Always, the process of representation will filter the territory out,
so that the mental world is only mpas of maps, ad infinitum.
Gregory Bateson, Steps to an Ecology of Mind.
Un mapa sirve, entre otras cosas, para darnos una idea de dónde estamos. ¿Quiere ubicarse en el planeta? Consulte un planisferio. ¿Le interesa el contexto nacional? Podría revisar una carta de los Estados Unidos Mexicanos, escala 1:4’000,000. Pero si sus ganas de saber se dirigen a su entorno inmediato, digamos, transitable a pie, usted necesita mayor detalle.
El mapa con la escala más grande que produce actualmente el INEGI es la carta topográfica 1:50,000 —en 2016 dejó de producir los mapas topográficos 1:20,000—.
Preguntarse si se trata de una carta o de un mapa puede abrir una polémica bizantina totalmente prescindible o bien una interesante nota lexicográfica. Avanzaré un tramo por la segunda vía.
Las dos palabras, mapa y carta, se las debemos al latín, y en ambos casos su etimología refiere en última instancia a materiales escriptóreos, es decir, a soportes físicos en los que se plasman signos gráficos. En el primer caso, mapa, proviene —en español y en varias lenguas europeas, no sólo romances— del bajo latín mappa, que significa “mantel” o “liezo”. En cambio, los franceses emplean carte —el título original de El mapa y el territorio, la novela de Michel Houellebecq, es La Carte et le Territorie—, que encuentra origen en la misma voz latina de la que se derivan el ruso karta y el italiano carta: charta, es decir, “papel”, que a su vez viene del griego kharthes, la hoja de papiro preparada para escribir sobre ella. Incluso más: en griego antiguo, el vocablo con que se designaba un mapa era pinax, una tablilla en la que se grababan imágenes o textos, y que podía ser de piedra, madera, metal o arcilla. El umbral etimológico de mapa y carta es pues análogo: la cosa sobre la cual se dibuja y escribe. La correspondencia semántica que existe hoy entre mapa y carta resulta transparente en la palabra cartografía, la cual evidentemente se deriva de carta y designa la técnica de elaborar mapas.
Salvado el falso escollo, convengamos que los mapas son “representaciones gráficas que facilitan una comprensión espacial de cosas, conceptos, condiciones, procesos o acontecimientos del mundo humano” —la definición, ciertamente dilatada, la tomo de History of Cartography (University of Chicago Press, 1987), coordinada por J. B. Harley y David Woodward—. Ahora, las cartas topográficas no son cualquier tipo de mapas; responden a características técnicas específicas: “representan, a escala, los elementos naturales y las obras hechas por el hombre sobre la superficie terrestre…, localizándolos con precisión, en posición y altitud” —Guía para la interpretación de cartografía del INEGI—. Una carta topográfica tiene pretensiones científicas; se ajusta a la expectativa que en Occidente se tiene de cualquier producto cartográfico, al menos desde la Ilustración: “Un buen mapa es un mapa preciso… Los mapas son calificados de acuerdo a su correspondencia con la verdad topográfica. La inexactitud, se nos dice, es un crimen cartográfico” (J. B. Harley, The New Nature of Maps. Johns Hopkins University, 2002).
Cualquier mapa es una herramienta del pensamiento analógico, un artefacto en el que se materializa una abstracción: el mapa es siempre una metáfora del mundo, y dado que los mapas son objetos que la gente produce y consulta en este mundo, son representaciones a escala. En una carta topográfica 1:20,000, 1 centímetro representa 0.2 kilómetros, o sea, 200 metros, de tal suerte que cada kilómetro de terreno es representado por 5 centímetros en la carta. Por ejemplo, tengo en las manos la carta E14A49d, Tres Marías; el área de impresión del mapa —sin considerar márgenes y tira marginal— es de 58.3 x 69.1 centímetros, lo cual se traduce en que la superficie representada en este pedazo de papel es poco más de 160 kilómetros cuadrados. Para armar el mosaico que cubre toda la Ciudad de México, requeriría 19 cartas, impresas en pliegos de 76.5 x 88 centímetros, y para disponerlas juntas necesitaría una mesa de al menos cuatro metros por lado. Si alguien me viera trajinar entre tanto papel, quizá, como el narrador de la novela Sylvie and Bruno Concluded, me sugeriría usar mejor un “mapa de bolsillo”.
En el libro de Lewis Carroll (1832-1898), también autor de Alicia en el país de las maravillas, la recomendación va dirigida a un tal Mein Herr, un personaje estrambótico proveniente de un misterioso reinado, quien responde:
— Eso también es algo que hemos aprendido de su nación: la cartografía. Pero lo hemos llevado mucho más lejos. ¿Cuál considera que es el mapa más grande que poseería verdadera utilidad?
El narrador contesta que uno en el que 15 centímetros representen una milla, a lo que Mein Herr replica:
— ¡Sólo eso! Nosotros no tardamos en llegar a los seis metros por milla. Luego probamos con cien metros por milla. ¡Y después vino la idea más grandiosa de todas! Hicimos un mapa del país, en serio, ¡a una escala de una milla por milla!
— ¿Y lo han usado mucho?
— Todavía no ha sido desplegado nunca —apuntó Mein Herr—; los granjeros se opusieron: decían que cubriría todo el campo, ¡bloqueando la luz del sol! De modo que en la actualidad usamos el propio campo como mapa, y le aseguro que funciona casi igual de bien.
Es una pena que Carroll no haya reflexionado más sobre el asunto: las ventajas y desventajas de un mapa escala 1:1 y, sobre todo, de su sustitución por el terreno representado mismo. En un prodigio así, en el que el territorio fuera el mapa, la mayor riqueza estaría en la simbología, pero lamentablemente no habría quedado espacio alguno para la tira marginal.