Benítez enseñó el colmillo literario desde sus primeros libros. En 1950, el Fondo de Cultura Económica publica La ruta de Hernán Cortés, acompañado de ilustraciones de Alberto Beltrán —el Fondo no ha dejado de comercializarlo, y lleva ya trece reimpresiones de su edición de bolsillo, el número 56 de la Colección Popular: hablamos de un título vivo en librerías desde hace más de sesenta años–. En este libro Benítez logra una feliz miscelánea textual: combina una narración historiográfica a propósito del camino que siguió Hernán Cortés para llegar a la capital del imperio azteca, con una suerte de diario del viaje que él mismo, Benítez, emprendió a finales de los años cuarenta del siglo pasado repitiendo la ruta del conquistador. Por supuesto, su ensayo, género en el que cabe cualquier cosa, no se limita a la descripción de un itinerario y al relato de las peripecias de quienes lo realizaron, va mucho más allá en la medida en la que el autor aventura una explicación profunda del protagonista. A lo largo de toda la narración Benítez va construyendo una explicación metafórica de Cortés, echando el ancla en un personaje que Cervantes no crearía sino hasta los primeros años de la siguiente centuria, el Quijote.
En cuanto a libro de viaje, La ruta de Hernán Cortés brinda una lectura que permite la transposición de al menos tres planos temporales: aquellos primeros años del siglo XVI cuando los españoles llegaron a las costas del Golfo de México, los días del medio siglo XX mexicano durante los cuales don Fernando siguió los pasos de Cortés y, claro, el presente del lector, la actualidad. Así, por ejemplo,Veracruz no existe, no es nada, ni siquiera un loco empeño, cuando los españoles tocan tierra, y luego, poco más de cuatrocientos años después, cuando don Fernando camina y vive sus calles, el puerto es todo placidez y tradición mestiza, escenario de la alegría y hospitalidad jarochas: una estampa de ayeres perdidos respecto a la turbia realidad veracruzana de hoy. Y más allá del cambio constante, la abstracción analítica: "la vida de México ha desfilado íntegra por la puerta estrecha de Veracruz. Las armas de fuego, la viruela, los libros, el arado, el municipio, la intolerancia, la sangre, el idioma y las virtudes de España, todos los elementos esenciales de nuestra civilización han desembarcado en Veracruz".
Ocho años antes de que O'Gorman publicara La invención de América, otro clásico de la historiografía mexicana, Benítez apunta la preexistencia que tuvo el Nuevo Mundo en la imaginación de los europeos: “Apenas hubo un mito gestado en dos mil años que no se proyectara en América”. Y luego de comentar el contexto de la época de la expansión del mundo conocido para los europeos, relata las primeras expediciones españolas al litoral del Golfo, la de Hernández de Córdova y la de Grijalva, antes de pasar a la que es tema de su libro.
A lo largo de la narración del periplo de Cortés y sus huestes, desde que zarpan de Cuba hasta su primer arribo a Tenochtitlán, Benítez insiste en que el conquistador trae buena estrella: “No hay cosa en que... ponga la mano que no le salga bien”. La travesía para hacer tierra en la isla de Cozumel, los primeros encontronazos con los mayas, la aparición en la vida de Cortés y en la historia de la Malinche, el paso por Cempoala, Cholula y Tlaxcala, y por fin el asenso por la escalera de México para llegar al altiplano, en donde, antes incluso de llegar a ella, la nueva realidad será nombrada: “¿Qué milagro se opera en el aire...? Ahora todos respiran a grandes bocanadas y, mientras los pulmones se llenan de este aire fino, sienten que recobran, por una causa misteriosa, la agilidad y la dicha de otros días. Los ojos están cubiertos de lágrimas. Por un momento, sobre este puñado de locos aventureros sopla un viento familiar, la atmósfera de la montaña natal, el clima espiritual de la aldea... En medio de la escalera mexicana, España les sale al encuentro. ¿No es otra España? ¿Una Nueva España? Antes de que se gane la tierra, México está bautizado. Su nombre le durará tres siglos, pero su vida oscilará siempre entre la Nueva España y México, porque participa de las dos naturalezas en igual medida”. Lo dicho: un gran colmillo literario.
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