¿Son las últimas horas de
este ayer
o el instante en que se abre
otro mañana?
Se me ha perdido el mundo
y no sé cuándo
comienza el tiempo de empezar
de nuevo.
José
Emilio Pacheco, Horas altas.
This is the way the world ends
Not with a bang but a whimper.
T.
S. Eliot
Urbi
et orbi, el statu quo ya se chingó. Un ente, ¡qué
digo un ente!, un mísero entecito de no más de 20 nm —un nanómetro es la
milmillonésima parte de un metro—, el SARS-CoV-2, desató y propagó la
catástrofe de nuestro mundo. ¡Hágase el
caos!, decretó el virus y el caos se viralizó. Asia, Europa, Oceanía, África,
América… Desde el universo microscópico en donde los ácidos nucleicos actúan, la
reacción en cadena está transmutando todo, células, tejidos, órganos,
organismos, sociedades, países…, hasta las más recónditas complejidades de la
aldea global y sus endebles equilibrios geopolíticos, pasando, por supuesto,
por cada uno de nosotros, contagiados y sanos: los soberbios sapiens que hasta
hace apenas unas cuantas semanas estábamos seguros de poder entenderlo todo y
controlar todo. El bichito zamarreó nuestra arrogancia tecnológica y desenmascaró
la ridícula altanería de la datamancia y otras supersticiones modernas, y nos
dejó encuerados frente a la incertidumbre… Macron, el presidente francés,
descubre el hilo negro y, sabiondo, declara encarnando a Occidente: “Obviamente
han sucedido cosas que no sabemos”.
De un tiempo acá, muchas conciencias
espabiladas alertaban que el capitalismo global y los estados nacionales ya se
movían en calidad de seres deshauciados…, pero se movían, y no pocos señalaban
que las grietas que dejaban ver por todos lados son estructurales. El asunto
dejo de ser teórico, y hoy es imposible no atender la evidencia: los dos
grandes pilares del orden mundial contemporáneo, el socioeconómico y el
sociopolítico, están atascados y se tambalean en grotesca inoperancia.
Hace justo un año, a la luz del
extraordinario ensayo publicado en The
Guardian por Rana Dasgupta acerca de la desfallecimiento del Estado Nación,
el agente que ha dominado la historia política del orbe durante casi cinco
siglos —The
demise of the nation state—,
advertía yo: ventarrones de cambio atruenan por todo
el planeta…, y no, no es el optimismo lo que campea… Se percibe inestabilidad
por doquier, los chascos acechan, en cada rincón hay un monstruo listo para
saltarnos encima… ¿Qué diantres está sucediendo?… Y no, no fue un monstruo,
resultó un bichito pantagruélico que ni a alimaña llega, una instrucción
inanimada que desbarajusta la vida.
Wolfgang Streeck, director emérito del
Instituto Max Planck para el Estudio de las Sociedades, publicó hace poco el
libro How Will Capitalism End? (Verso
Books, 2016). Para pronto, afirmaba: “el capitalismo contemporáneo está
desintegrándose por sí mismo (vanishing
onto its own)”. ¿De plano, el capitalismo, el sistema de producción basado
en el ansia desbocada de plusvalía? Claro, pero no sólo: el capitalismo no se
reduce a gente luchando por obtener ganancias, sino que ha sido también el
orden social que soporta dicha dinámica económica: “cierta gobernanza, ciertos
mecanismos de contención, el corazón social del sistema que se hace responsable
de las necesidades de la gente que provee de legitimidad a la organización
capitalista de la economía”. Por ejemplo, todo el aparato que consigue que a la
mayoría de nosotros no le parezca una colosal estupidez que un señor que juega
fútbol gane mil veces más que un médico especializado en cuidados intensivos. Dialéctico,
el doctor Streeck disertaba: el capitalismo
colapsa “debido a sus contradicciones internas, y no menos por haber
vencido a todos sus enemigos, los cuales a menudo lo habían rescatado de sí
mismo obligándolo a asumir nuevas formas”. Así mero: al capitalismo
contemporáneo ya no le quedan enemigos —hasta la China comunista se contagió y
le entró al juego—, y se quedó sólo en el ring contra sí mismo, por quien está
siendo derrotado, devorándose a sí mismo. ¡Ups! ¿Y qué tal que el flamante
modelito de coronavirus se convierte en el enemigo emergente y por tanto
salvador del antañón capitalismo?
Para el marxismo ortodoxo, conforme a la
dialéctica hegeliana, lo nuevo desplaza a lo viejo. Las fuerzas del cambio
empujan. Pero quizá no siempre ha sido así, tal vez a veces lo viejo caduca y
fenece, cuando todavía no hay nada nuevo listo para sustituirlo. Creo que así nos
agarró la pandemia. Y, ojo, el marxismo ortodoxo es totalmente antropocentrista
—no podía ser de otra manera siendo como es de cepa humanista—; luego entonces,
considera que los agentes de cambio sólo son humanos. Las fuerzas históricas
chocan, se agravan las contradicciones y el cambio ocurre. ¡Ah, qué bonito…! Pero
evidentemente no siempre ha sido así. Sequías, glaciaciones, plagas, pandemias,
que sencillamente no cuentan para el materialismo histórico, han intervenido
una y otra vez en el azaroso devenir de nuestra especie a través del tiempo. Y
sí, vea usted que sí cuentan: por ejemplo, luego de más de cien mil años confinados
en África, los sapiens comenzaron a invadir el mundo entero, acicateado por el
cambio climático, y de unos setenta mil años para acá la plaga humana ha copado
el planeta. O qué tal aquí, en el corazón de lo que hoy es nuestro país: el
primer desarrollo urbano de la cuenca del Valle de México, Cuicuilco,
perdió viabilidad por la erupción del volcán Xitle, lo cual ocasionó su
abandono —el registro arqueológico muestra que mucha gente pudo haber emigrado
a Teotihuacán—.
La normalidad es una
ilusión colectiva, de la cual resulta muy fácil despertar. Saldremos de casa
distintos a reconocernos y a inventar un nuevo orden de las cosas. Nada está
escrito.
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