Voy a morir el 24 de julio de 2045. No tengo ningún detalle adicional. Desconozco si mi deceso ocurrirá después de una prolongada agonía o de golpe y porrazo, si sucederá por un estúpido accidente o si lo provocará un infarto fulminante o será la obligada consecuencia de un padecimiento pertinaz. No sé si para entonces daré a la muerte una agradecida bienvenida o si, aterrado, lucharé en su contra hasta el último suspiro. ¿Expiraré tranquilamente en mi cama, cantando bajo la ducha, en un quirófano? Misterio. Sólo sé que mi último día será el cuarto lunes del mes de julio de ese año: voy a fallecer a los 80.
El vaticinio no lo obtuve de una vieja quiromántica que se haya esforzado en leer las palmas de mis manos, tampoco de un cartomanciano ducho en la interpretación de los arcanos del tarot, no de un excéntrico giromántico ni de un nigromante que haya escudriñado los mensajes del porvenir en las vísceras de algún cadáver. Doy por descartada la ornitomancia porque todas las aves me parecen seres bobos y poco confiables. Nunca me he fiado de los espejos, así que jamás atendería los presagios conseguidos a través de la catoptromancia. Sé que hay quienes buscan las señas de su destino en las arrugas de su propia frente —metopomancia—, en la Luna —selenomancia—, en las progresiones del humo —capnomancia—, en las uñas —onicomancia—, en las entrañas de los peces —ictiomancia—, entre las piedras —litomancia—…: no comparto creencias con ninguno de ellos. Y si bien más de una noche me he descubierto a mí mismo fisgando en las llamas de una fogata en busca de algún augurio, en realidad no le concedo mayor crédito a la piromancia. ¿Entonces, de qué arte adivinatorio fue que saqué el pronóstico de la fecha precisa de mi óbito?
Hace algunos años escribí un texto en el que me burlaba del pensamiento mágico de la OCDE. En concreto, me refería a las predicciones que para México por entonces publicaba dicha organización —“las reformas explotarán todo su potencial”, ¡albricias, albricias!—, y para ponerle un nombre al supuesto sustento de sus buenas nuevas anticipadas acuñé un neologismo: datamancia, esto es, la adivinación a partir de datos, sobre todo de números y estadísticas.
Ahora, sé que me quedan 20.6 años de vida gracias a la datamancia, en concreto, gracias un artilugio premonitorio: population.io, un desarrollo web realizado por Wolfgang Fengler en colaboración con K.C. Samir y Benedikt Grob.
Únicamente es necesario que captures tres datos en el oráculo digital —fecha de nacimiento, nacionalidad y sexo— para que en un instante se descubra la fecha precisa en la que, según la datamancia, fenecerás. En mi caso, frente a mi atónita mirada no sólo se reveló que ya ha transcurrido poco más del 74% de mi vida, sino también el sitio en el que me hallo respecto a mis semejantes…
En todo el planeta —habitado hoy día por más de 8,152 millones de seres humanos— hay 6,949 millones hombres y mujeres más jóvenes que yo y 1,203 millones mayores, así que, de cada 100 personas, 85% son menores que yo y 15% más viejos. Según este artilugio datamanciano, soy más viejo que el 87% de la población de mi país. En efecto, en todo México pulula gente más joven que yo, 112.7 millones, mientras que, del otro lado, solamente quedan 16.6 millones más viejos.
¿Tienes una idea de cuánta gente cumple años el mismo día que tú? ¿Y de ese grupo, cuántos cumplen la misma edad? En mi caso, son 221,295 congéneres repartidos por los cinco continentes. Aproximadamente 9,220 hombres y mujeres nacieron no sólo el mismo día, también a la misma hora que yo. En México, fueron 3,271 los niños y niñas que se apersonaron aquí por vez primera el mismo día que yo. Pocos, si lo comparamos con el ejército de bebés que pegaron su primer berrido en China justo el 24 de diciembre de 1964: 601,692, mientras que en India fueron 36,863 y en Estados Unidos, 11,751. Cumplen años, los mismos que yo y justo el mismo día, 25 personas en Francia, y 635 en Chile.
Si en lugar de haber nacido y vivido en México, hubiera corrido con la pésima fortuna de haber sido ciudadano de la República Centroafricana, me quedarían apenas 14 años y medio de vida: expiraría el 2 de junio de 2039. Claro, está el otro extremo: si en lugar de haberlo hecho en la Ciudad de México hubiera caído al mundo en Tokio, Japón, me quedarían 26.1 años por delante, y entregaría el equipo hasta el 29 de enero de 2051.
En fin, los dados están tirados desde hace mucho en la mesa y habrá que jugar con ánimo toda la partida. Me quedan poquito más de 7,500 días de vida…, un montonal de tiempo, buena parte del cual bien puede jugarse con el afán de alargar un poco más la partida.
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