Laughter is poison to fear.
George
R.R. Martin, A Game of Thrones.
Si a uno le cae muy gordo, digamos, el
candidato de la coalición Por México al Frente, puede, pongamos, subrayar su
juventud, su menudencia curricular y hasta su aniñada apariencia, y llamarlo candidatito. Así nomás, no se tiene que
probar nada, ni documentar nada. O uno puede idear un palíndroma en el que se retrotraiga
la acusación que en mancuerna le hacen el PRI y la PGR: ¿Lava lana? ¡Ay, Anaya! Anal aval. Habrá a quienes les dé risa y a
los que el juego de palabras les parezca tonto y de mal gusto, pero no se
necesita más que hacerlo para hacerlo. O si el guamazo quiere dirigirse en contra
del candidato de Enrique Peña Nieto, más de uno ha jugado con el apellido del
abanderado priísta, que se escribe Meade pero
se dice Mid y suena a Me-ha-de querer seguir fregando… En este
caso tampoco hay que desarrollar un razonamiento lógico para, sin más, soltar a
la chanza. ¿O qué tal que sea el tabasqueño el que te provoca náuseas? Puedes hacerlo
público diciéndole Lopitos, como hace
Fox, con todo el afán de ningunearlo… Y otra vez: no es necesario fundamentar la
ocurrencia, la espetas y listo, a ver a quién le hace gracia…
No
es lo mismo si eres un insigne intelectual mexicano y publicas en The New York Times un texto editorial
que titulas “The End of Mexican Democracy?” (7/III/2018). No es lo mismo
porque, de entrada, los lectores llegarán al texto predispuestos a atender un
discurso serio, bien hilado y fundamentado. Por supuesto, habrá quienes vayan
más allá e incluso se predispongan, erróneamente, y pretendan encontrar en los
juicios de Enrique Krauze verdades, si no científicas, al menos
historiográficas, desatendiendo lo que en negritas advierte la propia
publicación antes del título: Opinion
—que en español significa tal cual, pero con acento ortográfico en la última
sílaba—. Es decir, el autor presenta una serie de pensamientos con los que cada
quien podrá o no estar de acuerdo: sus pareceres, pues. Claro, no todo lo que
en su escrito afirma es una opinión —por ejemplo, el primer enunciado expresa
un hecho: “El primero de julio, los mexicanos elegiremos a nuestro presidente
para los próximos seis años”*—. Con todo, hay de opiniones a opiniones: hemos
quienes opinamos que fue una gran falta de respeto que el presidente
constitucional de la República Mexicana le haya dicho a sus gobernados que “no
hay chile que les embone” (17/IV/2017), y habrá otros que piensen que su dicho
coloquial no pasa de una bromita inofensiva…; de acuerdo, cada quien en su
derecho, y si se tiene el ánimo y la educación suficientes incluso se puede
dedicar tiempo a discutir las opiniones y tratar de convencer a los demás. Sin
embargo, opinión, como cualquier otro
concepto, tiene sus límites, sus fronteras semánticas, de tal suerte que hay
significados que simplemente no están contenidos en él. Así como ni un camello
ni una molécula de aluminio ni una artículo de la Constitución es una historia, así tampoco ni una fobia ni
una mentira ni una cuento de hadas pueden pasar por una opinión… El problema es que sí es posible confundir un miedo o una fábula
con una opinión, o peor, con una verdad indiscutible. Más grave que confundir
resulta camuflar propositivamente una fobia y una ficción en un bosque de
opiniones e informes, para hacerlos pasar por verdades. Tal es la operación que
realiza Krauze.
Sería
impertinente juzgar una opinión en términos de veracidad. Por ejemplo, el
viernes pasado el monero Patricio tuiteó: “Yo opino que deberían hacer una
Barbie de @RosarioRobles”. No sería adecuado calificar tal proposición —la
entrecomillada— como verdadera o falsa; el caricaturista eso opina, y uno podrá
estar a favor o en contra de su idea, pero no tacharla de mentira, ni siquiera
de ilógica. Es igual que el segundo aserto que sentencia Krauze: “No serán unas
elecciones ordinarias”. Una opinión…, discutible, por supuesto —¿qué proceso
electoral ha sido ordinario?—, pero
no en cuanto a su conformidad con respecto a la verdad. Enseguida, el enunciado
que se cuela en el texto como la tesis central: “… lo que está en juego no es
sólo un cambio de gobierno sino también un cambio en la naturaleza misma de la
democracia liberal que México ha construido en lo que va del siglo”. Y líneas
más abajo, ya afinado el tono de gravedad apocalíptica, la advertencia: “no
será la primera vez que una elección democrática ponga a prueba a la democracia”
—¿algo así como un suicidio del sistema? En fin, otra opinión—. Una vez que ha revelado
la terrible amenaza, ya agazapada desde el título/pregunta de su artículo, el
señor Krauze, antes de señalar al ente amenazante, dedica dos párrafos a
esbozar un relato de nuestra historia política reciente, mismo que podría resumirse
así: a partir de 1928, el país vivió una monarquía sexenal, “con ropajes de
republicanismo”; muchos años después, en 2000, ¡albricias!, “la victoria de
Vicente Fox…, puso fin al largo reinado del PRI. Y comenzó el experimento
democrático en el que vivimos hasta ahora”. Las siguientes elecciones las
despacha con nueve palabras: “El PAN ganó nuevamente con Felipe Calderón en
2006”, y las más recientes con trece: “en 2012 el poder presidencial regresó al
PRI con Enrique Peña Nieto”. Informes ambos que, dada su concisión, resultan indiscutibles,
aunque den cuenta de sucesos que merecerían una problematización mínima —más
aún si el asunto central es, precisamente, la democracia y las elecciones
presidenciales—. Pero nada, Enrique Krauze establece que México ya es una
democracia, y presenta sus pruebas: alternancia, “el presidente ya no es un
monarca absoluto”, el Congreso se integra por representantes de varios partidos
políticos, “la Suprema Corte de Justicia es independiente” y “los órganos
autónomos clave… operan profesionalmente” (particularmente menciona al INE y a
Banco de México). Una maravilla, pues, en la que además agrega, en el mismo
párrafo, como una prueba de la existencia de la democracia mexicana —¡oh,
alquimia!—, la libertad de expresión, gracias a la cual, “aunque todavía es
algo limitada…, se han revelado casos de corrupción que habrían permanecido
ocultos en el siglo XX”. Enseguida, ¡faltaba más!, Krauze dedica un párrafo a
criticar la situación del país —67 palabras en el texto original en inglés—,
después dos para presentar a los candidatos en contienda —190 palabras— y luego
la médula de su discurso: seis párrafos —524 palabras— en los que enjuicia a Andrés
Manuel López Obrador, la amenaza para la democracia.
El
diagnóstico de la actualidad comienza reiterando que “México es ya una
democracia”, pero, enseguida, la enorme piedra en el arroz: “hay un profundo
descontento con sus resultados”. La primera parte de la oración puede
entenderse como una opinión, pero la segunda es, si no una mentira, por lo
menos una imprecisión: el profundo descontento no es con los resultados de la
democracia, sino con los resultados de los gobiernos emanados de la presunta
democracia instaurada —ojo, digo presunta
democracia porque habrá quienes recuerden el hecho irrebatible de que ninguno
de dichos gobiernos ha representado a la mayoría de los electores, por no
mencionar que hay datos duros suficientes para, por lo menos, afirmar que las
dos últimas elecciones no fueron limpias, de tal manera que desde dicha
perspectiva podría decirse que más bien que el “profundo descontento” se debe a
la deficiente instauración del sistema democrático—. Y enlista los malos
resultados achacados a la democracia: escaso crecimiento económico, pobreza,
desigualdad… “y cuatro terribles problemas complican esta situación: violencia,
inseguridad, impunidad y corrupción”. Cierto, aunque puesto así parecen como si
los mentados problemas nos hubieran
caído del cielo y no pasaran de complicaciones… Aquí sí no menciona agentes
responsables.
Siguen
los dos párrafos en los que presenta a los candidatos en contienda: el pobre
Meade, quien “sufre las consecuencias” de los susodichos “terribles problemas”;
Anaya, a quien los electores “no tienen aún manera de juzgar porque no ha presentado
un programa detallado”; AMLO, el candidato de Morena, y finalmente la morralla,
los independientes que aparecerán en la boleta pero que “no tienen ninguna
posibilidad real de ganar”. La presentación del elenco no termina sin un juicio
en conjunto, en el cual sólo uno sale raspado: “Más allá de sus diferencias
políticas, todos ellos, con excepción del Sr. López Obrador, comparten un
respeto por la democracia”. En la anterior opinión va implícito, claro, un
diagnóstico: el Peje está loco porque, no respetando la democracia, participa
en la contienda democrática. Muy su opinión de Krauze.
El
más de medio millar de palabras con los que el articulista refiere “los
precedentes” antidemocráticos de López Obrador aglutina las consabidas pruebas —para
quienes así lo creen— de que el hombre es un peligro para México… Que mandó al
diablo a las instituciones, que el plantón de Reforma, que si ha dicho que la
Suprema Corte es un instrumento de la oligarquía, que si ha ofrecido amnistía a
los narcos, que si “ha mostrado una intolerancia inflexible con los
intelectuales y la prensa”…, en fin, casi todos, más que hechos, dichos más o
menos comprobables… —todos, salvo la liga de “fervor religioso entre el Sr.
López Obrador y sus seguidores”; juicio que es imposible de probar—…, a partir
de los cuales Krauze expresa opiniones críticas contra el Peje. Bien, muy sus
opiniones, discutibles todas…
El
problema se encuentra al final de su diatriba, en donde Enrique Krauze inserta
un miedo y una ficción. Entiendo que el miedo que expresa no sólo lo siente un
grupo de personas no especificado sino también él mismo: “Muchos mexicanos
liberales tienen miedo de que [López Obrador] revierta la apertura a la
inversión privada y extranjera en la producción petrolera mexicana y opte por
proteger la economía nacional de la competencia internacional”. Más allá de que
es discutible que 1) sea o no fundado el temor, y 2) que en efecto sea
inconveniente para los intereses nacionales revertir la Reforma Energética,
subrayo que lo que se expresa es un miedo —fear—,
y me temo —aquí yo expreso el mío propio— que lo que pretende es propagarlo.
Enrique
Krauze dedica el penúltimo párrafo de su artículo de opinión a su miedo
personal, un miedo a una “actitud” del candidato morenista: “Mi principal
preocupación… es su actitud hacia nuestra aún frágil democracia”, lo cual basa
no en hechos, no en noticias, ni siquiera en opiniones, sino en una ficción de
tres pisos, que no tiene desperdicio:
Primera
parte: “Si el Sr. López Obrador eligiera incitar a movilizaciones populares y
plebiscitos…”. Segunda: “… su gobierno podría convocar a una Asamblea
Constituyente y avanzar hacia la anulación de la división de poderes y la
subordinación de la Corte Suprema y otras instituciones autónomas después de
restringir la libertad de los medios y silenciar cualquier voz disidente”. Tercera:
“En tales circunstancias, México podría convertirse una vez más en una
monarquía, mesiánica con el estilo de un caudillo sin vestimenta republicana:
‘el país de un solo hombre’.”
La ficción es kafkiana: resulta que el
tabasqueño, por medio de plebiscitos, es decir, de un instrumento democrático —la
Real Academia define plebiscito como una “consulta por medio de la cual se
somete una propuesta a votación para que los ciudadanos se manifiesten en
contra o a favor”—, instauraría una monarquía. Ya en la ruta de la fabulación
—confabulando—, resulta meritorio que don Enrique no haya también escrito que
el Peje podría, ya siendo monarca-caudillo por elección popular, implantar la
República Bolivariana en México y en un descuido hasta reinstaurar los sacrificios
humanos.
“The
End of Mexican Democracy?” cierra con una esperanza: “que el legítimo
descontento de los mexicanos y la urgente necesidad de cambio no nos lleve a la
desaparición de nuestra incipiente pero genuina democracia”. Genuina, genuina,
pero incapaz, según el articulista, de resistir que gane el contendiente que le
cae más gordo.
* La traducción del inglés al español es
mi responsabilidad.
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