Nació en Veracruz y aprendió a hablar en español. Durante años estudió latín y en latín, hasta domeñarlo como su segunda lengua. Simultáneamente aprendió náhuatl. Leía y podía entender hebreo, griego, francés, inglés y portugués. Polígloto, luego de haber sido desterrado a la mala, llegó a Bolonia. Claro, haría suyo el italiano; en él escribiría su Historia de California, y para la primera edición de la obra él mismo traduciría a dicho idioma su Historia Antigua de México -además, con otros jesuitas realizó sendas versiones del Padre Nuestro en trece lenguas indígenas-.
En 1780, el mismo año que la Real Academia Española publica en Madrid la primera edición de suDiccionario, en Cesena, Gregorio Biasini publicó Storia Antica del Messico. No se equivoca Antonio Gómez Robledo al apuntar que Francisco Xavier Clavigero tuvo dos razones para escribir su libro, una profunda y otra circunstancial: la primera, “por el amor a México”, y la segunda, para, en respuesta a Recherches philosophiques sur les Américains (Berlín, 1768) de Cornelis de Pauw, “reivindicar la verdad y de paso propinarle a aquel majadero su merecido”. De Pauw (1739-1799), quien a pesar de que jamás había salido de Europa era considerado un gran conocedor del Nuevo Mundo, pensaba, dicho en corto, que todo lo que había o hubiera del otro lado del Atlántico era y sería inferior y degradado: El nativo americano… no es ni virtuoso ni vicioso. ¿Qué motivación tendría? La timidez de su alma, la debilidad de su intelecto, la necesidad de subsistir, los poderes de la superstición, las influencias del clima, todo lo mantiene muy alejado de cualquier posibilidad de mejora; […] su felicidad es no pensar, permanecer en la inacción perfecta, dormir mucho y desear nada después de aplacar su hambre… Y se trataba de una situación era irresoluble; peor incluso, porque los europeos que pasan a la América se degeneran, como ocurre con los animales […]. De Pauw sostenía que los criollos, aunque descienden de europeos por haber nacido en América, aunque hayan sido educados en las universidades de México, de Lima y el Colegio de Santa Fe, nunca han producido un solo libro. Con estupideces de esta calaña De Pauw documentó su incontinencia, no es necesario traer más a cuento; basta decir que mientras redactaba su libro, Clavigero estuvo en el ánimo de reivindicar a su tierra y a sus paisano frente a los prejuicios que cundían en Europa. Así, dedicó un apartado especial para describir la forma de ser de los mexicanos. ¿Y quiénes eran?
Recordemos lo obvio: Clavigero escribe un discurso historiográfico de México… Recordemos también que él, veracruzano hijo de español y criolla, se presenta a sí mismo como “un mexicano”. Sin embargo, en el capítulo Carácter de los mexicanos y de las otras naciones de Anáhuac el jesuita no se refiere a la población de la Nueva España -indígenas, españoles, criollos, mestizos, negros y una plétora de combinaciones-, no, en su libro los mexicanos son los mexicas, el pueblo que perdió la guerra contra Cortés y sus aliados indígenas, los aztecas, y sólo por extensión el resto de los pueblos precortesianos: “Las naciones que ocuparon la tierra de Anáhuac antes de los españoles, aunque diferentes en idioma y en algunas costumbres, no lo eran en carácter. Los mexicanos tenían las mismas cualidades físicas y morales, la misma índole y las mismas inclinaciones que los acolhuis (sic), los tepenacas, los tlaxcaltecas y otros pueblos…; de modo que lo que vamos a decir de los unos, debe igualmente entenderse de los otros.”
El autodenominado mexicano Francisco Xavier Clavigero escribe en las postrimerías del siglo XVIII un “retrato moral” de los mexicanos, de los que estuvieron en el Anáhuac “antes de los españoles”, y presenta una estampa no sólo de los indios del pasado, sino también de sus propios contemporáneos: “Lo que voy a decir se funda en un estudio… de la historia de aquellas naciones, en un trato íntimo de muchos años con ellas, y en las más atentas observaciones de su actual condición, hechas por mí y por otras personas imparciales”. Clavigero se reitera “compatriota” de estos mexicanos, pero se asume distinto a “aquellas gentes”: “No hay motivo alguno que pueda inclinarme en favor o en contra de aquellas gentes. Ni las relaciones de compatriota me inducirán a lisonjearlos; ni el amor a la nación a que pertenezco, ni el celo por el honor de sus individuos, son capaces de empeñarme en denigrarlos: así que diré… lo bueno y lo malo que en ellos he conocido”. Ellos, los indios mexicanos, y él, el mexicano criollo, integran una misma nación. Clavigero trama una historia en la cual establece continuidad entre los mexicanos del imperio azteca y los mexicanos variopintos de su tiempo, los nahuas y por extensión el resto de las etnias, pero también los mestizos, los criollos y demás gentes que habitan la Nueva España. La amalgama de la poderosa abstracción es la territorialidad. “Hacia 1760 los jesuitas jóvenes de la Nueva España le perdieron el cariño y el respeto a la vieja España y le cobraron amor e interés a México. Dejan de sentirse vástagos de una raza y comienzan a considerarse hijos de una tierra… -explica don Luis González y González-. Les niegan el título de padres y hermanos a los descoloridos españoles y se lo dan a los oscuros nahuas. Se dicen descendientes del imperio azteca y proclaman con orgullo su parentesco con los indios”. Los primeros mexicanos no son los antiguos mexicanos.
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