Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

sábado, 13 de enero de 2018

La muerte: nada


La palabra más verdadera, más exacta,
más llena de sentido es la palabra 'nada'.
Jules Renard



Jonathan (1942) y Julian (1946) son hermanos. Ambos capricornio, ambos ingleses. Julian es autor de novelas imprescindibles de la literatura contemporánea, como El loro de Flaubert (1984) y El ruido del tiempo (2016), y de otros varios libros divertidísimos como Una historia del mundo en 10 capítulos y medio (1989) y Arthur & George (2005), además de un cuarteto de novelas policiacas —que firmó como Dan Kavanagh—. De Julian Barnes he leído casi todo, por lo que me considero acreditado para afirmar sobre él lo que él mismo dice acerca de otro escritor: “podía ser un mentiroso redomado y un tremendo contador de verdades, al mismo tiempo y en la misma frase”. Por su lado, Jonathan Barnes es un académico especializado en filosofía de la Antigüedad, particularmente la griega; se ha encargado de traducir importantes colecciones, como Presocratic Philosophers (1979) y The Complete Works of Aristotle (1995) —ambos publicados en español por Cátedra—. Julian no ha parado de escribir —en febrero próximo comenzará a circular su más reciente novela, The Only Story—. En cuanto a Jonathan, siendo profesor emérito de las universidades de Oxford, Génova y La Sorbona, sigue dando conferencias y cursos por todo el mundo. En verano de 2012, una de las  UC Berkeley Graduate Council Lectures correspondió al filósofo inglés —se puede encontrar en youtube—; el tema, Death and the Ancient Philosophers. “La muerte es una de esas poquísimas cosas en esta vida de las cuales podemos estar completamente seguros”, afirma, antes de explicar el argumento de los epicúreos acerca de la insignificancia de la muerte… Para los hermanos Barnes, ambos ya de edad avanzada, la muerte es un tema relevante y del cual suelen hablar…

En 2008, Julian Barnes publicó Nada que temer —en nuestro idioma circula con el sello de Anagrama—. No es una novela, pero tampoco es un ensayo; en la clasificación angloparlante se considera un non fiction book, y varios reseñistas lo etiquetan como un libro de memorias. Para despejar la cuestión, basta apuntar que se trata de un gran libro plagado de historias —Julian es ante todo un narrador— y de argumentos, pero en el que no cuenta una historia, sino que pretende compartir lo que un hombre piensa acerca de la muerte, a partir de sus lecturas y del intercambio de experiencias y reflexiones con un filósofo, su propio hermano.

Además de la muerte, en Nada que temer —en efecto, un título que adelanta conclusiones—, hay un tres presencias persistentes: Dios, la religión y el arte de la ficción: “No creo en Dios, pero le echo de menos”, declara el novelista para tirar cuanto antes la primera carta a la mesa, y páginas adelante abunda: “Si me declaré ateo a los veinte y agnóstico a los cincuenta, no es porque entretanto haya adquirido más conocimiento: sólo una mayor conciencia de mi ignorancia”. Con todo, el novelista se permite barajar las posibilidades —“… de las hipótesis obsesivas de los no creyentes: ¿qué pasaría ‘si fuera verdad’…?”—, y no son sólo con dos: con Jules Renard —un escritor francés decimonónico con quien evidentemente se identifica— juega con la contingencia de que Dios exista pero prefiera no tener presencia en nuestro entorno —dice Renard: “Dios no cree en nuestro Dios”, y “Sí, Dios existe, pero no sabe más sobre Él que nosotros”—… (¿y qué tal que Dios no cree que nosotros existamos?).

A lo largo de trescientas páginas, Julian conversa con la presencia de Jonathan y con sus escritores y músicos, no sólo con sus obras, también y sobre todo con sus vidas y formas de morir. Respecto a Montaigne, Flaubert, Renard, Sumerset Maugham… proclama: “Tales artistas —artistas muertos— son mi compañía diaria, pero también mis antepasados. Son mi auténtico linaje. Puede que la descendencia no sea directa ni demostrable —hijo legítimo, y todo eso—, pero de todos modos los reclamo”.

La religión “¿hacía que la gente se comportase mejor? —se pregunta—. A veces; a veces no; creyentes e incrédulos han sido en sus delitos igual de ingeniosos y viles”. Entonces, ¿por qué añoramos tanto la religión? “Porque era una ficción suprema, y es normal sentir una pérdida al cerrar una gran novela”. Una ficción mayúscula, totalizante, que prohibía lecturas alternativas —“la religión tiende al autoritarismo como el capitalismo al monopolio”—. Sin religión, la idea de Dios perdió estructura y en su lugar quedó la oscuridad: “el temor a la muerte sustituye el temor a Dios”.

En Occidente, el siglo XXI lo vivimos no sólo con la ficción suprema desacreditada, también muchos sabemos que la preciada conciencia, la vanagloriada individualidad, no es más que otra ficción: “Yo, o incluso yo, no produzco pensamientos: los pensamientos me producen a mí”, así que “ese ‘yo’ al que tanto apreciamos sólo existe propiamente dicho en la gramática”.

Y, claro, no podía ser de otra forma: reflexionar sobre la muerte desentraña la vida: “Vivimos en gran medida de acuerdo con los postulados de una religión en la que ya no creemos. Vivimos como criaturas dotadas de un puro libre albedrío, a pesar de que los filósofos y los biólogos evolucionistas nos dicen que es en gran parte una ilusión. Vivimos como si la memoria fuese una consigna de equipajes bien construida y atendida por un personal eficiente. Vivimos como si el alma fuera una identidad identificable y ubicable, en vez de una historia que el cerebro se cuenta a sí mismo.” Vivimos como si la muerte no fuera nada…

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