Happiness is a very pretty thing to feel,
but very dry to talk about.
Jeremy Bentham
El sitio al que te diriges se localiza en Bloomsbury, en el merito centro de Londres, así que te subes al metro. The tube, if you please! Va pues: abordas el famoso tube londinense… Algunas estaciones más adelante, te bajas en Euston Square para encaminarte a la esquina de Gower & Gordon… Ahí está: el edificio central de la University College London (UCL). No es poca cosa: se trata de una de las más grandes y tradicionales instituciones públicas de educación superior de Inglaterra, integrante del puñado de universidades de súper élite británicas G5. Fundada en 1826, aquí estudió Alejandro Graham Bell, Mahatma Gandhi, el cineasta Christopher Nolan y todos los integrantes de la banda Coldplay. Hoy se dan cita alrededor de 25 mil almas, entre personal y alumnos. Pues en este lugar, justo en las instalaciones del edificio central de la prestigiosa UCL, está a quien andamos buscando: Jeremy Bentham.
Ciertamente, el monigote ensombrerado que contiene el gabinete de madera no representa a Jeremy Bentham, de hecho es él, o más precisamente lo que queda de él: un esqueleto, vestido y enguantado, que soporta una cabeza de cera. Jeremy Bentham llegó al mundo antes de que los norteamericanos consiguieran independizarse de Inglaterra, antes incluso de que los revolucionarios franceses quemaran La Bastilla y se hicieran justicia guillotinando aristócratas… Jeremy nació en Londres el 15 de febrero de 1748; desde ahí y entonces, a todo vapor la Revolución Industrial reconfiguraba el mundo. Se cuenta que un día a su pobre padre, un orgulloso Tory, ya mero le da el patatús, cuando al entrar a la biblioteca de su casa se encontró a su chamaco muy entretenido leyendo varios volúmenes de historia: entonces el precoz lector tenía apenas tres años de edad. Cuando tenía cuatro, el niño estudiaba francés y latín; a los cinco tocaba el violín y a los doce ingresó presuroso al Queen's College de Oxford: en 1763 obtuvo su Bachelor’s degree y tres años después, a los 18, ya podía presumir una maestría en leyes. Abogado, prácticamente no ejerció porque en lugar de andar de pleito en pleito tenía algo mucho más importante qué hacer…: filosofar. Jeremy pensó y escribió a lo bestia —se calcula que en sus manuscritos, inéditos en su mayoría, dejó más de cinco millones de palabras—. Su actividad filosófica no permaneció en la abstracción pura, por el contrario, luchó por impulsar reformas legales específicas; bien ganado tiene que sea reconocido como un claro precursor del llamado positivismo legal. Como buen adelantado, don Jeremy no tuvo entre sus contemporáneos un gran ascendiente que digamos, sin embargo al paso del tiempo su obra influyó a pensadores tan destacados como John Stuart Mill (1806-1873).
Se dice fácil , pero la gran tirada del señor Bentham resultaba y resulta ambiciosa al punto de lo imposible: quería crear un código legal utilitario que normara absolutamente todos los actos de la vida social —lo llamó Pannomion—. En términos de filosofía política, el planteamiento del inglés se sustenta en un argumento harto simple: todo acto humano, norma o institución deben ser juzgados según la utilidad que tienen, medida ella a partir del placer o el sufrimiento que producen.
La naturaleza ha puesto a la humanidad bajo el gobierno de dos amos soberanos, el dolor y el placer. Sólo son ellos quienes nos indican lo que debemos hacer, y quienes determinan por qué lo hacemos. Por un lado, la norma del bien y del mal, por otro, la cadena de causas y efectos, ambas se sujetan a su trono. Nos gobiernan en todo lo que hacemos, en todo lo que decimos, en todo lo que pensamos: todos los esfuerzos que podamos hacer para librarnos de su sometimiento, nada más servirá para demostrarlo y confirmarlo. De palabra, un hombre podrá pretender abjurar de su imperio, pero en realidad permanecerá sujeto a ellos todo el tiempo. El principio de utilidad reconoce esta sujeción, y lo asume para la fundación de ese sistema, cuyo objeto es crear el tejido de la felicidad por las manos de la razón y de la ley.
Así, lo correcto, lo moral y políticamente correcto será lograr “la mayor felicidad para la mayor cantidad de gente”. Y punto: the gratest happiness principle. Así arranca Jeremy Bentham su ensayo más ambicioso, An Introduction to the Principles of Morals and Legislation, publicado originalmente en 1789. La felicidad, de acuerdo con Bentham, es un situación que involucra experiencias placenteras y la ausencia de dolor. ¿Pero cómo mesurar la felicidad que una determinada acción, política pública o incluso una ley pueden producir? Para dar respuesta a esta interrogante, Bentham ideó un algoritmo, el Felicific calculus —también conocido como cálculo utilitario o hedonista—. De entrada, para estimar el grado de placer o dolor que experimenta una persona, se deben considerar cuatro factores: intensidad, duración, proximidad y certeza. Además, la fórmula considera qué tanto el acto específico repercutirá en otros placeres o dolores (fecundidad) y su pureza misma. Finalmente, el cálculo no tendría mayor utilidad en un sistema social si no involucrara la extensión, esto es, la cantidad de individuos que compromete cada acción. A mayor puntaje, más felicidad y por tanto más ético resulta el actuar que se está evaluando.
¿Qué tan redituable estimas tu día a día conforme a los supuestos del Felicific calculus? Pero advierto: todo intento de medición de un fenómeno, lo afecta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario