La ciudad es una buena idea
cuyo peor defecto es haberse convertido en realidad.
Juanma Agulles.
A altísima velocidad y en colosal cuantía, a través de la mera médula de la ciudad, de cualquier ciudad, transitan, simultáneamente, fortísimos impulsos en contrasentido: unos libertarios, otros coercitivos. ¿Accidentes, encontronazos entre ellos? Muchísimos, continuamente… Hace unos seis milenios, “una especie de gravedad social comenzó a esculpir ciudades con comunidades dispersas de agricultores” (David Christian, Mapas del tiempo, 2012). ¿Qué es lo que, desde entonces en Mesopotamia y ahora mismo en todo el mundo, atrae persistentemente esa fuerza de gravedad social? Más allá de lo evidente —masas de sapiens—, energía: las ciudades congregan e intensifican fuerzas simbólicas, económicas y técnicas. Juanma Agulles explica: “La concentración de energías humanas en la ciudad ha sido… la obra más acabada del ser humano y, a la vez, la que se ha llevado a cabo con mayor espontaneidad. Pero su crecimiento… siempre se encontró frente al problema del poder, al aumento de la necesidad de control y centralización, y a las formas de mantener los precarios equilibrios…” Los mecanismos de opresión tradicionales han sido, hacia afuera, la guerra contra los extranjeros, los bárbaros y en general los otros, y hacia el interior, la represión. Libertad y coerción, armonía cotidiana y cambio. “La ciudad exalta los afectos: tanto el amor al orden como el odio a la tiranía”. El tuétano urbano es, pues, siempre lo ha sido, paradójico.
Juan Manuel Agulles Martos (Alicante, 1977) firma como Juanma Agulles. Doctor en Sociología, ha publicado Literatura y subversión (2008); Sociología, estatismo y dominación social (2010); Los límites de la conciencia (2014), y Piloto automático. Notas sobre el sonambulismo contemporáneo (2016). El año pasado ganó el Premio Catarata de Ensayo, con La destrucción de la ciudad. El mundo urbano en la culminación de los tiempos modernos (Catarata, 2017).
En su nuevo libro, el alicantino subraya una y otra vez las paradojas que tensan el espacio urbano. Hay una a la cual presta especial atención, asociada con el rol de la técnica en la construcción/destrucción del cosmos/caos citadino. “Las habilidades técnicas se acrecientan cuando el ser humano afronta los problemas de la construcción de un entorno que garantice su supervivencia en la naturaleza, un cosmos propio que sólo se mantiene estable por los lazos que unen a sus habitantes”. ¿De qué lazos habla Agulles? De los mismos de los cuales, hace más de dos milenios, Platón hablaba en su diálogo Protágoras: la honestidad —aidós— y la justicia —diké—. Para poder vivir en grandes conglomeraciones, las mayores dificultades que debemos superar diariamente no son las que imponen el hábitat y las necesidades de supervivencia, sino las de convivencia. “El desarrollo de la técnica y la vida urbana debían estar contenidas en nociones éticas comunes…” La paradoja estriba en que, “al mismo tiempo, el incremento de las capacidades técnicas instituye nuevas formas de poder que tienden a perturbar los precarios equilibrios de ese universo artificial”.
Harto conocida es la correlación técnica/ciudad, aunque suele limitarse a los requerimientos materiales de la vida urbana: cerámica, irrigación, construcción, fundición de metales, transporte, en fin…, sin embargo, recuerda Juanma Agulles, la técnica también ha servido para satisfacer requerimientos sociales y simbólicos: “Antes que a los objetivos económicos, la técnica en las ciudades sirvió al mantenimiento del orden social que permitía la convivencia… Fue tan grande el desarrollo de la urbanidad en el periodo que llamamos Antigüedad que sus creaciones técnicas llegaron incluso a la fabricación de autómatas: diosas que saludaban a la multitud en los desfiles…, estatuas de cuyos pechos manaba leche, pórticos de templos que se abrían mediante un mecanismo oculto, clepsidras que medían el tiempo en fracciones regulares para que los litigantes en un juicio tuviesen un reparto equitativo…” Y, ¡claro!, qué decir de las grandes pirámides, de los santuarios imponentes, de las ágoras y los teatros…, y en general de la arquitectura monumental. Incluso elementos en apariencia con propósitos tan palmariamente utilitarios como las murallas, han tenido funciones simbólicas desde las ciudades más antiguas: “El recinto amurallado no sólo cumplía una función militar, era también una forma de contención, una delimitación de los poderes que la agrupación humana era capaz de congregar, una señal de pertenencia y un símbolo de unión permanente de aquellos que habitaban aquel cosmos artificial. Era, también, una señal de libertad y autonomía respecto a todo aquello que no era la ciudad”.
Opino que la tesis central de Agulles queda expresada en la analogía técnica/fuego que propone. En los albores de la historia, que son los albores de la vida urbana, cuando una ciudad como Uruk era “un pequeño oasis de humanidad civilizada frente a la gran masa del mundo desconocido”, sitiado por los caprichos de la naturaleza y los enemigos, y en infatigable batallar por el orden interno, “un fuego ardía en medio de la oscuridad, y por primera vez la ciudad se enfrentaba a ese dilema de dominar la técnica para evitar, a un mismo tiempo, que el fuego se extinguiese y que, descontrolado, hiciese perecer a la civilización entre sus llamas”. Milenios después sabemos qué ocurrió: “nuestras ciudades contemporáneas, a partir del progreso de la industria, cuando la tecnología desbordó sus límites, se entregaron al incendio como forma de extender el universo artificial a la totalidad del mundo conocido, en una locura sin freno que nos ha llevado a la pretensión de colonizar incluso otros planetas”. Una expresión grotesca de la misma patraña lo acaba de plantear el mega-anómalo Trump, quien, al anunciar su decisión de retirar a Estados Unidos del Acuerdo de París, argumentó que no suicidarse es un mal negocio.
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