En su incriminación, el formato que empeló el primer mandatario de nuestra República laica fue el bíblico. Porque, como bien recordará usted, la figura quien esté libre de culpa que lance la primera piedra se la debemos Jesús de Nazaret. Cuenta uno de sus discípulos (Juan 8:1-11) que, después de andar en el Monte de los Olivos, Jesús regresó al templo, en donde la gente acudía en busca de sus enseñanzas. “Entonces los escribas y los fariseos le trajeron una mujer… Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en el acto mismo de adulterio. Y en la ley nos mandó Moisés apedrear a tales mujeres. Tú, pues, ¿qué dices?” Jesús contestó: “El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella”. Ninguno de los denunciantes dijo ni hizo nada. Además, “acusados por su conciencia” todos los que estaban en el templo fueron saliendo: “y quedó solo Jesús, y la mujer… ¿Ninguno te condenó?… Ninguno, Señor. Entonces Jesús dijo: Ni yo te condeno…”. Sin ánimo de mancillar la investidura presidencial ni de arroparme con roles de exegeta que no me corresponden, me permito apostillar que durante los hechos narrados el Mesías de los cristianos no imputó a nadie, no determinó que ninguno podía tirar la primera piedra, y conste que podría haberlo hecho, puesto que para ese momento, de acuerdo también a la doctrina cristiana, toda la humanidad seguía manchada por la caída ancestral, la de Adán: Jesús aún no había pasado por el tormento que expiaría el pecado original.
Hace dos años Peña dijo que la corrupción es un característica cultural de México. En 2015, fue más allá: “… me parece que es un tema (la corrupción) de orden global, está en todo el mundo y a veces más que aparejado a una cultura, lo está a una condición: a la condición humana”. ¡Como el pecado original!
Discrepo del juicio del presidente, y también me atrevo a lanzar no una piedra sino un mito: aquel que Protágoras relata, según el diálogo homónimo de Platón, sobre la virtud política (Protágoras, 320d-322a):
Los dioses forjaron a los seres mortales con tierra y fuego. Luego ordenaron a Prometeo y a Epimeteo que otorgaran capacidades a cada especie. Epimeteo tomó la iniciativa y repartió destrezas y caractrísticas defensivas entre los animales. Pero olvidó al hombre, a quien dejó “desnudo, descalzo y sin coberturas ni armas”. Prometeo soluciona el problema robando para los humanos el fuego a Hefesto y a Atenea los oficios, y así armados fueron puestos en el mundo. Inicialmente habitaban dispersos, no había ciudades y eran vulnerables al ataque de las fieras. No poseían el arte de la política, así que tan pronto conseguían fundar una ciudad se agredían unos a otros, y se dispersaban y perecían. Zeus, temiendo que la humanidad desapareciera, intervinó: “envió a Hermes que trajera a los hombres el sentido moral y la justicia, para que hubiera orden… y ligaduras acordes de amistad. Hermes cuestionó a Zeus cómo debía repartir el sentido moral y la justicia, ¿sólo a algunos individuos, como el resto de las habilidades y conocimientos? “A todos, dijo Zeus, y que todos sean partícipes. Pues no habría ciudades si sólo algunos de ellos participaran. Además, impón una ley de mi parte: que al incapaz de participar del honor y la justicia lo eliminen como a una enfermedad de la ciudad”. Zeus, pues, lanzó la primera pedrada.
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