Lo último que uno sabe es por dónde empezar, afirmó Blaise Pascal. De él mismo, se dice que terminó rogando: Que Dios nunca me abandone…, sus últimas palabras. Nueve años antes de morir había escrito que la vida de un hombre es miserablemente corta, opinión con la cual usted podrá estar o no de acuerdo, dependiendo del hombre del que estemos hablando, porque en algunos casos, para qué negarlo, más bien nos vemos tentados a preguntarnos por qué diablos no ha fenecido ya tal o cual personaje. Pero con Pascal la sentencia sin duda aplica: míseramente breve fue su paso por este mundo. Nació en Clermont-Ferrand, Auvernia, Francia, el 19 de junio de 1623, y falleció en París el 19 de agosto de 1662. No había cumplido pues cuarenta años de edad…, lo cual significa que, según él mismo, ni siquiera sumó veinte años de vida como hombre: yo no contaría más que a partir del nacimiento de la razón, a partir del momento en el que la razón nos sacude, lo cual no suele suceder antes de los veinte años. Antes se es niño. Y un infante no es un hombre. Ciertamente, un juicio que hoy resulta políticamente incorrecto; con todo, si tuviera que debatir el dictamen, no atacaría por tal flanco al francés, sino más bien por lo evidentemente paradójico que resulta que haya sido precisamente él, Pascal, quien lo hubiese facturado, un cuate que a los once años en lugar de escarbarse la nariz se dedicó a escribir un tratado sobre el sonido que los cuerpos en vibración producen, un teenager que además de exprimirse los barros a los 16 se daba tiempo y tenía cráneo para redactar tratados de geometría euclidiana... Pero no, ¡cómo animarse a contradecir al gran Blaise Pascal!, un genio de la talla de portentos como Aristóteles, Avicena, Da Vinci, Leibniz, Descartes, Newton... y no muchos más, polímatas, gente que dejó legado a la Humanidad en muchos campos del saber.
Pascal no sólo dejó huella en la geometría –la línea Pascal y el triángulo aritmético, por ejemplo–, no sólo debe ser considerado pionero en el cálculo probabilístico, no sólo revolucionó la Física con su conceptualización del vacío, no sólo se erige como el creador de un parteaguas en la evolución de las máquinas de pensar –dinastía de aparatejos que se remonta al ábaco y en la que hoy se encuentra todo el equipo de cómputo– por ser el inventor de la primera sumadora mecánica de la historia, la pascalina, sino que también su quehacer como filósofo y teólogo lo ubican como un protagonista del pensamiento occidental. De este monstruo, el FCE acaba de publicar Discurso acerca de las pasiones del amor y otros opúsculos (2010), un pequeño librito con cuatro grandes textos, el que le da título al volumen y “Acerca de la conversión del pecador”, “Oración para pedirle a Dios el buen uso de las enfermedades” y “Tres discursos acerca de la condición de los grandes”.
Pascal sostiene que el ser humano está aquí para pensar, y que ni un momento deja de hacerlo. Traemos al hámster corriendo en la azotea, pero no precisamente para reflexionar en torno a pensamientos puros: la Verdad, el Destino, Dios, el Infinito... y demás asuntos de inmenso alcance no son lo que nos aceleran las neuronas. ¿Entonces? Harto más mundano es el interés del hombre: quiere acción, le son necesarias pasiones que lo agiten y lo hagan sentir... ¿Y cuáles? El buen Blaise responde: las pasiones más propias del hombre, origen de muchas otras, son el amor y la ambición... Sorprendente binomio. Digo, ¿la ambición a la misma altura que el amor? El planteamiento resulta perfectamente adecuado para un señor acostumbrado a pensar en términos matemáticos: echado fuera de sí, los hombres o se entregan con impulso amoroso, o buscan jalar todo para sí con afán ambicioso. Pascal no moraliza. Si bien el galo sostiene que amor y ambición se debilitan recíprocamente, no tilda a aquel de excelso y bueno, y a ésta de aborrecible y perversa; ambas son fuente de placer. Según él, en ambas pasiones, amor y ambición, se encuentra el estado más feliz que puede alcanzar la naturaleza humana. No podía ser de otra manera, porque en ambos casos el fin perseguido es el mismo: la belleza. Para el amor la edad no importa, dice Pascal, a quien la vida solamente le alcanzó para ser niño y joven. Sin embargo, no todos, no todas, pueden amar igual: cuanto más espíritu se tenga, más grande serán las pasiones. Y la diferencia no es sólo cosa de tamaño: la claridad del espíritu también implica la claridad de la pasión... Las grandes almas, pues, aman más y mejor, y además se tiran a un círculo virtuoso: el amor nos da más espíritu, aunque siempre lo colma. Por eso, el clavado sólo puede ser de cabeza, a lo bruto: no puede haber pasión sin exceso.
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