La palabra más verdadera,
más exacta,
más llena de sentido es la
palabra 'nada'.
Jules Renard
Jonathan (1942) y Julian (1946) son
hermanos. Ambos capricornio, ambos ingleses. Julian es autor de novelas imprescindibles
de la literatura contemporánea, como El
loro de Flaubert (1984) y El ruido
del tiempo (2016), y de otros varios libros divertidísimos como Una historia del mundo en 10 capítulos y
medio (1989) y Arthur & George
(2005), además de un cuarteto de novelas policiacas —que firmó como Dan
Kavanagh—. De Julian Barnes he leído casi todo, por lo que me considero
acreditado para afirmar sobre él lo que él mismo dice acerca de otro escritor:
“podía ser un mentiroso redomado y un tremendo contador de verdades, al mismo
tiempo y en la misma frase”. Por su lado, Jonathan Barnes es un académico
especializado en filosofía de la Antigüedad, particularmente la griega; se ha
encargado de traducir importantes colecciones, como Presocratic Philosophers (1979) y The Complete Works of Aristotle (1995) —ambos publicados en español
por Cátedra—. Julian no ha parado de escribir —en febrero próximo comenzará a
circular su más reciente novela, The Only
Story—. En cuanto a Jonathan, siendo profesor emérito de las universidades
de Oxford, Génova y La Sorbona, sigue dando conferencias y cursos por todo el
mundo. En verano de 2012, una de las UC Berkeley Graduate Council Lectures
correspondió al filósofo inglés —se puede encontrar en youtube—; el tema, Death and the Ancient Philosophers. “La
muerte es una de esas poquísimas cosas en esta vida de las cuales podemos estar
completamente seguros”, afirma, antes de explicar el argumento de los epicúreos
acerca de la insignificancia de la muerte… Para los hermanos Barnes, ambos ya
de edad avanzada, la muerte es un tema relevante y del cual suelen hablar…
En 2008, Julian Barnes publicó Nada que temer —en nuestro idioma circula
con el sello de Anagrama—. No es una novela, pero tampoco es un ensayo; en la
clasificación angloparlante se considera un non
fiction book, y varios reseñistas lo etiquetan como un libro de memorias.
Para despejar la cuestión, basta apuntar que se trata de un gran libro plagado
de historias —Julian es ante todo un narrador— y de argumentos, pero en el que
no cuenta una historia, sino que pretende compartir lo que un hombre piensa
acerca de la muerte, a partir de sus lecturas y del intercambio de experiencias
y reflexiones con un filósofo, su propio hermano.
Además de la muerte, en Nada que temer —en efecto, un título que
adelanta conclusiones—, hay un tres presencias persistentes: Dios, la religión
y el arte de la ficción: “No creo en Dios, pero le echo de menos”, declara el
novelista para tirar cuanto antes la primera carta a la mesa, y páginas
adelante abunda: “Si me declaré ateo a los veinte y agnóstico a los cincuenta,
no es porque entretanto haya adquirido más conocimiento: sólo una mayor
conciencia de mi ignorancia”. Con todo, el novelista se permite barajar las
posibilidades —“… de las hipótesis obsesivas de los no creyentes: ¿qué pasaría
‘si fuera verdad’…?”—, y no son sólo con dos: con Jules Renard —un escritor
francés decimonónico con quien evidentemente se identifica— juega con la contingencia
de que Dios exista pero prefiera no tener presencia en nuestro entorno —dice
Renard: “Dios no cree en nuestro Dios”, y “Sí, Dios existe, pero no sabe más
sobre Él que nosotros”—… (¿y qué tal que Dios no cree que nosotros existamos?).
A lo largo de trescientas páginas, Julian
conversa con la presencia de Jonathan y con sus escritores y músicos, no sólo
con sus obras, también y sobre todo con sus vidas y formas de morir. Respecto a
Montaigne, Flaubert, Renard, Sumerset Maugham… proclama: “Tales artistas
—artistas muertos— son mi compañía diaria, pero también mis antepasados. Son mi
auténtico linaje. Puede que la descendencia no sea directa ni demostrable —hijo
legítimo, y todo eso—, pero de todos modos los reclamo”.
La religión “¿hacía que la gente se
comportase mejor? —se pregunta—. A veces; a veces no; creyentes e incrédulos
han sido en sus delitos igual de ingeniosos y viles”. Entonces, ¿por qué
añoramos tanto la religión? “Porque era una ficción suprema, y es normal sentir
una pérdida al cerrar una gran novela”. Una ficción mayúscula, totalizante, que
prohibía lecturas alternativas —“la religión tiende al autoritarismo como el
capitalismo al monopolio”—. Sin religión, la idea de Dios perdió estructura y
en su lugar quedó la oscuridad: “el temor a la muerte sustituye el temor a Dios”.
En Occidente, el siglo XXI lo vivimos no
sólo con la ficción suprema desacreditada, también muchos sabemos que la
preciada conciencia, la vanagloriada individualidad, no es más que otra
ficción: “Yo, o incluso yo, no
produzco pensamientos: los pensamientos me producen a mí”, así que “ese ‘yo’ al
que tanto apreciamos sólo existe propiamente dicho en la gramática”.
Y, claro, no podía ser de otra forma: reflexionar
sobre la muerte desentraña la vida: “Vivimos en gran medida de acuerdo con los
postulados de una religión en la que ya no creemos. Vivimos como criaturas
dotadas de un puro libre albedrío, a pesar de que los filósofos y los biólogos
evolucionistas nos dicen que es en gran parte una ilusión. Vivimos como si la
memoria fuese una consigna de equipajes bien construida y atendida por un
personal eficiente. Vivimos como si el alma fuera una identidad identificable y
ubicable, en vez de una historia que el cerebro se cuenta a sí mismo.” Vivimos
como si la muerte no fuera nada…
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