Por favor atienda… La siguiente es una
aseveración opulenta, fulgente, certera y en última instancia tremendamente
triste; inusitada y original, ciclópea, condensa en unas cuantas palabras un conocimiento
copioso… Intente concentrarse y comprender… Aquí va:
“Cada época, a excepción de la nuestra, ha
tenido su modelo, su ideal [de persona], pero todos ellos —el santo, el héroe,
el caballero y el místico— se han visto sacrificados por nuestra cultura”.
Espero que usted caiga en la cuenta de que
hasta aquí el trancazo es severo… Pues espere ahora a leer la contundencia del
remate, que no admite controversia, que produce contusión, que nos deja en la
lona:
“Lo único que ahora nos queda es el sustituto
pálido y dudoso del hombre bien adaptado (well-adjusted
man) y sin problemas”.
¡Sopas! Dicho en corto: a lo más que puede
uno aspirar en la actualidad es a encajar, a no hacer olas, a llevársela
tranquila hasta colgar los tenis… Nadar de muertito, la gran estrategia de
vida. Fulano de Tal es un ser humano formidable… Ah, ¿sí? Sí, claro, ahí la va
pasando, sin dramas, sin líos… ¡Puaf! Mejor: Perenganito es lo máximo, es
feliz…
Ciertamente, en nuestro horizonte
cultural, el de la Modernidad, hemos sepultado bajo toneladas de racionalismo, escepticismo
y radicalismo cualquier posibilidad concreta al hombre o a la mujer
extraordinarios.
Cuando leí este par de poderosos juicios
de Maslow, lo primero que me vino a la cabeza fue una imagen de san Sebastián. Evoco
a botepronto el retrato
atribuido a Francesco di Gentile de Fabriano (1460-1500), en el que aparece
el santo mirándonos de frente. El negro y el oro acaparan. Ni la aureola lo
despeina. De la descripción museográfica del Palais des Beaux-Arts de Lille —en
donde se halla el original— subrayo y traduzco al vuelo: “Según el Légende dorée de Jacques de Voragine, Sebastián…
estaba ‘cubierto de púas como un erizo’. Sin embargo, el pintor sólo muestra
algunas flechas para resaltar la musculatura del joven. A pesar de que en las
primeras representaciones san Sebastián se muestra como un hombre maduro y
barbudo, el Renacimiento italiano prefirió la imagen de un joven sin barba. En
las imágenes cristianas, San Sebastián es uno de los raros pretextos para representar
la desnudez masculina. Además, el artista insiste en que el personaje es digno
de la santidad: es insensible al dolor. Esta elección resalta la belleza ideal
del mártir”. ¡Qué ajeno resulta ya para nosotros un personaje como este! Distante
y absurdo. Recordará usted, lector, que Sebastián (256-288) —las historia más
añeja que tenemos del héroe, mártir y santo se debe a San Ambrosio de Milán (c. 340-397)— era un galo que se
incorporó a la milicia romana, y gracias a su valentía, coraje y disciplina
escaló hasta formar parte de la guardia pretoriana del emperador Maximiano. La única
manchita en su expediente era que el hombre era cristiano. Una vez descubierto,
a Sebastián se le dio la oportunidad de escoger entre su carrera militar o su
fe. No renegó de su religión de esclavos y por eso fue llevado a la arena en
donde lo encueraron y, atado a un poste, lo cocieron a flechas. Sus amigos se
llevaron lo que creían ya un cadáver, pero milagrosamente, Sebastián sobrevivió.
Recuperado, en lugar de escapar de Roma, fue a reclamarle al emperador que
persiguiera a los pobres cristianos. Endiablado, Maximino ordenó que lo
ejecutaran de inmediato y ahora sí no hubo milagro que le salvara el pellejo.
Hoy a nosotros no nos queda más que adaptarnos
a las circunstancias e ir salvando el pellejo: “… el sustituto pálido y dudoso
del hombre bien adaptado y sin problemas”.
Esta infausta y atinada idea fue escrita por Abraham Harold Maslow, y por
vez primera publicada hace casi sesenta años en el texto introductorio de un
libro suyo que desde entonces sería un best
seller: Toward a Psychology of Being
(Reinhold, 1962).
Abraham H. Maslow fue el primogénito de un
artesano ucraniano que sabía reparar barriles, Samuel Maslow, quien, como otros
miles de judíos, tuvo que huir del pogromo que
el zar Nicolás II emprendió entre 1903 y 1906 por todo el imperio ruso. Samuel
emigró a Estados Unidos y terminó avecindándose en Nueva York. Poco después se
sentó a escribirle un par de líneas a una prima suya, Rose, quien se había
quedado en Kiev; en la carta le proponía matrimonio. Ella aceptó y viajó a
América. La pareja de inmigrantes tuvo siete vástagos; el primero, Abraham, a
quien sus cercanos llamaban Abe, nació en 1908. “Fui un niño tremendamente
infeliz… Mi familia era desgraciada y mi madre era una criatura horrible”. Madre
espantosa y padre ausente; Abe se convirtió en “un joven muy tímido y
neurótico, deprimido, terriblemente desdichado, solitario y que se rechazaba a
sí mismo” —según él mismo recuerda—. Por fortuna, pronto halló redención en los
libros —aprendió a leer a los cinco años de edad— y el estudio. En 1928, se
trasladó a Madison para ingresar en la Universidad de Wisconsin, en la que se
especializó en Psicología. Años más tarde se incorporaría a la Nueva Escuela de
Investigación Social de Nueva York, en la que tendría como mentores a las
eminencias de la Psicología y el Psicoanálisis como Adler, Fromm, Wertheimer y
Goldstein, y también a prominentes antropólogos como Margaret Mead, Ruth
Benedict y Linton. Fue entonces cuando Abe Maslow concibió la idea de que sí,
quedaban modelos de grandes seres humanos. Como prototipos centró su atención
en la antropóloga Ruth Benedict y en Max Wertheimer, fundador de la teoría
Gestalt. ¿Héroes, santos, mártires? No, un modelito más terrenal que ya
veremos…
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