El hombre sólo entiende su vida
cuando se ve a sí mismo en sus semejantes.
Lev Tolstói, Aforismos.
Esa noche, contundente e inapelable, la pandemia se visibilizó en el Zócalo. El vacío en la plaza de la Constitución resultaba escandaloso, descomunal incluso en las televisiones más chiquitas. El jolgorio popular del año pasado era cosa de otro mundo, un mundo del cual cada vez nos sabemos más lejanos. Acompañado únicamente por su esposa, el presidente de la República salió al balcón central de Palacio Nacional. La imagen fue desconcertante: aparecía solitario quien a lo largo de toda esa misma jornada había sido el foco de la atención ciudadana, desde la mañanera, luego como centro del debate en torno a la petición de la consulta sobre el juicio a los ex presidentes y, para rematar, envuelto en todos los dimes y diretes en torno a la rifa simbólica del avión presidencial… Ocurre que la res publica de nuevo es asunto de interés púbico, y si bien uno podría pensar que en una democracia así debería ser siempre, para algunos la situación resulta desagradable, incómoda, y quizá por eso prefieren llamarla polarización, y supuestamente se lamentan. Cierto, pareciera que cada vez es más habitual que tras la dicotomía chairos-fifís se parapete la polaridad amlovers-pejefóbicos, amorosos y odiadores. Quizá sea así, pero la dicotomía encubre las proporciones: los enojados podrán ser muy escandalosos y tener muchos altavoces mediáticos, pero son los menos… En fin, que ahí estábamos, más que tiros y troyanos, entripados y contentos, malhumorados unos y emocionados otros: no las más ciento cincuenta mil almas que pueden abarrotar el zócalo de la Ciudad de México, sino millones de televidentes expectantes, la minoría encolerizada con Lopez y la gran mayoría que conformamos los que apoyamos a AMLO y a los que la dichosa polarización en realidad les tiene sin cuidado… El presidente lanzó las veinte vivas que había adelantado. Además de la consabida retahíla de heroínas y héroes decimonónicos de siempre, el Peje agregó vivas a las comunidades indígenas y a la grandeza cultural de México, y casi al final de la arenga nacionalista, en penúltimo orden de aparición, gritó: “¡Viva el amor al prójimo!” La proclama desconcertó parejo: ¿viva el amor al prójimo en vez de mueran los gachupines? Y para rematar: “¡Viva la esperanza en el porvenir!”
Como era de esperarse, para el conglomerado pejefóbico la mención del amor al prójimo resultó odiosa. A las 23:06 horas de ese mismo 15 de septiembre, seguramente sin pensarlo mucho, Salvador García Soto —columnista en El Universal, conductor en Heraldo, y comentarista de Televisa— presto tuiteó: “Viva el amor al prójimo? Sin duda que viva, pero un precepto religioso no puede ser parte del grito que unifica a todos los mexicanos. ¿Y el estado laico @lopezobrador?” En apego a la prescripción aludida, a botepronte yo retuiteé el tuit de García Soto con una sugerencia: “Alguien regálenle un cursito de Ética nivel bachillerato al señor.” Para él y para quienes les haya parecido que la arenga afrentó la laicidad del Estado mexicano, algunas notas…
El amor al prójimo es un valor y una virtud. Lev Tolstói —a quien me late que el presidente lee asiduamente— me soltaría un afectuoso coscorrón antes de decirme que en realidad no sólo es un precepto ético, sino la única religión verdadera: “La verdadera religión no consiste en saber qué días se ha de guardar el ayuno, ni qué días se ha de ir a la iglesia, ni qué oraciones se deben oír y leer, sino en vivir siempre una vida de bien, de amor por todos, actuando con el prójimo como quieres que actúen contigo”.
El amor al prójimo es, en efecto, un dogma tanto del judaísmo (Proverbios 17:17) como del cristianismo (Marcos 12:33) y del islam —“El mejor de los hombres es el que ama a todos… sin excepción”, afirma Mahoma—. No sólo es esencial para las religiones abrahámicas, sino también para las tradiciones filosóficas y religiosas que sustentan las grandes civilizaciones. En 2005, académicos de las unisversidades de Pennsylvania y de Michigan examinaron las más importantes tradiciones filosóficas y religiosas de China, confucianismo y taoísmo, del sur de Asia, budismo e hinduismo, y de Occidente, filosofía clásica ateniense, judaísmo, cristianismo e islam (Katherine Dahlsgaard, Martin Seligman y Christopher Peterson; Shared Virtue: The Convergence of Valued Human Strengths Across Culture and History; Review of General Psychology). Los investigadores concluyeron que seis virtudes se repiten en los escritos de tales tradiciones: “Existe una convergencia que trasciende el tiempo, el lugar y la tradición intelectual en torno a ciertas virtudes fundamentales. A medida que una tradición se mezclaba con otra, a medida que un catálogo se infundía y luego daba paso al siguiente, las virtudes centrales particulares volvían a aparecer con una especie de tenacidad agradable… Dejando de lado las distinciones entre virtudes y valores, estos rasgos generales concuerdan con los esfuerzos relacionados dentro de la filosofía y la psicología para identificar valores ‘universales’.” Más todavía: “también aparecen en las listas contemporáneas de rasgos que predisponen a las personas a una buena vida, sea como sea que se denominen —salud mental positiva, bienestar psicológico, virtudes psicosociales, autorrealización, madurez psicosocial o felicidad auténtica—… También aparecen entre los rasgos que se consideran más deseables en una pareja romántica o en una amistad, y con las virtudes celebradas en siglos recientes por los filósofos occidentales”. Las seis virtudes son: coraje, justicia, humanismo, templanza, sabiduría y trascendencia. En la virtud “humanismo” engloban “amor y bondad, y las fortalezas interpersonales que implican atender y hacer amistad con los demás”.
Dos días después AMLO se refirió al tema. “El amor al prójimo es un principio que se busca aplicar desde antes del cristianismo, les podría decir que es como el acta de nacimiento del humanismo.” Enseguida recomendó el libro que estaba parafraseando, Amor líquido, del sociólogo polaco Zigmunt Bauman.
El amor al prójimo nos acerca, nos hace próximos: prójimo viene del latín proximus, ‘más cercano’. Incluso para odiarse se requiere proximidad. Sin los demás no hay individuo viable, por eso el amor al prójimo es el valor fundacional de la humanidad. “Todas las otras rutinas de la cohabitación humana, así como sus reglas preestablecidas o descubiertas retrospectivamente —sostiene Bauman—, son tan sólo una lista (nunca completa) de notas al pie de ese precepto”.