In memoriam Carlos Pellicer.
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El Prólogo de La condición humana es un diamante. En sus poco más de seis páginas, Hannah Arendt (1906-1975) plantea el asunto acerca del cual tratará su libro ((The University of Chicago Press, 1958). Todo el ensayo versa en torno a un tema que se formula con abrumadora sencillez: “lo que hacemos”. ¿Quiénes? Los seres humanos. Lo que hacemos los sapiens. ¿Cuándo? Desde siempre, desde que andamos por la Tierra —“la Tierra es la misma quintaesencia de la condición humana”—. Ahora, el acicate de su meditación sí es coyuntural: la bien fundada sospecha de que en la época moderna “pudiera ser que nosotros, criaturas atadas a la Tierra que hemos comenzado a actuar como si fuéramos habitantes del universo, seamos incapaces de entender, esto es, de pensar y hablar sobre las cosas que, no obstante, podemos hacer”.
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La filósofa —aunque ella prefería presentarse como teórica política— afirma que lo que hace único al humano es el discurso. Sólo lo que se expresa y habla —la escritura es habla petrificada— entre hombres y mujeres tiene verdadero sentido humano: “cualquier cosa que el hombre haga, sepa o experimente sólo tiene sentido en el grado en que pueda expresarlo. Tal vez haya verdades más allá del discurso, y tal vez sean de gran importancia para el hombre en singular, es decir, para el hombre en cuanto no sea un ser político, pero no para los hombres en plural, o sea, los que viven, se mueven y actúan en este mundo”.
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La preocupación de la pensadora estriba en el hecho de que la hegemonía de la ciencia y la tecnología como directrices culturales podría acarrear que el discurso dejara de tener significado, sentido… ¿Por qué? Porque “las ciencias de hoy día han obligado a adoptar un ‘lenguaje’ de símbolos matemáticos que, si bien en un principio eran sólo abreviaturas de las expresiones habladas, ahora contiene otras expresiones que resulta imposible traducir a discurso”. Y ojo, Hannah Arendt está plantando su advertencia en 1958, antes de la revolución digital.
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Probablemente un poeta también entregado a la política —en el mejor sentido de ambas palabras—, el tabasqueño Carlos Pellicer (1897-1977) vislumbró la misma amenaza varios años atrás, en 1941, cuando escribió:
¡La poesía!
Está toda ella en las manos de Einstein.
Pero aún puedo rezar el Ave María
reclinado en el pecho de mi madre.
Aún puedo divertirme con el gato y la música. Se puede pasar la tarde.
Exágonos, III.
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