Epimetheus, the one in whom thought follows production,
is the allegorical representation of nature materialistically understood,
in which thought comes after blind working.
Leo Strauss, Natural Right and History.
1
La advertencia que lanza Zeus a los hombres es divina y espeluznante: “Yo, a cambio del fuego, les daré un mal con el que todos se alegren de corazón, acariciando con ternura su propia desgracia”. ¡Chíngale! Podemos leer tan tremenda amenaza en Trabajos y Días, un poema que debió de haber sido compuesto hace casi tres mil años, en algún momento de la segunda mitad del siglo VIII a. C. por un aedo llamado Hesíodo, vecino de Ascra, una polis fincada a las faldas del Monte Helicón, en Beocia.
Las palabras del Crónido no fueron un amago. En este caso procedió según lo dicho y giró sus pertinentes instrucciones olímpicas. De entrada, Zeus convocó a Hefestos —cojo, según se sabe, porque el pobre nació tan feo que su madre, la violenta Hera, al verle la facha lo arrojó a las faldas del monte de los dioses—, y ordenó al patizambo que modelara con barro una “linda y encantadora figura de doncella semejante en rostro a las diosas inmortales”, pero con “voz y vida humana”. Hefestos, dios de la forja, del fuego, de los metales y de los artesanos —podríamos decir de las primeras tecnologías pesadas—, acató en tiempo y forma el encargo. Ya encaminado en el asunto de los quehaceres, Zeus pidió encarecidamente a su hija Palas Atenea —nadie menos que la deidad de la sabiduría, la guerra y la civilización, entre otros departamentos—, que le enseñara al recién hecho monigote de arcilla “sus labores”, especialmente las relacionadas con el tejer y el tramar… La criatura aún no estaba del todo equipada: el dios supremo del panteón griego entonces llamó a la espectacular Afrodita, patrona olímpica del amor, la belleza y la voluptuosidad, y “le mandó rodear la cabeza [de la figura] de gracia, irresistible sensualidad y halagos cautivadores”. Intervino enseguida Hermes, el heraldo astuto y embustero, a quien Zeus “encargó dotarle de una mente cínica y un carácter voluble”. También, según entiendo, fue el mismo mensajero de los dioses quien le puso nombre al hermosísimo engendro: Pandora. Finalmente, con todo y que Atenea ya había ajustado al cuerpo de la dama “todo tipo de aderezos”, las Gracias y las Horas la adornaron con flores y collares. El resultado: una divinura de mujer terrena, una diablura de fémina insoportablemente atractiva.
Nicolò dell'Abate, Pandora, 1555
2
Pero regresemos un episodio atrás para evitar confusiones. Pandora no fue moneda de cambio, fue represalia. Zeus no había obsequiado el fuego a los humanos. El titán Prometeo se lo robó a los dioses y luego se lo regaló a la humanidad. En efecto, Protágoras de Abdera (c. 485–411 a. C.) relata, según el diálogo homónimo de Platón (c. 427–347 a. C.), que los dioses forjaron a todos los seres mortales con tierra y fuego, y luego ordenaron a los hermanos Prometeo y a Epimeteo que otorgaran capacidades a cada especie. Epimeteo tomó la iniciativa y afanoso repartió destrezas y atributos defensivos entre los animales. Pero olvidó al hombre, a quien dejó “desnudo, descalzo y sin coberturas ni armas”. Prometeo soluciona el lío robando para los humanos el fuego a Hefesto y a Atenea los oficios (Protágoras, 320d-322a). Como, supongo, el lector sabe, a Prometeo le iría y le está yendo del carajo, pero los hombres también recibieron una penalización por parte de Zeus: Pandora.
El que la riega una vez la regará de nuevo: resulta que fue mismo Epimeteo quien aceptó recibir de Hermes el regalito de Zeus. El sonso se daría cuenta de su error demasiado tarde, cuando ya nos había caído el chahuistle: “En efecto —informa Hesíodo—, antes vivían sobre la tierra las tribus de hombres libres de males y exentas de la dura fatiga y las penosas enfermedades… Pero aquella mujer, al quitar… la enorme tapa de una jarra los dejó diseminarse y procuró a los hombres lamentables inquietudes”. Por querer jugar con fuego, con los oficios nos ganamos el trabajo. Imposible no recordar el Génesis: “Te ganarás el pan con el sudor de tu frente…” (3:19).
Jean Cousin le Père. 1490-1560. Eva Prima Pandora.
3
Después de hablar de Satán y los ahíncos extraterrestres de los humanos, la semana pasada anotaba la advertencia de Hannah Arendt (1906-1975): “Pudiera ser que nosotros, criaturas atadas a la Tierra que hemos comenzado a actuar como si fuéramos habitantes del universo, seamos incapaces de entender, esto es, de pensar y hablar sobre las cosas que, no obstante, podemos hacer” (La condición humana, 1958). Hoy abundan evidencias de que los sapiens solemos no entender lo que hacemos, ¡y seguir haciéndolo! Esa es cada vez más la condición del hombre tecnológico. Por eso no es gratuito que Epitemeo y Pandora se relacionen desde el principio… ¡y terminen casados!
En el Prólogo de su libro El artesano (Anagrama, 2009), el sociólogo Richard Sennett (Chicago, 1943), discípulo de Hannah Arendt, afirma que el mito de Pandora muestra que “la cultura fundada en cosas hechas por el hombre corre continuamente el riesgo de autolesionarse”. ¿Por qué? Porque, tal y como nos sorrajó Zeus con su maldición, somos una especie inquieta que nos seduce la novedad, lo que sigue, el riesgo… Como ejemplo, Sennett cita una reflexión del físico Robert Oppenheimer, director del proyecto Manhattan, en cuyo seno de se desarrollaron las primeras bombas nucleares (1945): “Cuando ves algo técnicamente atractivo, sigues adelante y lo haces; sólo una vez logrado el éxito técnico te pones a pensar qué hacer con ello. Es lo que ocurrió con la bomba atómica”. Es lo que ocurrió a Epitemeo con Pandora… Y la jarra sigue abierta: nosotros seguimos produciendo su panoplia…
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