Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

sábado, 15 de febrero de 2020

Ni héroes ni santos


Por favor atienda… La siguiente es una aseveración opulenta, fulgente, certera y en última instancia tremendamente triste; inusitada y original, ciclópea, condensa en unas cuantas palabras un conocimiento copioso… Intente concentrarse y comprender… Aquí va:

“Cada época, a excepción de la nuestra, ha tenido su modelo, su ideal [de persona], pero todos ellos —el santo, el héroe, el caballero y el místico— se han visto sacrificados por nuestra cultura”.

Espero que usted caiga en la cuenta de que hasta aquí el trancazo es severo… Pues espere ahora a leer la contundencia del remate, que no admite controversia, que produce contusión, que nos deja en la lona:

“Lo único que ahora nos queda es el sustituto pálido y dudoso del hombre bien adaptado (well-adjusted man) y sin problemas”.  

¡Sopas! Dicho en corto: a lo más que puede uno aspirar en la actualidad es a encajar, a no hacer olas, a llevársela tranquila hasta colgar los tenis… Nadar de muertito, la gran estrategia de vida. Fulano de Tal es un ser humano formidable… Ah, ¿sí? Sí, claro, ahí la va pasando, sin dramas, sin líos… ¡Puaf! Mejor: Perenganito es lo máximo, es feliz…

Ciertamente, en nuestro horizonte cultural, el de la Modernidad, hemos sepultado bajo toneladas de racionalismo, escepticismo y radicalismo cualquier posibilidad concreta al hombre o a la mujer extraordinarios.

Cuando leí este par de poderosos juicios de Maslow, lo primero que me vino a la cabeza fue una imagen de san Sebastián. Evoco a botepronto el retrato atribuido a Francesco di Gentile de Fabriano (1460-1500), en el que aparece el santo mirándonos de frente. El negro y el oro acaparan. Ni la aureola lo despeina. De la descripción museográfica del Palais des Beaux-Arts de Lille —en donde se halla el original— subrayo y traduzco al vuelo: “Según el Légende dorée de Jacques de Voragine, Sebastián… estaba ‘cubierto de púas como un erizo’. Sin embargo, el pintor sólo muestra algunas flechas para resaltar la musculatura del joven. A pesar de que en las primeras representaciones san Sebastián se muestra como un hombre maduro y barbudo, el Renacimiento italiano prefirió la imagen de un joven sin barba. En las imágenes cristianas, San Sebastián es uno de los raros pretextos para representar la desnudez masculina. Además, el artista insiste en que el personaje es digno de la santidad: es insensible al dolor. Esta elección resalta la belleza ideal del mártir”. ¡Qué ajeno resulta ya para nosotros un personaje como este! Distante y absurdo. Recordará usted, lector, que Sebastián (256-288) —las historia más añeja que tenemos del héroe, mártir y santo se debe a San Ambrosio de Milán (c. 340-397)— era un galo que se incorporó a la milicia romana, y gracias a su valentía, coraje y disciplina escaló hasta formar parte de la guardia pretoriana del emperador Maximiano. La única manchita en su expediente era que el hombre era cristiano. Una vez descubierto, a Sebastián se le dio la oportunidad de escoger entre su carrera militar o su fe. No renegó de su religión de esclavos y por eso fue llevado a la arena en donde lo encueraron y, atado a un poste, lo cocieron a flechas. Sus amigos se llevaron lo que creían ya un cadáver, pero milagrosamente, Sebastián sobrevivió. Recuperado, en lugar de escapar de Roma, fue a reclamarle al emperador que persiguiera a los pobres cristianos. Endiablado, Maximino ordenó que lo ejecutaran de inmediato y ahora sí no hubo milagro que le salvara el pellejo.

Hoy a nosotros no nos queda más que adaptarnos a las circunstancias e ir salvando el pellejo: “… el sustituto pálido y dudoso del hombre bien adaptado y sin problemas”. Esta infausta y atinada idea fue escrita por Abraham Harold Maslow, y por vez primera publicada hace casi sesenta años en el texto introductorio de un libro suyo que desde entonces sería un best seller: Toward a Psychology of Being (Reinhold, 1962).

Abraham H. Maslow fue el primogénito de un artesano ucraniano que sabía reparar barriles, Samuel Maslow, quien, como otros miles de judíos, tuvo que huir del pogromo que el zar Nicolás II emprendió entre 1903 y 1906 por todo el imperio ruso. Samuel emigró a Estados Unidos y terminó avecindándose en Nueva York. Poco después se sentó a escribirle un par de líneas a una prima suya, Rose, quien se había quedado en Kiev; en la carta le proponía matrimonio. Ella aceptó y viajó a América. La pareja de inmigrantes tuvo siete vástagos; el primero, Abraham, a quien sus cercanos llamaban Abe, nació en 1908. “Fui un niño tremendamente infeliz… Mi familia era desgraciada y mi madre era una criatura horrible”. Madre espantosa y padre ausente; Abe se convirtió en “un joven muy tímido y neurótico, deprimido, terriblemente desdichado, solitario y que se rechazaba a sí mismo” —según él mismo recuerda—. Por fortuna, pronto halló redención en los libros —aprendió a leer a los cinco años de edad— y el estudio. En 1928, se trasladó a Madison para ingresar en la Universidad de Wisconsin, en la que se especializó en Psicología. Años más tarde se incorporaría a la Nueva Escuela de Investigación Social de Nueva York, en la que tendría como mentores a las eminencias de la Psicología y el Psicoanálisis como Adler, Fromm, Wertheimer y Goldstein, y también a prominentes antropólogos como Margaret Mead, Ruth Benedict y Linton. Fue entonces cuando Abe Maslow concibió la idea de que sí, quedaban modelos de grandes seres humanos. Como prototipos centró su atención en la antropóloga Ruth Benedict y en Max Wertheimer, fundador de la teoría Gestalt. ¿Héroes, santos, mártires? No, un modelito más terrenal que ya veremos…

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