Aparte de la pintura y la jardinería,
no soy bueno para nada.
Mi mayor obra maestra es mi jardín.
Claude Monet
Jean Baptiste de La Quintinie (1626-1688) fue un señor que supo corregir un grave error de juventud: después de haber estudiado Derecho y de haber ejercido como abogado de impuestos de manera medianamente exitosa durante algún tiempo, mandó al diablo dicha profesión para dedicarse de lleno a lo que verdaderamente lo apasionaba, la jardinería. Hizo bien, porque el éxito que alcanzó en su nuevo oficio fue incontrovertible e histórico: terminó siendo el encargado de diseñar, construir y cuidar las huertas del rey Luis XIV, el mismísimo Rey Sol, en Versalles. En la sociedad cortesana, tan afecta a las formas, pudo lucir desde 1678 el título de “intendente de los vegetales de frutales y de hortalizas de todas las moradas reales”. Cuidado: no confundir a La Quintinie con su coetáneo André Le Nôtre, el arquitecto, paisajista y creador de jardines más famoso de su tiempo, también a las órdenes de Luis XIV.
Tres siglos más tarde, el narrador y escritor de cómics francés Frédéric Richaud (Aubignan, 1966) publicó Monsieur le Jardinier (1999), novela histórica que tiene como protagonista a La Quintinie. La traducción al español, El jardinero del rey, fue editada hasta el año pasado (colección Nefelibata de editorial Duomo, Barcelona), y hace apenas unas semanas me encontré el libro en una mesa de novedades aquí en México.
Desafortunadamente, debo decir que la novela es bastante prescindible; sin embargo, entre sus páginas encontré un par de reflexiones sumamente útiles para comprender nuestra llamada relación con la naturaleza.
Primera. Ya avanzada la novela, después de relatar las extenuantes labores que él y sus trabajadores tuvieron que realizar a lo largo de mucho tiempo para salvar el huerto real después de algunos días de lluvia, Jean Baptiste de La Quintinie cavila: “La naturaleza tiene sus derechos; nosotros no tenemos más que deberes. Reconstruiremos cada vez que sea necesario, porque así se nos pide. Pero cada uno de nuestros gestos será un acto de humildad”. Es decir, el arcaico tema del trabajo penoso e inacabable como única forma de insertar la cultura en la naturaleza.
Segunda. Frédéric Richaud escribe buena parte de El jardinero del rey echando mano del formato epistolar, insertando extractos de las misivas que el hortelano del monarca intercambia con un amigo de apellido Neuville: “¿Por qué querer a toda costa constreñir el universo dándole tal o cual forma? —preguntó un día Neuville—. Descifro al instante los dibujos que me enviáis, los que representan las ramas de vuestros árboles pegados a las murallas y conducidos de tal manera que pronto las recubrirán por entero. Quizá me encontréis severo una vez más. Pero ¿por qué torturar vuestros árboles como Monsieur Le Nôtre maltrata sus jardines? ¿Acaso no producían vuestros viejos frutales en abundancia cuando los dejabas libres? ¿No es el mundo más bello de por sí, sin que haya necesidad de intervenir con tanta dureza? Os lo concedo, el hombre debe ayudar al mundo a alumbrarse a sí mismo, pero no dominarlo, encorsetarlo como vos me decís y me demostráis que hacéis”. ¿Constreñir el universo, encorsetar el mundo? En un jardín, la ilusión de la naturaleza humana primigenia y al mismo tiempo de la naturaleza encapsulada en ámbitos civilizados, se hace evidente que toda presencia cultural es justamente eso, una intervención, una creación de mundo. Sobre este asunto, la explicación más lúcida que conozco se la debemos a un sabio madrileño.
En agosto de 1951, José Ortega y Gasset (1883-1955) participó en los coloquios de Darmstadt, en Alemania. En aquellas jornadas conversó con Martin Heidegger, y el día 5 dictó la conferencia “El mito del hombre allende la técnica” (Obras completas. Tomo IX. Revista de Occidente). Entonces aseguró que el ser humano siempre ha sido y cada vez es más un ser técnico, esto es, un fabricador y un modificador de realidades: el hombre “…transforma y metamorfosea los objetos de este mundo corpóreo, tanto los físicos como los biológicos, de tal suerte que cada vez más y quizá al final totalmente o casi totalmente, tienen que convertirse en un mundo distinto frente a lo primigenio y lo espontáneo”. Valga recordar que Ortega y Gasset sentenció todo esto a mediados del siglo pasado, así que cundo mencionó la alteración de objetos biológicos quizá tenía en mente el tipo de modificación que Neuville reclamaba a los jardineros del Rey Sol, y no los que unos años después el hombre podría conseguir, por ejemplo, por medio de la clonación de organismos —se sabría acerca del primer mamífero clonado, Dolly, hasta 1997— o incluso de la creación de seres vivos que sencillamente no habrían existido sin la intervención humana —por ejemplo, el bioartista brasileño Eduardo Kac ideó la creación de un conejo fluorescente, mismo que fue producido en 2000 por un laboratorio francés por medio de la implantación de un gen tomado de una medusa en el ADN del embrión de un conejo—. El pensador español remata su planteamiento aduciendo que el hombre técnico “pretende crearse un mundo nuevo”, y se pregunta qué tipo de personaje tiene que ser aquel para el cual resulta vital crear un mundo nuevo… “por fuerza, un ser que no pertenece a este mundo espontáneo y originario, que no se acomoda en él. Por ello no se queda tranquilamente incluido en él como los animales, las plantas y los minerales. El mundo originario es lo que, de modo tradicional, llamamos naturaleza”, es decir, una abstracción, una creación cultural.
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