Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

sábado, 24 de febrero de 2018

Hay AI


La inteligencia comete tonterías
que sólo la tontería puede corregir.
Augusto Monterroso


… decía yo que las decisiones más inteligentes no son necesariamente las que más nos gustan a los humanos. No hablo de las malas decisiones que tomamos por brutos, es decir, a las sendas equivocadas que tomamos porque nuestra escuálida inteligencia ante un determinado problema no nos alcanza para poder elegir el mejor camino… No, no me refiero a esas; más bien afirmo que es frecuente que las personas no opten por lo más conveniente, a sabiendas…  Sucede que el poder determinar cuál es la alternativa más inteligente no garantiza que una persona en su sano juicio efectivamente se decida por ella, y mucho menos que actúe en consecuencia. Ejemplos hay para dar y regalar… Van dos…

Seguramente no todos, quizá ni siquiera la mayoría, pero podemos tener plena certeza de que muchísimos fumadores saben perfectamente que no es la mejor decisión gastar su dinero envenenándose, y sin embargo lo siguen haciendo, ¿cierto?… El otro: ¿ qué pensar del adulto dueño de todas sus facultades que muy tranquilo va manejando cuando recibe un whats importantísimo, urgente como todos, el cual lee echando un ojo al gato y otro al garabato, y luego decide, sabiendo que no es las más óptima de las elecciones, contestar ipso facto “ja, ja, ja!”, y por ello, justo cuando teclea el emoji de carita-llorando-de-risa, se estampa contra la pipa de gas estacionario que circula en frente…? Sostengo la aventurada hipótesis de que, en ambos casos, nadie necesita instalarse un electrodo para despejar inteligentemente la incógnita a la que se enfrenta.

Abundan las circunstancias en las que a cualquier persona normal le gusta meter la pata. Todos lo sabemos: no siempre actuamos lógicamente. El sapiens ha evolucionado de tal forma que incluso puede caer en la situación de sentir un profundo desagrado al decidirse efectivamente por lo más inteligente… La diferencia aquí respecto a todas los sistemas de AI (Inteligencia Artificial, por sus siglas en inglés) es tajante: ninguna computadora puede hoy sentir feo por tener que sacrificar un caballo para preparar el jaque al rey contrario…, y probablemente jamás lo logre. ¿Por qué? Claro: porque ninguna máquina puede hasta ahora pensar acerca de sus propios.

La psiquiatra Jodi Halpern —autora de From Detached Concern to Empathy: Humanizing Medical Practice, 2011— considera que la ausencia absoluta de conciencia que hoy caracteriza a todo artilugio AI está vinculada directamente con la cuestión de la finitud. En ello concuerda Daniel Dennett: “Hoy los AI son distintos a nosotros en un sentido fundamental: los puedes reiniciar, los puedes copiar, los puedes echar a dormir durante cien años y después despertarlos; en cierto sentido son inmortales, así que si los desarrolláramos de tal manera que fueran capaces de enfrentar su propia finitud en la vida, de la forma en la que nosotros tenemos que hacerlo, abriríamos un orden totalmente diferente. No creo que sea imposible conseguirlo, pero me parece que nadie está trabajando ahora para ello.” Así las cosas, al menos por ahora, tenemos en los AI sólo herramientas, instrumentos, entes irresponsables… “Mientras no seamos capaces de crear sistemas de AI con los cuales podamos sentirnos racionalmente confortables haciéndoles una promesa o firmando con ellos un contrato, los humanos seguiremos teniendo la última palabra (the bus stops with us…)…”, y los AI no pasarán de ser consejeros, súper inteligentes tal vez, pero sólo consejeros. “Así que cuando actuemos de acuerdo a sus consejos, deberemos asumir la responsabilidad de hacerlo. En tanto mantengamos la responsabilidad moral por las decisiones que tomemos con ayuda de las AI, habrá que continuar en el asiento del conductor”.

La metáfora que emplea Dennett también puede entenderse en sentido literal, y entonces ya no es necesario tirar la mirada al futuro sino escudriñar en el presente… Vamos a celebrar el aniversario del restaurante de un amigo que está en la Condesa, en donde resulta complicadísimo encontrar en dónde estacionarse… Optamos entonces por pedir un Uber. El algoritmo se activa, estima el costo del viaje, localiza y contacta al conductor más cercano y tres minutos después el taxi ya está esperándonos…

— ¿Germán?

 — Sí. ¿Dámaso?

— Sí, buenas noches

 Abordamos.

— ¿Vamos a la calle de Alfonso Reyes, entre Cuautla y Cuernavaca?

 — Sí, amigo.

 — ¿Seguimos la ruta que me marca la aplicación o ustedes me dicen por dónde?

 — Siga el camino que le indica…

 ¿Quién toma la decisión? ¿Quién es el responsable? Los algoritmos de Waze entonces comienzan a trabajar…:  Tomemos vía Viaducto Río Becerra —instruye la aplicación con la vocecita femenina que se ha vuelto familiar—… El auto avanza, se aproxima a la esquina… Gira a la derecha en Indiana…, y el conductor atiende la recomendación. ¿Recomendación? Recomendación, que esta vez el señor Dámaso atiende…, a diferencia de lo que hizo semanas atrás un colega suyo… El Waze había dado la misma indicación, tomar Indiana, pero él siguió de frente…

 — Es lo mismo por acá, eh…  Es que hace rato pasé por Indiana y hay un bache enorme… –explicó. Avanzó hasta la lateral de Río Becerra, en donde tuvimos que avanzar una tortuosa cuadra a vuelta de rueda, por la congestión vehicular. Luego retomó la ruta inicialmente marcada por la aplicación. La decisión fue la más inteligente… para el conductor… considerando como criterio principal no el tiempo del recorrido sino la integridad de sus llantas… Lo mejor sin destinatario, me temo, no existe…

sábado, 17 de febrero de 2018

¡Ay, AI!

The mind is the effect, not the cause.
Daniel C. Dennett



Hace unos días se llevó a cabo el Foro Económico Mundial (WEF, por sus siglas en inglés). Indubitablemente me importa un bledo la inmensa mayoría de los supuestos acuerdos que surgieron durante este encuentro de gente monstruosamente adinerada —el execrable 1% de la población de todo el orbe, conformado por los más poderosos, según su propia narrativa— y los políticos que los representan. En cambio, encontré apasionante uno de los paneles de discusión que, como parte del Foro, se organizaron allá en Davos, Suiza…

El 25 de enero se llevó a cabo el diálogo “La evolución de la conciencia”. Amy Bernstein, editora en jefe de la Harvard Business Review, fue la encargada de templar el coloquio, en el que participaron Jodi Halpern, profesora de Bioética y Humanidades Médicas en la Universidad de Berkeley, California; Daniel C. Dennett, profesor de Filosofía en la Universidad de Tufts, y Yuval Noah Harari, profesor de Historia en la Universidad Hebrea de Jerusalén.


De entrada, la moderadora refirió que durante las jornadas del WEF se había podido percibir una fuerte corriente de esperanza desmedida en torno a las bondades de la Inteligencia Artificial (AI, por sus siglas en inglés), a la que, en suma, se ve como una panacea… Después de presentar a los panelistas, arrancó la sesión dando lectura a unas líneas que, según dijo, extrajo de un artículo difundido por la revista Wired, y que le provocaron pesadillas: “Incontables artilugios de AI están siendo fabricados y programados. No sólo serán cada vez más inteligentes, cada vez serán mejores que nosotros y nunca serán como nosotros”. Luego pidió comenzar por donde se debe, intentando establecer un piso conceptual… A ver, ¿qué diablos es la conciencia? Dennett —autor entre otras muchas otras obras de Consciousness Explained (1995) y de From Bacteria to Bach and Back: The Evolution of Minds (2017), su más reciente publicación— tiró a la mesa una aguda síntesis: la conciencia es “la capacidad de final abierto de representar tus propias representaciones, de reflexionar acerca de tus propias reflexiones; y es lo que nos da el poder de imaginar una serie de futuros posibles, a gran detalle, y pensar acerca de ellos”. Por su parte, Yuval Noah Harari —autor del extraordinario libro Sapiens: A Brief History of Humankind (2011)— afirmó que hoy día existe una confusión extendida: nos cuesta distinguir entre inteligencia y conciencia, especialmente cuando se habla de AI. “Inteligencia —discernió— es la habilidad de solucionar problemas”, mientras que “conciencia es la habilidad de sentir cosas, de tener experiencias subjetivas, como amor, odio, miedo, en fin”. El israelí explicó que “la confusión entre inteligencia y conciencia es comprensible porque en el caso de los seres humanos siempre están juntas. Nosotros solucionamos problemas a través de sentimientos, pero en las computadoras pueden presentarse de manera totalmente separada, de tal modo que podemos tener súper inteligencia sin absolutamente nada de conciencia”. Llegado su turno, la psiquiatra Jodi Halpern apuntó que a la gente poco le preocupa la distinción entre conciencia e inteligencia, y más bien se cuestiona por la definición del yo. Restó entonces importancia a las diferencias semánticas que pudieran tener entre los tres dialogantes, y prefirió plantear un dilema, el cual resultó lo suficientemente interesante y provocativo para colocarse desde ese momento en el centro del debate… Relató que ha impartido la cátedra de Ética de la Ciencia a nivel posgrado desde hace más de veinte años, y que siempre, desde que comenzó, les ha hecho la misma pregunta a todos sus alumnos: “Si tuvieras la posibilidad de implantarte un pequeño electrodo en el cerebro que pudiera tomar por ti las mejores decisiones existenciales —con quién casarte, tener o no tener hijos, a qué dedicarte en la vida…—, y asegurar así resultados felices y una mejor vida…, ¿te lo colocarías?” Contó que hacía apenas catorce días había planteado el mismo cuestionamiento a un grupo de jóvenes estudiantes, y el resultado fue el mismo desde que comenzó a realizar el sondeo: todos y cada uno de sus alumnos han contestado que no. Sorprendentemente, enseguida, la doctora Halpern dijo que después de haber investigado más y más acerca de lo que es realmente la AI, creía que sus alumnos están equivocados. “Pienso que yo sí optaría por la implantación del electrodo… Para tomar decisiones inteligentes confío en la AI; para entenderme y transformarme y relacionarme, no”.

No voy a continuar, por ahora, con lo que respondieron los sapientísimos Dennett y Harari. Quisiera anotar que mi respuesta al dilema no habría sido ni si ni no, quiero decir, no en primera instancia. Hubiera pedido opinión al dichoso electrodo; me lo hubiera colocado provisionalmente para preguntarle si me convendría su implantación definitiva, sí o no y por qué… Y claro, aquí se halla todo el meollo del dilema, me parece: el asunto no es tanto si la dichosa AI pueda determinar por nosotros la mejor opción, la cuestión estriba en si le cederemos o no la voluntad para actuar conforme a dicha decisión, y entonces la interrogante se multiplica al menos por dos: la incógnita no sólo es si será posible crear algún día un artefacto AI capaz de realizar dicha tarea —tomar las mejores decisiones existenciales por nosotros—, sino además si el ser humano podría ser modificado de manera tal que transfiera o entregue su voluntad a un ente autónomo, en este caso un electrodo…, porque, claro, a los humanos, las decisiones más inteligentes no son necesariamente las que más nos gustan.

sábado, 10 de febrero de 2018

¡Adiós, Nicanor!

Ni muy listo ni tonto de remate
Fui lo que fui: una mezcla
De vinagre y de aceite de comer
¡Un embutido de ángel y bestia!
Nicanor Parra, Epitafio.




Nicanor Parra llegó al mundo en otra época y falleció hace apenas unos días. Nació en un pueblito de la provincia chilena de Ñuble, San Fabián de Alico, en un año en el cual todavía existía el Imperio Otomano y a la guerra que entonces había comenzado aún nadie la llamaba Primera Guerra Mundial, 1914… Así que la aritmética dicta que el poeta murió con 103 años a cuestas… Afortunados, nosotros; él se nos fue dejando mucho… Por poemario de muestra pongamos Poemas y antipoemas, de 1954 —entonces Nicanor Segundo Parra Sandoval estaba por cumplir 40 años y previamente apenas había publicado un librito, Cancionero sin nombre (1937)—. En estricto desorden permítaseme traer a cuentas el último poema, Soliloquio del individuo, un artefactote textual que bien permite leerse como una Historia Universal, nada más ni nada menos… Arranca:

Yo soy el Individuo.
Primero viví en una roca
(Allí grabé algunas figuras).
Luego busqué un lugar más apropiado

Y uno —ese uno que soy yo— no puede evitar el recuerdo de la hermosa y sabia explicación que escribió Lewis Mumford —La ciudad en la historia (1961)— respecto al lugar de la cueva en la historia de los lugares humanos: “… la caverna le dio al hombre primitivo su primera concepción del espacio arquitectónico, su primero atisbo del poder de un recinto amurallado como medio para intensificar la receptividad espiritual y la exaltación emotiva… […]…  Pero más importante que su uso con fines domésticos fue la función que la caverna desempeñó en el arte y en el ritual”.

Yo soy el Individuo.
Primero tuve que procurarme alimentos,
Buscar peces, pájaros, buscar leña,
(Ya me preocuparía de los demás asuntos).
Hacer una fogata,
Leña, leña, dónde encontrar un poco de leña,
Algo de leña para hacer una fogata.

Y sigo espejeando con Mumford: “El primer requisito necesario para la existencia de una abundante provisión segura de alimentos surgió en el período mesolítico, tal vez hace quince mil años. A esta altura, el arqueólogo comienza a encontrar claras huellas de asentamientos permanentes desde la India hasta la región del Báltico. Se trata de una cultura basada en el aprovechamiento de mariscos y peces, posiblemente también de algas y tubérculos…” Salto varios versos maravillosos y miles y miles de años —nada más para dejarte con las dudas, con la espina clavada para que busques y halles el libro—, para dejar que Nicanor llegue a la Modernidad:

Produje ciencia, verdades inmutables,
Produje tanagras,
Di a luz libros de miles de páginas,
Se me hinchó la cara,
Construí un fonógrafo,
La máquina de coser,
Empezaron a aparecer los primeros automóviles,

Y hablando de Modernidad, el antepenúltimo poema del mismo libro, Los vicios del mundo moderno, una joya de ya más de medio siglo… Un retablo de nuestro tiempo, aquel que Nicanor vivía y atisbaba a medio siglo XX, el mismo que se resiste a trasmutar en otra cosa y por tanto en el que en la actualidad seguimos. El poema inicia perfilando a personajes harto conocidos hoy…, míralos, reconócelos que hasta parecen salidos de cualquiera de los spots con los que a diario nos bombardean:

Los delincuentes modernos
están autorizados para concurrir diariamente
                                                  a parques y jardines.
Provistos de poderosos anteojos y de relojes de bolsillo
Entran a saco en los kioskos favorecidos por la muerte
E instalan sus laboratorios entre los rosales en flor.
Desde allí controlan a fotógrafos y mendigos que
                                 [deambulan por los alrededores
Procurando levantar un pequeño templo a la miseria.
Y si se presenta la oportunidad llegan a poseer
                                 [a un lustrabotas melancólico.

Y luego, versos más adelante, un cabal inventario, atinadísimo, de las depravaciones del mundo/época que nos tocó en suerte:

El automóvil y el cine sonoro,
Las discriminaciones raciales,
El exterminio de los pieles rojas,
Los trucos de la alta banca,
La catástrofe de los ancianos,
El comercio clandestino de blancas realizado por sodomitas internacionales,
El autobombo y la gula,
Las pompas fúnebres,
Los amigos personales de su excelencia,
La exaltación del folklore a categoría del espíritu,
El abuso de los estupefacientes y de la filosofía,
El reblandecimiento de los hombres favorecidos
                                                                   [por la fortuna,
El auto-erotismo y la crueldad sexual,
La exaltación de lo onírico y del subconsciente en desmedro del sentido común,
La confianza exagerada en sueros y vacunas,
El endiosamiento del falo,
La política internacional de piernas abiertas
               [patrocinada por la prensa reaccionaria,
El afán desmedido de poder y de lucro,
La carrera del oro,
La fatídica danza de los dólares,
La especulación y el aborto,
La destrucción de los ídolos,
El desarrollo excesivo de la dietética y
                    [de la psicología pedagógica,
El vicio del baile, del cigarrillo, de los juegos de azar,
Las gotas de sangre que suelen encontrarse entre
                       [las sábanas de los recién desposados,
La locura del mar,
La agorafobia y la claustrofobia,
La desintegración del átomo,
El humorismo sangriento de la teoría de la relatividad,
El delirio de retorno al vientre materno,
El culto de lo exótico,
Los accidentes aeronáuticos,
Las incineraciones, las purgas en masa, la retención
                                                              [de los pasaportes,
Todo esto porque sí, porque produce vértigo,
La interpretación de los sueños
y la difusión de la radiomanía.

Cierro esta invitación a que leas al antipoeta con la estrofa de un poema —Coplas del vino— que hallo en el tercer libro de Parra, La cuenca larga (1958):

Algunos toman por sed
Otros por olvidar deudas
Y yo por ver lagartijas
Y sapos en las estrellas.

¡Salud!

sábado, 3 de febrero de 2018

Porque soy mexicano

Apuesto que también te tocó verlo. Hace unos días, en la sala de prensa de los Golden Globes, una periodista de una agencia noticiosa china cuestionó a Guillermo del Toro:

— Tiene usted la habilidad de ver el lado oscuro de la naturaleza humana; la fantasía y el terror. Pero también es usted una persona alegre y amorosa. ¿Cómo encuentra este balance?

El cineasta respondió de inmediato: I’m mexican… Los subtítulos no arrojaron una traducción literal, sino que agregaron una palabra para dar cuenta de lo que la gesticulación de Del Toro connotaba: Porque soy mexicano. Y, bueno, luego de eso —risas entre los presentes—, el tapatío elaboró una rauda explicación con fuertes reminiscencias pacianas (El laberinto de la soledad) y pixarianas (Coco):

— Nadie ama la vida más que nosotros (los mexicanos) porque estamos conscientes de la muerte. Así que apreciamos la vida estando a un lado del único lugar al que vamos a ir a parar todos. Digamos que cada uno de nosotros en este planeta abordamos un tren cuyo destino final es la muerte… Así que vamos a vivir; vamos a tener belleza, amor y libertad.

Un par de días después, un screenshot se viralizó en Twitter —supongo que también en el imperio del mal del Facebook—: el fotograma de Guillermo del Toro contestando Porque soy mexicano… La gente le adosó a esta imagen cualquier cantidad de enunciados, contundentemente insulsos casi todos: De cualquier cosa me quiero aliviar con tequila / Porque soy mexicano; Le echo salsa valentina a todo / Porque soy mexicano; ¿Por qué te tratas la presión sanguinea tomándote cocacolas? / Porque soy mexicano… Prácticamente ninguno se escapaba de la generalización desfondada y sosa, de modo que más que memes se quedaban en fraseos memos: ¿Por qué me estaciono en doble fila? / Porque soy mexicano; ¿Por qué aunque estés bien enchilado le sigues poniendo picante a los frijoles? / Porque soy mexicano; Hago san lunes… / Porque soy mexicano…  Llegué a ver algunos que, por sí mismos, bien justificarían recomendar a sus creadores una visita al psiquiatra —Oye, ¿y por qué le rompes toditita la madre a tu mejor amigo contra su propio pastel de cumpleaños? / Porque soy mexicano; ¿Por qué te da miedo cuando ves una chancla? / Porque soy mexicano— y otros de plano criptográficos: ¿Por qué tomaste la carabina sin permiso de Ambrosio? / Porque soy mexicano… Sin embargo, en su gran gran mayoría, aquellos tweets no expresaban más que el consabido malinchismo que padecemos: ¿Por qué eres bien huevón? / Porque soy mexicano? / ¿Por qué dejas todo para el último? / Porque soy mexicano / ¿Por qué sigues atascándote de tacos si ya estás muy gordo? / Porque soy mexicano… Algunos mostraban un ensimismamiento que llegaba al ridículo —¿Por qué tienes el cereal arriba del refrigerador? / Porque soy mexicano…, como si fuera una costumbre que nada más se diera en nuestro país—… En otros era evidente una tremenda capacidad para disc-culparse por omisiones propias endosándoselas a una hipotética identidad nacional —No he terminado la tesis en cinco años / Porque soy mexicano; ¿Por qué me quedo dormido en la clase de inglés? / Porque soy mexicano—; en muchos, un agobiante desconocimiento de la heterogeneidad nacional —¿Por qué fríes los tamales? / Porque soy mexicano—, y en general una triste falta de mundo —¿Por qué te paras como loco cuando el avión aterriza y apenas se está estacionando? / Porque soy mexicano—… Incluso, ya al final de la tendencia, no faltaron los ingeniosos que subieron el autorreferencial obligado: ¿Por qué haces memes babosos con la foto de Guillermo del Toro? / Porque soy mexicano.

El carácter del mexicano es una entelequia que muchos y desde hace cientos de años han tratado de abstraer y formular…, y empleo el vocablo entelequia en su segunda acepción, es decir, “cosa irreal, que no puede existir en la realidad” —y antes de que algún lector critique la redundancia (si es irreal obviamente no existe en la realidad), informo que la definición es de la RAE—. Uno de los primeros apuntes que conozco se lo debemos nada menos que al mismísimo inventor del ensayo moderno, Michel Eyquem de Montaigne (1553-1592), quien perfiló a los mexicanos como estoicos y trabajadores: “Es la lección primera que los mexicanos suministran a sus hijos cuando al salir del vientre de las madres van así saludándolos: ‘Hijo, viniste al mundo para pasar trabajos: resiste, sufre y calla’” —Ensayos, “De la experiencia”—. Cinco siglos más tarde, malhora, José Agustín (1946) travesea en su novela De perfil (1966) y hace que la Queta Johonson caracterice muy distinto a Mexicano: “... ¿conoces a mi perro? Es genial. Se llama Mexicano, porque es un perro mexicano, citadino y de la colonia Del Valle, ¿qué más puede pedir un can? Es flojísimo y toda la cosa, devora un kilo y medio de aguayón diario, se lo cocinan las miaus con ajo, cebollas y trozos de zanahoria. Toda la mañana se tira en el jardín a descansar la onda, las moscas le revolotean y Mexicano como si nada...”

Yo más bien creo que el mexicano no existe o existe solamente como “una quimera conceptual”, para usar las palabras de Alan Knight (1946). Por supuesto, el mexicano en tanto personaje existe: es una creencia generalizada entre muchos de los propios mexicanos; sin embargo, esta caricatura no funciona como concepto explicativo de la realidad…, ¡vamos, sirve poco incluso para hacer memes!