Belief in the causal nexus is superstition.
Ludwig
Wittgenstein, Tractatus
Logico-Philosophicus
Catapulta onírica y serendípica: una mañana de 1764,
un aristócrata londinense despertó con un recuerdo truncado, aunque vivido, de
lo que había soñado: “… me había visto a mí mismo en un antiguo castillo. En la
baranda superior de una enorme escalera vi una mano gigantesca enfundada en una
armadura. Ese mismo día, al anochecer, me senté y comencé a escribir, sin saber
en lo absoluto qué era lo tenía intención de decir o relatar”. Dos meses
después, aquel hombre puso punto final a El
castillo de Otranto; estaba inaugurando el subgénero literario de terror
gótico. Desde el subtítulo de la novela el autor embaucaba: A Story. Translated by William Marshal, Gent. From the Original
Italian of Onuphrio Muralto, Canon of the Church of St. Nicholas at Otranto.
Y en el prefacio de la primera edición, la quimera se cimentaba informando a
los lectores que la obra —ésa que supuestamente había traducido el tal William
Marshal— provenía de un manuscrito de 1529 recientemente descubierto en la
biblioteca de “una antañona familia católica del norte de Inglaterra”, en el
cual se recogía una historia escrita en Italia entre 1095 y 1243. Establecido
el origen misterioso, el pretendido traductor incluso enjuiciaba el texto: “No
hay grandilocuencia, símiles, florituras, digresiones o descripciones
innecesarias. Cada elemento tiende directamente a la catástrofe”. Eruditos y
reseñistas se tragaron el cuento, al igual que el público, y la novela resultó
un éxito comercial… Ese mismo año, en la segunda edición, el autor ya no
etiquetaba su libro como una historia,
sino como una historia gótica, y
además se descubría, dando a conocer su verdadero nombre: Horace Walpole.
Horace
Walpole (1717-1797) se dedicaba a vivir bien, a la historia del arte, al
coleccionismo y a la arquitectura… Adinerado, ilustrado e inteligente, además de
escribir El castillo de Otranto, fiel
a su rol de hombre de letras dieciochesco, se carteaba con muchas personas —se
conservan más de tres mil misivas de su puño y letra—. En una epístola fechada
el 28 de enero de 1754 le cuenta a su tocayo Horace Mann —embajador británico
ante la corte de Florencia—, que accidentalmente había hecho un gran hallazgo
mientras trabajaba en la curaduría de una pintura de Bianca Cappello
(1548-1587), amante y luego segunda esposa de Francisco I de Medici, realizada
por el italiano Giorgio Vasari (1511-1574): al tratar de encontrar en un viejo
tratado de heráldica un escudo de los Medici, se topó con el de los Cappello…
Así que más que accidental, resulta
más certero decir que el encuentro heráldico fue fortuito —la palabra fortuito viene del latín fortuitus, “inesperado, que sucede por
casualidad”, y tiene dos componentes léxicos: fortuna (suerte) y el sufijo -ito
(pequeño)—. Además de contar la anécdota, la denominaba: “este
descubrimiento ha sido casi como de los que yo llamo de serendipia, una palabra muy expresiva…” En el mismo texto Walpole
explica el origen de su neologismo: “El descubrimiento es, realmente, de la
clase que yo denomino serendipity,
una palabra muy expresiva, que como no tengo nada mejor que contarte, procedo a
explicar… Una vez leí un tonto cuento de hadas llamado Los tres príncipes de Serendipia. A medida que sus altezas viajaban
estaban siempre haciendo descubrimientos, por accidente y sagacidad, de cosas
que no estaban buscando: por ejemplo, uno de ellos descubre que una mula ciega
del ojo derecho ha viajado por el mismo camino recientemente, porque el pasto
estaba comido sólo del lado izquierdo, que estaba peor que del derecho… ¿Ahora,
entiendes serendipity?” Nótese cómo
le llegó a Walpole el vocablo que acuñó; serendipia
es una serendipia.
El relato al que se refería Walpole es la versión inglesa de un texto publicado en
1557en Venecia por Michele Tramezzino: Peregrinaggio
di tre giovani figliuoli del re di Serendippo —Peregrinación de los tres hijos jóvenes del rey de Serendippo—, a
su vez una traducción al italiano realizada por Cristoforo Armeno (1534-1557)
de un relato antiquísimo, seguramente basado en la vida de Bahram V Gour, rey
sasánida de Persia entre 420 y 438. En Francia el cuento también era muy
conocido y, como se sabe, un famoso coetáneo de Horace Walpole echó mano de la
historia de los tres príncipes de Serendippo —es decir, la isla de Ceilán, hoy
la República Democrática Socialista de Sri Lanka—: Voltaire (1694-1778), en su
novela Zadig ou la Destinée (1747) haría
que el protagonista, un filósofo de Babilonia, dejara a medio mundo con la boca
abierta describiendo a un perro y a un gato que jamás había visto, al igual que
siglos atrás lo habían hecho los príncipes de Serendippo —en su caso, con un
camello—.
La
Real Academia Española define serendipia
como “hallazgo valioso que se produce de manera accidental o casual”. ¿Hallar
algo que no se busca? Curiosamente, el diccionario otorga a la palabra hallazgo, cuya primera acepción es la
obvia —“acción y efecto de hallar”— un significado casi serendípico: “encuentro
casual de cosa mueble ajena que no sea tesoro oculto”. En inglés, el sentido del
término es más amplio: serendipity se
refiere tanto al hecho del hallazgo afortunado como a la facultad de lograrlo,
lo cual, bien pensado, resulta alucinante: ¿tener la aptitud de hacer algo que
no se quiere hacer?
El
concepto de serendipia sigue siendo difícil de contener. Apenas en 2006, Princeton
University Press publicó una obra póstuma del sociólogo norteamericano Robert
K. Merton (1910-2003), en coautoría con Elinor Barber, The Travels and Adventures of Serendipity. Extrañas coincidencias:
la primera edición de este ensayo se realizó en italiano: Viaggio e Aventure della Serendipity (Il Mulino, 2002).
No hay comentarios:
Publicar un comentario