivo general, la curiosidad ociosa, que guiaba a los creadores salvajes de mitos… La antigua predilección humana por descubrir un juego dramático de pasión e intriga en los fenómenos continúa imponiéndose”. Lo que subyace al Clue a distancia y multitudinario en que se convirtió el caso Paulette, más que la necesidad de saber qué pasó, es la urgencia de entender. El idólatra moderno no quiere información, pide a gritos sentido.
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