Sueños lúcidos
Durante la mayor parte de su existencia, Marjorie Helen Spence (1910-2004) fue conocida con otro nombre: Patricia Russell. Estudió filosofía, política y economía. En 1932, se graduó en Oxford con honores. Cuatro años después se casó con Bertrand Russell (1872-1970). A finales de 1941, el matrimonio —primero de dos de ella, tercero de cuatro de él— se encontraba en Estados Unidos. Él leía, escribía, coqueteaba, hacía activismo e impartía un ciclo de lecciones magistrales en la Fundación Barnes de Filadelfia. Ella, además de cuidar al hijo de ambos, Conrad Sebastian Robert, se encargaba de buena parte de la investigación que soportaba las conferencias de su marido. Bertrand escribiría A History of Western Philosophy, publicado en 1945 (Simon & Schuster), a partir de aquellas lecciones. De aquellos años son también sus libros Cómo convertirse en filósofo (1942), Cómo leer y entender la historia (1943) y El valor del libre pensamiento (1944). En su Historia de la filosofía occidental, el filósofo británico afirma: “la filosofía moderna comienza con Descartes, cuya certidumbre fundamental es la existencia de sí mismo y de su pensamiento”.
Desde 1818 y hasta el año de su muerte, G. W. F. Hegel (1770-1831) ofreció en la Universidad de Berlín un encadenamiento conferencias sobre la historia de la filosofía. En principio no tenía contemplado publicar aquel material, pero afortunadamente cambió de opinión: agrupado en tres tomos, sería publicado póstumamente entre 1833 y 1836. En dicha obra, antes que Russell, el filósofo alemán sostuvo también que “René Descartes es el verdadero iniciador de la filosofía moderna.” ¿Por qué? El genio de Stuttgart responde: porque “ella [la filosofía moderna] eleva a principio el pensar”. ¿El pensar? El pensar consciente, se entiende, porque ese, el consciente, era el único pensar posible de acuerdo con el galo.
Según René Descartes (1596-1650), ningún pensamiento humano puede ser inconsciente: “Mediante la palabra pensar (cogitatio) entiendo todo aquello que acontece en nosotros de tal forma que nos apercibimos inmediatamente de ello.” ¿Nos apercibimos? Descartes afirma esto en su obra Los principios de la filosofía. En su propia traducción al francés, don René emplea efectivamente el verbo appercevoir, apercibirse, darse cuenta. Ahora, digo "su traducción" porque originalmente Descartes escribió y publicó este libro no en francés sino en latín (Principia philosophiae, 1644): “Cogitationes nomine, intelligio illa Omnia, quae nobis consciis in nobis fiunt, quatenus eorum in nobis conscientia est”. Lo cual, directo del latín, deberíamos pasar a nuestro idioma así: “Mediante la palabra pensamiento entiendo cuanto acontece en nosotros de tal manera que de ello tengamos conciencia”.
Curiosamente, René Descartes inauguró la filosofía moderna gracias a que tuvo tres sueños la noche del 10 al 11 de noviembre de 1619, los cuales, según él mismo, pudo interpretar dormido, en sueños, antes de despertar, es decir, estando aún inconsciente.
Percepciones desapercibidas
Al igual que Descartes, el filósofo inglés John Locke (1632-1704) sostenía que la única manera de pensar que tenemos los hombres y mujeres es estando al tanto de que pensamos. En su Ensayo sobre el entendimiento humano (1690) apunta:
… digo que en ningún momento un hombre puede pensar despierto o dormido sin ser sensible de ello. Este ser sensible no es necesario respecto a alguna cosa, con excepción de nuestros pensamientos, para los que es y será siempre necesario, en tanto que no podamos pensar sin tener conciencia de que pensamos.
El polímata alemán Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716) dedicó su libro Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano (escrito en 1704, pero publicado hasta 1775) a refutar capítulo a capítulo el Ensayo sobre el entendimiento humano de Locke. Leibniz sostiene que el conocimiento no se deriva de la experiencia, sino que es innato en la mente, y defiende la idea de que los seres humanos sí tenemos pensamientos de los cuales no somos conscientes:
… también las bestias tienen percepción, sin que por ello sea necesario que tengan pensamiento, es decir, que tengan reflexión o algo similar. También nosotros tenemos pequeñas percepciones de las cuales no nos apercibimos en nuestro estado actual. Cierto es que podríamos apercibirnos y reflexionar sobre ellas, si no lo impidiese su enorme cantidad, que divide nuestro espíritu, o si no estuviesen difuminadas, o mejor, oscurecidas por otras mayores.
Un poder del que era inconsciente
“… seguí mi camino hacia la destrucción del demonio, más como una tarea encomendada por el cielo, como el impulso mecánico de algún poder del que era inconsciente, que como el ardiente deseo de mi alma” —clama Víctor Frankenstein en el capítulo XXIV de Frankenstein o el Prometeo Moderno, obra de la británica Mary Shelley (1797-1851). El demonio al que se refiere el médico y anatomista Víctor Frankenstein es su propia creación, el monstruo que, al paso de los años y fuera de la novela, arrebataría el nombre a su creador: Frankenstein.
La primera edición de la novela de Shelley comenzó a circular en Londres en enero del mismo año en el que Hegel inició sus conferencias de historia de la filosofía, 1818. Y sí, no es un error de traducción; en el original se puede leer a la letra: “the mechanical impulse of some power of which I was unconscious, than as the ardent desire of my soul”.
Autómatas
Por aquellos días, un mancebo alemán se esforzaba por terminar su tercer libro. De los dos primeros poca gente se había dado por enterada: Sobre la cuádruple raíz del principio de razón suficiente (1813) y Sobre la visión y los colores (1816). Eso sí, gracias al primero de ellos obtuvo el doctorado, y del segundo al menos debió de recibir alguna retroalimentación por parte de quien era la pluma más prestigiada por entonces en toda la Confederación Germánica. Ambos personajes residían en la ciudad de Weimar y, a pesar de la diferencia de edades, se frecuentaban y departían: en 1818, en febrero, Arthur Schopenhauer cumplió 30 años, y Johann Wolfgang von Goethe tenía 68. Un mes más tarde el joven concluyó su libro y enseguida se sentó a escribir una misiva dirigida al señor Brockhaus, editor avecindado en Leipzig:
Mi obra es un nuevo sistema filosófico: pero nuevo en el pleno sentido de la palabra: no una nueva exposición de lo ya existente sino una serie de pensamientos con un grado máximo de coherencia, que hasta ahora no se le han venido a la mente a ningún hombre.
El mundo como voluntad y representación sería efectivamente publicado a finales de aquel año. En aquel libro el joven oriundo de Gdansk arremetía así en contra de la mayoría de sus congéneres:
Es realmente increíble lo insulsa e irrelevante que es, vista desde fuera, y lo apática e inconsciente que es, sentida desde dentro, la vida de la mayoría de los individuos. Es un apagado anhelar y atormentarse, un delirio onírico que transcurre a lo largo de las cuatro edades de la vida hasta la muerte, acompañado de una serie de pensamientos triviales. Esos hombres se asemejan a mecanismos de relojería a los que se da cuerda y marchan sin saber por qué; y cada vez que es engendrado y nace un hombre, se vuelve a dar cuerda al reloj de la vida humana y se repite de nuevo la misma canción mil veces cantada, frase por frase y compás…
Inercia
Casi una centuria atrás, otro joven sin problema alguno de falsa modestia, mientras andaba de viaje por Francia, se concentró en la realización de un libro que pretendía ser nada menos que “un sistema completo de las ciencias, edificado sobre un fundamento casi enteramente nuevo”. Tampoco encuentra uno demasiado recato en el título que el autor escogió para su obra: Tratado de la naturaleza humana (1739). El mozo —tenía solamente 23 años— había nacido en Edimburgo, Escocia, y se llamaba David Hume (1711-1776). En la Sección VII de su ensayo, “De las ideas abstractas”, el escocés aduce: “hacemos acompañar a nuestras ideas de una especie de reflexión, de la cual somos en gran medida inconscientes a causa de la costumbre”. Y más adelante, en la Sección XII, “De la probabilidad de las causas”, Hume afirma que los humanos solemos armar inferencias semejantes a partir de fenómenos contrarios, error que cometemos por una especie de inercia de pensamiento:
Cuando nos limitamos a seguir la determinación habitual de la mente efectuamos la transición inconscientemente, sin interponer ni un instante entre la visión de un objeto y la creencia en su acompañante habitual. Como la costumbre no depende de deliberación alguna, actúa instantáneamente, sin dar tiempo a reflexión.
El inconsciente freudiano
Tanto en la conferencia La fijación al trauma, lo inconsciente como en su artículo Una dificultad del psicoanálisis, los dos de 1917, Sigmund Freud (1856-1939) aduce que el ego narcisista de la Humanidad ha recibido tres grandes golpes: Copérnico terminó de hacer pedazos la cosmovisión geocéntrica del universo, Darwin nos hizo saber que el ser humano no fue creado por Dios a su imagen y semejanza, y finalmente él mismo, Freud, develó que el hombre no tiene el control de sí mismo: “el yo… ni siquiera es el amo en su propia casa, sino que depende de unas mezquinas noticias sobre lo que ocurre inconscientemente en su alma”.
El problema del inconsciente es “menos un problema psicológico que el problema mismo de la psicología” —escribió Freud en La interpretación de los sueños (1900)—, “pues la experiencia muestra que los procesos de pensamiento más complicados y perfectos pueden desarrollarse sin excitar la conciencia. Desde este punto de vista, los fenómenos psíquicos conscientes constituyen la menor parte de la vida psíquica, sin ser por ello independientes del inconsciente”. De esta manera, el neurólogo vienés coloca la noción del inconsciente como la columna principal de todo el edificio conceptual psicoanalítico. Ciertamente, “la teoría del inconsciente constituye la hipótesis fundante del psicoanálisis” (Diccionario del Psicoanálisis dirigido por Roland Chemama, 1995).
Con todo, el breve recuento que he hilvanado hasta aquí, sin ser exhaustivo, muestra que la idea del inconsciente no era algo desconocido a finales del siglo XIX e inicios del XX, sino que, por el contrario, se debatía. ¿Entonces? Sucede que antes de Freud, lo inconsciente era, en general, sencillamente el antónimo de consciente. De hecho, él mismo lo explica así: “No sin deliberación digo en nuestro inconsciente, pues lo que así llamamos no coincide con lo inconsciente de los filósofos… En ellos está destinado a designar sólo lo opuesto a lo consciente”.
Todavía a mediados del siglo XX, Bertrand Russell, en su libro An Inquiry Into Meaning And Truth (1950), no atinaba a “atribuirle un significado definido” al adverbio inconscientemente:
Qué se debe hacer con toda experiencia para que podamos conocerla. Son posibles varias cosas. Podemos usar palabras para describirlo, podemos recordarlo con palabras o imágenes, o simplemente podemos ‘notarlo’. Pero ‘darse cuenta’ es una cuestión de grado y muy difícil de definir; parece consistir principalmente en aislarse del entorno sensible. Por ejemplo, al escuchar una pieza musical, puedes fijarte deliberadamente sólo en la parte del violonchelo. El resto se oye, como se dice, ‘inconscientemente’, pero ésta es una palabra a la que sería inútil intentar atribuirle un significado definido. En cierto sentido, se puede decir que ‘conoces’ una experiencia presente si despierta en ti alguna emoción, por débil que sea: si te agrada o desagrada, o te interesa o te aburre, o te sorprende o es justo lo que esperabas.
Por su parte, habrá quien no esté de acuerdo con la construcción concpetual, pero nadie podría afirmar con razón que el inconsciente de Sigmund Freud no está defindio.