Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

domingo, 26 de abril de 2020

Fin viral


¿Son las últimas horas de este ayer
o el instante en que se abre otro mañana?
Se me ha perdido el mundo
y no sé cuándo
comienza el tiempo de empezar de nuevo.
José Emilio Pacheco, Horas altas.


This is the way the world ends
Not with a bang but a whimper.
T. S. Eliot



Urbi et orbi, el statu quo ya se chingó. Un ente, ¡qué digo un ente!, un mísero entecito de no más de 20 nm —un nanómetro es la milmillonésima parte de un metro—, el SARS-CoV-2, desató y propagó la catástrofe de nuestro mundo.  ¡Hágase el caos!, decretó el virus y el caos se viralizó. Asia, Europa, Oceanía, África, América… Desde el universo microscópico en donde los ácidos nucleicos actúan, la reacción en cadena está transmutando todo, células, tejidos, órganos, organismos, sociedades, países…, hasta las más recónditas complejidades de la aldea global y sus endebles equilibrios geopolíticos, pasando, por supuesto, por cada uno de nosotros, contagiados y sanos: los soberbios sapiens que hasta hace apenas unas cuantas semanas estábamos seguros de poder entenderlo todo y controlar todo. El bichito zamarreó nuestra arrogancia tecnológica y desenmascaró la ridícula altanería de la datamancia y otras supersticiones modernas, y nos dejó encuerados frente a la incertidumbre… Macron, el presidente francés, descubre el hilo negro y, sabiondo, declara encarnando a Occidente: “Obviamente han sucedido cosas que no sabemos”.

De un tiempo acá, muchas conciencias espabiladas alertaban que el capitalismo global y los estados nacionales ya se movían en calidad de seres deshauciados…, pero se movían, y no pocos señalaban que las grietas que dejaban ver por todos lados son estructurales. El asunto dejo de ser teórico, y hoy es imposible no atender la evidencia: los dos grandes pilares del orden mundial contemporáneo, el socioeconómico y el sociopolítico, están atascados y se tambalean en grotesca inoperancia.


Hace justo un año, a la luz del extraordinario ensayo publicado en The Guardian por Rana Dasgupta acerca de la desfallecimiento del Estado Nación, el agente que ha dominado la historia política del orbe durante casi cinco siglos —The demise of the nation state—, advertía yo: ventarrones de cambio atruenan por todo el planeta…, y no, no es el optimismo lo que campea… Se percibe inestabilidad por doquier, los chascos acechan, en cada rincón hay un monstruo listo para saltarnos encima… ¿Qué diantres está sucediendo?… Y no, no fue un monstruo, resultó un bichito pantagruélico que ni a alimaña llega, una instrucción inanimada que desbarajusta la vida.

Wolfgang Streeck, director emérito del Instituto Max Planck para el Estudio de las Sociedades, publicó hace poco el libro How Will Capitalism End? (Verso Books, 2016). Para pronto, afirmaba: “el capitalismo contemporáneo está desintegrándose por sí mismo (vanishing onto its own)”. ¿De plano, el capitalismo, el sistema de producción basado en el ansia desbocada de plusvalía? Claro, pero no sólo: el capitalismo no se reduce a gente luchando por obtener ganancias, sino que ha sido también el orden social que soporta dicha dinámica económica: “cierta gobernanza, ciertos mecanismos de contención, el corazón social del sistema que se hace responsable de las necesidades de la gente que provee de legitimidad a la organización capitalista de la economía”. Por ejemplo, todo el aparato que consigue que a la mayoría de nosotros no le parezca una colosal estupidez que un señor que juega fútbol gane mil veces más que un médico especializado en cuidados intensivos. Dialéctico, el doctor Streeck disertaba: el capitalismo colapsa “debido a sus contradicciones internas, y no menos por haber vencido a todos sus enemigos, los cuales a menudo lo habían rescatado de sí mismo obligándolo a asumir nuevas formas”. Así mero: al capitalismo contemporáneo ya no le quedan enemigos —hasta la China comunista se contagió y le entró al juego—, y se quedó sólo en el ring contra sí mismo, por quien está siendo derrotado, devorándose a sí mismo. ¡Ups! ¿Y qué tal que el flamante modelito de coronavirus se convierte en el enemigo emergente y por tanto salvador del antañón capitalismo?

Para el marxismo ortodoxo, conforme a la dialéctica hegeliana, lo nuevo desplaza a lo viejo. Las fuerzas del cambio empujan. Pero quizá no siempre ha sido así, tal vez a veces lo viejo caduca y fenece, cuando todavía no hay nada nuevo listo para sustituirlo. Creo que así nos agarró la pandemia. Y, ojo, el marxismo ortodoxo es totalmente antropocentrista —no podía ser de otra manera siendo como es de cepa humanista—; luego entonces, considera que los agentes de cambio sólo son humanos. Las fuerzas históricas chocan, se agravan las contradicciones y el cambio ocurre. ¡Ah, qué bonito…! Pero evidentemente no siempre ha sido así. Sequías, glaciaciones, plagas, pandemias, que sencillamente no cuentan para el materialismo histórico, han intervenido una y otra vez en el azaroso devenir de nuestra especie a través del tiempo. Y sí, vea usted que sí cuentan: por ejemplo, luego de más de cien mil años confinados en África, los sapiens comenzaron a invadir el mundo entero, acicateado por el cambio climático, y de unos setenta mil años para acá la plaga humana ha copado el planeta. O qué tal aquí, en el corazón de lo que hoy es nuestro país: el primer desarrollo urbano de la cuenca del Valle de México, Cuicuilco, perdió viabilidad por la erupción del volcán Xitle, lo cual ocasionó su abandono —el registro arqueológico muestra que mucha gente pudo haber emigrado a Teotihuacán—.

La normalidad es una ilusión colectiva, de la cual resulta muy fácil despertar. Saldremos de casa distintos a reconocernos y a inventar un nuevo orden de las cosas. Nada está escrito.

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