… el mundo enseña humildad.
Ryszard
Kapuściński, Viajes con Heródoto.
¿Cómo no estar de acuerdo con Kapuściński? Tipos como Heródoto no se dan en
maceta, son como garbanzos de a libra: “No abundan… naturalezas tan fervorosas.
El hombre medio no muestra especial interés por el mundo. A él ha venido y en
él se ve obligado a vivir, y no tiene más remedio que afrontar este hecho lo
mejor que pueda y sepa; cuanto menos esfuerzo le exija, tanto mejor. Mientras
que la absorbente empresa de conocer el mundo requiere un esfuerzo gigantesco y
una dedicación absoluta. La mayoría de la gente tiende más bien a desarrollar
habilidades contrarias: mirar para no ver y escuchar para no oír.”
Igual que Heródoto de Halicarnaso (c. 485 a. C. – 425 a. C.), Ryszard Kapuściński
(1932-2007) quiso ver, quiso oír, y se empecinó en conocer el mundo. Voluntariosos,
cotillas, optimistas incurables. El periodista e historiador polaco se preguntó
qué bicho le habría picado al pensador griego para decidirse a salir de su
polis y aventurarse a explorar y averiguar para tratar de entender a los otros,
a los demás…: “¿Qué lo impele cuando, intrépido e incansable, se lanza a su
gran aventura? Creo que una fe llena de optimismo en que es posible describir
el mundo”. Corresponsal internacional, Kapuściński acostumbraba cargar en la
maleta un montón de libros, entre ellos, el grueso volumen de Historia —“el primero en tomar
conciencia de la multiplicidad del mundo como esencia del mismo no fue otro que
Heródoto”—. De ahí surgió Viajes con
Heródoto, cuya edición príncipe en polaco data de 2004. Dos años después,
Anagrama publica la traducción al español. Historia contemporánea y de la
Antigüedad, etnografía, sociología, geografía, reflexión filosófica… Un
banquetazo.
Desde el comienzo, Viajes con Heródoto me recordó otro enorme librito de viajes, el
imprescindible Un bárbaro en Asia, de
Henri Michaux (1899-1984) —la traducción del francés a nuestro idioma se la debemos
a Borges—. La obra de Michaux fue publicada en 1945, aunque narra una serie de
viajes ocurridos a lo largo de 1933. Por su parte, Kapuściński empieza su libro
contando su primera misión fuera de su país, en los albores de la década de los
cincuenta del XX. En ambos casos, tanto en el del libro del belga como en el
del polaco —los dos espléndidos prosistas, los dos poetas, los dos artistas
plásticos—, el destino inicial es el mismo. “La India fue mi primer encuentro
con la otredad…”, recuerda Ryszard Kapuściński.
El íncipit del libro de Michaux es un
párrafo/oración terminante: “En la India nada para ver, todo que interpretar”. Un
par de décadas después, a eso mismo, a interpretar, iría Kapuściński a la India…
Llegó a Nueva Delhi peor equipado que a la guerra un soldado sin fusil: no
hablaba ni siquiera inglés… Sin embargo, encontró la punta de la madeja: “Mientras
deambulaba por la ciudad, me apuntaba inscripciones de rótulos, nombres de
productos expuestos en las tiendas, palabras oídas en las paradas del autobús.
En los cines tomé notas, a oscuras, casi a tientas, de palabras que aparecían
en la pantalla, y copié eslóganes de las pancartas cuando me topaba con alguna
manifestación. Fui penetrando en la India no a través de imágenes, sonidos y
olores, sino a través de la lengua, que, además, ni siquiera era el vernáculo
hindi, sino una lengua extranjera, impuesta, pero que, aun así, estaba tan
arraigada en el suelo indio que se identificaba con el país y, para mí, se
había convertido en una clave imprescindible.” La estrategia no era mala, al
contrario; Henri Michaux había advertido años atrás: “En el mundo entero uno
puede entenderse por señas. En la India, imposible”. Así que la apuesta por de Kapuściński
fue acertada: “Mi lucha por la India fue, en su primer asalto, una batalla con
la lengua. Comprendí que cada mundo entrañaba un misterio y que el acceso al
mismo sólo lo podía facilitar la lengua. Sin conocerla, ese mundo permanecería para
nosotros insondable e incomprensible, por más años que pasásemos en su
interior. Más aún: descubrí un relación entre tener nombre y existir, pues cada
vez que volvía al hotel me daba cuenta de que en la ciudad había visto tan sólo
aquello que sabía nombrar, por ejemplo recordaba una acacia pero no el árbol
que crecía junto a ella, porque desconocía su nombre. En una palabra, comprendí
que cuanto más vocabulario atesorase, más pronto —y más rico en su inabarcable
diversidad— se abriría ante mí el mundo”.
Leyendo lo anterior uno no puede más que comprender
lo terriblemente ajenos, forasteros, ¡vamos!, bárbaros, que necesariamente
deben sentirse las personas que transitan por la vida con un arsenal
lingüístico misérrimo. Alienígenas en su propia casa, más extraños que Heródoto
en Media. El mundo se engrandece nominándolo, los horizontes se amplían con
palabras. La realidad es tan rica como los acuerdos semánticos que la comunidad
comparta. Así que para darnos una idea aproximada de la complejidad de la India,
Kapuściński no se refiere el exotismo de la flora o la fauna o a la rareza de
las costumbres de los humanos…, no, acude al lenguaje: “Es imposible
inventariar los libros sagrados del hinduismo: sólo uno de ellos, el Mahabharata, cuenta con alrededor de
doscientos veinte mil versos de dieciséis sílabas, es decir, ocho veces más que
la Ilíada y la Odisea juntas!”
Heródoto, Michaux y Kapuściński nos
muestran reiteradamente que los demás, los otros, los más excéntricos pueden
ser el mejor “espejo en que mirarnos para comprendernos mejor a nosotros
mismos”.
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