Falacias y paralogismos
En el siglo IV a. C., Aristóteles inauguró el análisis de las falacias o argumentos sofísticos, artefactos mentales a los que en un momento dado también denominó paralogismôn, o “razonamientos desviados”. La palabra griega pasó primero al latín (paralogismus) y luego al castellano —la primera ocasión que paralogismo apareció en un diccionario de nuestra lengua fue en el Tesoro de la lengua castellana o española, de Sebastián de Covarrubias (1611)—. Actualmente la RAE define paralogismo con un sustantivo y un adjetivo: razonamiento falso.
Veintitantos siglos después de Aristóteles podemos y nos conviene diferenciar entre falacias y paralogismos. Quien esgrime una falacia quiere timar, tomar el pelo. Quien maquina un paralogismo yerra y de ese modo se embauca a sí mismo —y, por supuesto, a partir de ahí podría hacer errar el tiro a otros—. El primero intenta victimar, el segundo es víctima de sí mismo. La definición de falacia no deja lugar a dudas: engaño, fraude o mentira. Una falacia es, pues, una argucia, esto es, una sutileza, un sofisma, un argumento falso presentado con cierta agudeza, con el propósito de engañar. En cambio, un paralogismo es una chapuza mental, un error de razonamiento que, una vez cometido, puede acarrear al autoengaño.
El montevideano Carlos Vaz Ferreira (1872-1958) se adentró al estudio de los paralogismos no tanto como errores discursivos, sino como confusiones o meteduras de pata mentales y cognitivas. Por eso no los trata como una clase determinada de falacias, sino como una manera de caer en ellas. En el Prólogo a su libro Lógica viva explicaba que lo que le interesaba era reflexionar y entender “la manera como los hombres piensan, discuten, aciertan o se equivocan —sobre todo, las maneras como se equivocan—…: un análisis de las confusiones más comunes, de los paralogismos más frecuentes en la práctica… No una Lógica, entonces, sino una Psico-Lógica...” En otro texto brillante (Un paralogismo de actualidad), profundo y sencillo, Vaz explica: “El paralogismo consiste en atribuir a la realidad las contradicciones en que a menudo se incurre, y muchas veces es forzoso incurrir, en la expresión de la realidad; en transportar la contradicción, de las palabras a las cosas; en hacer de un hecho verbal o conceptual, un hecho ontológico”. ¿Por qué verbal? Porque no hay de otra: para pensar necesitamos el lenguaje.
En breve: una falacia, un sofisma, es un ardid doloso. Un paralogismo se elabora sin querer: nadie en sus cabales pretende y muchos menos podría engañarse conscientemente. Ahora, si se diferencian en el ámbito de la voluntad, falacias y paralogismos se asemejan en el terreno de las apariencias: ambos son argumentos falaces, es decir, que parecen válidos, pero no lo son.
Argumentos y argumentos
¿Qué es un argumento falaz? Según la RAE, es un argumento embustero, falso. Y la segunda acepción de falaz que provee su diccionario es más claridosa: que halaga y atrae con falsas apariencias. Y, se sabe, si deleita, una mentira es mucho más poderosa que una verdad que disgusta. Diderot lo expresó mejor: “Nos tragamos a grandes sorbos la mentira que nos halaga y bebemos gota a gota una verdad que nos es amarga (El sobrino de Rameau).
Ahora, ¿y qué es un argumento? El vocablo viene del latín argumentum, formado por el verbo arguere y el sufijo mentum: el primero significa argüir, aducir, dejar en claro, mientras que el segundo denota instrumento, medio o resultado. El verbo latino arguere surgió del griego ἄργυρος (argyros), plata, y éste a su vez de la raíz indoeuropea arg, que significa brillar, aclarar, blanco. Un argumento es algo que aclara, que despeja, que echa luz sobre algo. ¿Con qué? Respondo echando mando de una frase que incorporaba la definición de filosofía que me enseñaron los padres maristas, muy cartesianos ellos: con la luz natural de la razón. Cobra así sentido la primera acepción que la RAE provee del vocablo: un argumento es un razonamiento para probar o demostrar una proposición, o para convencer de lo que se afirma o se niega.
Pero un argumento es también otra cosa. Por ejemplo, qué significa la palabra en oraciones como esta: “El argumento de la última película de Indiana Jones es totalmente predecible”. O en esta otra: “El argumento de La Odisea se reduce al viaje de vuelta a casa de Ulises después de la Guerra de Troya”. Por supuesto, en este caso argumento no significa razonamiento, sino, tal y como podemos leer en la segunda acepción del diccionario, sucesión de hechos, episodios, situaciones, etcétera.
Un argumento es, en suma, un razonamiento lógico, pero también la trama de una narración.
Pensamiento pragmático y pensamiento narrativo
Jerome Seymour Bruner (Nueva York, 1915-2016) sostiene que existen dos formas de pensamiento, una paradigmática y otra narrativa. El modo paradigmático trasciende las experiencias particulares por medio de la abstracción de categorías, con las cuales sistematiza su haber. Por su parte, el modo de pensamiento narrativo es diacrónico, secuencial, orientado a la acción y atento a los detalles específicos de la experiencia. Agrego: con el pensamiento pragmático fraguamos argumentos (razonamientos lógicos) y con el pensamiento narrativo tramamos argumentos (líneas argumentales, narrativas).
Si a uno le preguntan cuánto tardará en llegar un tren desde la estación X a la estación Y, considerando que va a 130 kilómetros por hora en promedio y que la distancia entre ambos puntos es de 260 kilómetros, usaremos nuestro pensamiento pragmático para dividir la distancia entre la velocidad y dar con la respuesta. Si vas a bordo de un tren y a medio trayecto, entre Ámsterdam y Berlín, a lo largo de interminables minutos observas transitar en una vía paralela otro tren transportando un caudal de tanques de guerra, entonces será tu pensamiento narrativo el que entrará en acción para tramar una historia que te permita explicar lo que estás viendo.
Los seres humanos “organizamos nuestra experiencia y memoria acerca de nuestro acontecer principalmente en forma narrativa: historias, excusas, mitos, motivos para hacer o no hacer, en fin…” Todo el tiempo estamos procesando lo que nos sucede, lo que percibimos consciente e inconscientemente, y no lo hacemos echando mano de teorías de la Física ni aplicando fórmulas matemáticas, ni siquiera formulando silogismos, lo hacemos más bien tramando narrativas. Bruner denominó a este proceso incesante la construcción narrativa de la realidad.
Falacias y paralogismos narrativos
Sirva lo escrito hasta aquí para fundamentar la pertinencia que tiene acuñar un par de conceptos: falacia narrativa y paralogismo narrativo. A partir de todo lo anterior, ambos términos pueden ser explicados fácilmente.
Valiéndonos del marco conceptual de Bruner, ahora podemos enunciar que, si por medio de las falacias y paralogismos paradigmáticos los humanos producimos argumentos falaces, esto es, razonamientos que parecen válidos y no lo son, por medio de las falacias y paralogismo narrativos tramamos historias falaces, es decir, narrativas que parecen válidas pero no lo son, en el sentido de que hilan hechos que en realidad no están relacionados o no lo están de la manera en la que se traman.
Las falacias narrativas abundan y es fácil detectarlas en el anchísimo espectro de las relaciones humanas, en cualquier grado de complejidad. Existen en los ámbitos más reducidos a nivel interpersonal, como las relaciones de pareja y las intrafamiliares, hasta las más complejas, como las geopolíticas en las que intervienen los gobiernos de varios países. Van desde las narrativas confeccionadas a lo largo de años de vida marital, con las cuales el marido o la esposa ha logrado convencer a su esposa o su marido de que sin él o ella su vida sería imposible. Incluyen las antañonas narrativas empleadas como parte de los procesos de colonización —no fue conquista ni genocidio, fue proceso civilizatorio; no fue imposición de creencias, fue benévola evangelización, etcétera—, y, por supuesto, las narrativas que entran en guerra siempre aparejadas a las confrontaciones bélicas. En la actualidad, en el batallar por el poder político, más que los argumentos paradigmáticos, las que resultan decisivas son las narrativas. Ejemplar, perniciosa y perversa pero ejemplar, fue en 2006 la falacia narrativa “AMLO es un peligro para México”. No son sólo mentiras llanas, sino historias verosímiles tramadas mañosamente a partir de algunos hechos reales con el propósito de engañar.
Por su parte, los paralogismos narrativos, como sus pares paradigmáticos, son chapuzas cognitivas tramadas incorrectamente por las personas, errores involuntarios del pensamiento narrativo que terminan por causar confusión o al menos una lectura desatinada de los hechos involucrados en la historia. Los paralogismos narrativos entonces suelen ser fuertes pilares de los delirios —un delirio es una creencia que se vive con una profunda convicción sin soporte en evidencias concretas o incluso a pesar de que las evidencias demuestran lo contrario—. Por ejemplo, cuando son injustificados, algunos celos pueden entenderse como una especie de delirio, extremadamente irracional y persistente. Ahora, como ocurre siempre con el pensamiento narrativo, tramamos historias a partir de una definitoria influencia cultural, al punto que entendemos la vida a partir de estructuras narrativas arquetípicas. Y he ahí la peligrosidad de los paralogismos narrativos: por un lado, echamos mano de cuentos arquetípicos para abstraer, contarnos y entender lo que nos sucede, y por el otro, actuamos siguiendo las estructuras narrativas de tales relatos. Peor, los relatos a partir de los cuales construimos la realidad, si bien cuenta cada uno casos particulares, todas las historias se traman ajustadas a tipos generales de formas de narración, esto es, a géneros. Así que, si usted ha entendido su vida como una tragedia o como un drama, no tenga ninguna duda, así le seguirá yendo, sencillamente porque así estará leyendo su propia historia y estará actuando como un personaje trágico o dramático. Después de todo, los seres humanos estamos programados para creer historias, porque, como advierte Jerome Bruner, “… al escuchar una narración suspendemos la incredulidad…”
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