Contra
advertencia
Si no has
visto la más
reciente película de Alfonso Cuarón (Ciudad de México, 1961), no te
preocupes que no contaré nada más allá de lo que puede verse en el tráiler. Ve
a verla pronto, que es una experiencia que precisa la gran pantalla —por
cierto, a ver si en esta ocasión Lubezki (México, 1964) ahora sí se lleva el
Óscar; la cinematografía es extraordinaria—.
Gravity me trajo a la memoria un relato escrito en los albores del
siglo XX por un muchacho británico. El texto puede leerse en una curiosa antología
preparada por Javier Marías, Cuentos
únicos (Siruela, 1995), en la cual el novelista español incluye una serie
de plumas inglesas, ignotas la mayoría de ellas. Por supuesto, no es el caso
del autor de la narración que Gravity
me hizo recordar, un hombre que desempeñó un rol protagónico, decisivo, en la
historia contemporánea, y a quien seguramente en la actualidad muy poca gente
evoca como escritor, a pesar de haber sido galardonado con el Premio Nobel de
Literatura (1953).
En los últimos
días de 1899, Winston Leonard Spencer Churchill (1874-1965) cubría la Guerra de
los Bóers. Tenía apenas 25 años de edad, pero de ninguna manera podría decirse
que fuera un novato: ya había reporteado desde Cuba algunas acciones bélicas ocurridas
entre la moribunda España colonialista y las fuerzas independentistas isleñas
apoyadas por Estados Unidos, y publicado sendos libros —The Story of the Malakand Field Force
(1898) y The River War (1899)— acerca de dos conflictos
armados en los cuales él mismo había participado como miembro del ejército
inglés, la rebelión pastún en el noroeste de la India y la campaña punitiva en
contra de la revuleta Mahdist en Sudán. Los
informes que Churchill enviaba desde Sudáfrica eran leídos con avidez en las
páginas de The Morning Post, sobre
todo después de que, luego de haber sido apresado por los bóers se fugó en
Pretoria para vivir una aventura solitaria: seis días rocambolescos de escape,
durante los cuales recorrió alrededor de 500 kilómetros para ir a encontrar
refugio en Lourenço Marques, hoy Maputu, capital de Mozambique. Narra quien
años más tarde fuera Primer Ministro de Inglaterra: “La noche del 12 de
diciembre, aprovechando un descuido de los centinelas, salté por la vallas de
mi prisión, atravesé algunas calles de la ciudad cruzándome con algunas gentes
que no pusieron en mí atención, y me encaminé hacia la estación del ferrocarril
de Delagoa… A las once de la noche salió un tren de mercancía de Pretoria y,
cuando aún llevaba poca velocidad, salté a una de las plataformas y me escondí
entre unos sacos de carbón… Antes del amanecer, salté del tren y pasé el día
escondido en un bosque en compañía de un enorme buitre…; muchas veces, en mi
marcha nocturna, di con arroyos y barrancos, salvándome sólo por la lentitud y
precaución con que caminaba…; así continué cinco días, ocultándome al amanecer
y volviendo a emprender mi peregrinación cerrada la noche. Mi alimento durante
todo este tiempo fue solamente chocolate”.
Quizá
en algo se relacione esta experiencia con el cuento que el joven Winston
publicaría por aquellos años, “Man
Overboard”. A la máxima velocidad que la fuerza del vapor le permite, una embarcación
recorre el Mar Rojo. Aunque las nubes ocultan la luna, la noche es clara,
serena. A bordo, una animada celebración. Un hombre sale a cubierta en busca de
aire fresco y decide fumar. “Apoyó la espalda contra la barandilla y lanzó una
bocanada de humo al aire reflexivamente”. Entre el escándalo de la fiesta, alcanza
a escuchar un piano y el inicio de un alegre cantar colectivo. “Se disponía a
acompañar el estribillo, cuando la barandilla, que había quedado mal sujeta,
cedió de pronto con un chasquido y él cayó de espaldas a la templada agua del
mar en medio de una ruidosa zambullida”. El infortunado reacciona y comienza a
bracear y patalear desesperadamente, mientras va tomando conciencia de su
situación atroz: “incluso antes de salir a la superficie” grita pidiendo
auxilio. Claro, nadie lo va a escuchar. Palabra a palabra, frase tras frase, el
relato se va tornando terrorífico: el barco se aleja, los cantos y la música
van perdiéndose en el silencio nocturno, las luces rápidamente se convierten en
un punto único que termina por tragarse el horizonte oscuro. El hombre está en
medio del mar, infinitamente solo, y momento a momento el miedo se erige en
certeza…
El tráiler de Gravity muestra un escenario de una magnificencia planetaria, que
en rapidísima sucesión de acontecimientos plantea una situación espantosa: en off una voz informa que la nave
espacial, el Explorer, ha sido
impactada, una marabunta de bólidos golpean por todas partes la estructura y
una astronauta que se encontraba fuera de la nave, la doctora Stone (Sandra
Bullock), sale disparada a la inmensidad del espacio… Está absolutamente sola,
sin referencia alguna, dando vueltas y vueltas en la infinitud: “I'm drifting / estoy a la deriva”, se
lamenta Stone, una pobre piedra rodante.
El infausto personaje del cuento de
sir Winston Churchill optará por dejarse morir, engullido por el mar, pero el
instinto de sobrevivencia lo traiciona. Sin embargo, poco después a unos metros
de él aparecerá una aleta, que poco a poco se irá acercando. “Su última súplica
había sido escuchada”, concluye la narración.
De
la doctora Stone no te cuento más. De la infinitud en que te encuentras,
tampoco.
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