Jerome Kagan (Newark, New Jersey; 1929) es un destacado psicólogo norteamericano. Profesor emérito de Harvard University, es considerado pionero de la llamada psicología del desarrollo. Aparece en el sitio 22 en el listado de los psicólogos más eminentes del siglo XX elaborado entre 1,725 miembros de la American Psychological Society –el ranking lo encabezan Skinner, seguido por Jean Piaget y el mismísimo Sigmund Freud–. Kagan, un científico acostumbrado a indagar tramos de verdad por medio de la acumulación y análisis de datos duros, establece que uno de los obstáculos, al parecer insalvable, para comprender los diversos estados de la psique humana es que quienes los atestiguan o incluso quienes los experimentan para comunicarlos a los estudiosos tienen que recurrir al lenguaje, y ahí es donde cualquiera se topa con pared, pues “resulta problemático confiar en las palabras para una imagen exacta de la realidad”. Y para explicar el planteamiento, toma palabras prestadas de una literata, Virgina Woolf:
Las palabras […] son la más salvaje, libre, la más irresponsable, la más inenseñable de todas las cosas […] son altamente sensibles, y fácilmente se incomodan […] odian ser útiles, odian hacer dinero […] odian cualquier cosa que les estampe un significado o las confine a una actitud, pues su naturaleza es cambiar.
Después de algunos googlazos afortunados, encuentro que la cita proviene de un pequeño ensayo de 1927, “Gajes del oficio” –el cual puede leerse en La muerte de la polilla y otros ensayos, de Virginia Woolf. Buenos Aires, La Bestia Equilátera, 2012). Sobre las palabras, la Woolf también dice:
Intentar establecer alguna clase de ley para estas vagabundas incorregibles es peor que inútil. El único límite que podemos ponerles son unas pocas e insignificantes reglas gramaticales y ortográficas. Lo único que podemos decir de ellas […] es que al parecer les gusta que la gente piense y sienta antes de emplearlas; pero que piense y sienta no respecto de ellas, sino de alguna otra cosa diferente. Son extremadamente sensibles y se ofenden con suma facilidad. O les gusta que se discuta su pureza o su impureza. […] Las palabras también son extremadamente democráticas; creen que cualquier palabra es igual de buena que otra, que las palabras incultas son tan buenas como las cultas y las no educadas como las educadas […] Tampoco les gusta que las levanten con la punta de la pluma y las examinen por separado.
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