todo poeta que se estime a sí mismo
debe tener su propio diccionario.
Nicanor Parra, Cambios de nombre.
Sobre los diccionarios, rotundo y certero, Borges sentenció: “Suele olvidarse que son repertorios artificiosos, muy posteriores a las lenguas que ordenan. La raíz del lenguaje es irracional y de carácter mágico.” Y enseguida de una curiosa verbigracia, genial, remataba: “La poesía quiere volver a esa antigua magia”. En efecto, un dictionarium es el resultado de los trajines de una pretensiosa y cándida red con la que se procura atrapar, para embolsar juntos —eso indica el sufijo -arium, lugar o conjunto relacionado con algo— los decires humanos —dictio, significa “palabra” o “expresión”—. Herramienta etérea, el habla, el decir, es la espiración con la que alquímicamente aspiramos expresar lo que se nos ocurre y ocurre en nuestra mente: la palabra expresión proviene del latín expressio, que a su vez deriva del verbo exprimere, compuesto por ex-, “fuera”, y premere, “apretar” o “presionar”, así que inicialmente exprimere significaba “sacar algo presionando”, o sea exprimir. El hálito vuelto verbo, el ansia del alma de comunicarse a través de su materia, el cuerpo. No es casualidad que alma nos haya llegado del latín anima, que significa “aliento” o “soplo vital”, que a su vez se enraíza en el griego ánemos: “viento” o “soplo”. Por antonomasia, la palabra es la parábola del alma: la palabra palabraproviene del latín parabola, “comparación”, “alegoría”. Este término deriva del griego parabolḗ, “símil”, compuesto por para-, “junto a” o “al lado de”, y ballein, “lanzar” o “arrojar”.
Un diccionario es una quimera: un repositorio de aire. Un poema es un ventilador mágico.
Will you still need me, will you still feed me
When I'm sixty-four?
Lennon & McCartney
Hace cosa de nada, apenas sesenta años, Jorge Luis Borges publicó una compilación de poemas que tenemos que considerar destacada, al menos para él mismo: “De los muchos libros de versos que mi resignación, mi descuido y a veces mi pasión fueron borroneando, El otro, el mismo es el que prefiero”, dejó ver en su prólogo. Cuando la editorial argentina Emecé realizó el tiraje príncipe de aquel volumen, el literato tenía 64 años —Jorge Francisco Isidoro Luis Borges había nacido el 24 de agosto de 1899 en Buenos Aires—. Temáticamente, el libro alberga una verdadera miscelánea poética. Lo afirmo y enseguida me doy cuenta de que el aserto es por sí mismo ilusorio: ¿un poema puede ser definido, limitarse temáticamente? “Sé a ciencia cierta que sentimos la belleza de un poema antes incluso de empezar a pensar en el significado”, iterum Borges id dixit.
Detrás del nombre hay lo que no se nombra
Jorge Luis Borges, Una brújula.
En El otro, el mismo, más precisamente entre “Mateo XXV, 30” y “Una llave en Salónica”, en la página 33, Borges incluyó el poema “Una brújula”. No era un texto inédito: suelto, once años atrás había sido publicado primeramente en la revista Sur —número 251, marzo-abril de 1958—, y meses después, para las fiestas navideñas de ese mismo año, aparecería también en Límites, una plaquette editada por Frank M. Virasoro y Federico M. Vogelius, en la que el porteño reunió apenas seis poemas. Límites fue una edición privada de apenas 150 ejemplares —veinte numerados con romanos, impresos en papel fabriano, y el resto en papel Japón— de 29 páginas en folio menor, manufacturados en la imprenta de Francisco A. Colombo. En la veintena numerada, los textos fueron acompañados por seis aguafuertes originales y firmadas del artista plástico Leopoldo Presas.
Uno, tú, yo, cualquiera, puede escuchar hoy mismo a Borges echar a volar su soneto “Una brújula”: catorce versos en los que el hombre, bardo y brujo, arremete a las palabras, a la historia del mundo, a la identidad humana…
Todas las cosas son palabras del
Idioma en que Alguien o Algo, noche y día,
Escribe esa infinita algarabía
Que es la historia del mundo. En su tropel
Pasan Cartago y Roma, yo, tú, él.
Mi vida que no entiendo, esta agonía…
A Borges le fascinaba la palabra enigma, la enorme abstracción que encierra y, entre los muchos ejemplos, especialmente uno: aquel que la Esfinge le plantó al joven Edipo de Tebas. También en El otro, el mismo, más precisamente precediendo a Spinoza, el buen bonaerense puso su poema Edipo y el enigma.
Yo que soy el que ahora está cantando
seré mañana el misterioso, el muerto
Jorge Luis Borges, Los enigmas.
A través del latín aenigma, la palabra enigma proviene del griego antiguo ainigma, que significa “acertijo” o “algo dicho de manera oscura”, que a su vez viene del verbo ainissesthai, “hablar en clave” o “decir indirectamente”. Decir sin decir: dar a entender. Borges entendió sobradamente que en sí mismo el lenguaje es enigmático y que todos somos Edipo. En su poema Un poeta del siglo XIII, que ustedes pueden hallar en El otro, el mismo, descubre un “arquetipo” revelado por Apolo, “un ávido cristal” capaz de apresar todo: “Dédalo, laberinto, enigma, Edipo?” Y claro, dédalo es a laberinto lo que enigma —que no esfinge— es a Edipo. Recuérdese que Dédalo fue el creador del laberinto de Creta, construido por orden del rey Minos para encerrar al Minotauro, y que, por alusión hoy dédalo significa eso, laberinto. En cuanto a Edipo de Tebas, Roberto Calasso (Las bodas de Cadmo y Harmonía) lo explica sin darle muchas vueltas al asunto: con el enigma, “la Esfinge aludía a la indescifrabilidad del hombre, ser huidizo y multiforme, cuya definición sólo puede ser huidiza y multiforme”. ¿Por qué? Porque la respuesta es, por supuesto, el hombre, y ‘¿quién es este ser incongruente que pasa de la animalidad del cuadrúpedo a la prótesis (el bastón del viejo), conservando siempre una sola voz?’ Así pues, la solución del enigma es un nuevo enigma, aún más difícil.” Tal cual como Borges nos dejó dicho en “La brújula”:
Mi vida que no entiendo, esta agonía
De ser enigma, azar, criptografía
Y toda la discordia de Babel.
@gcastroibarra