¿Que qué me ha dado el destino? Alcance…
Inaplazable, este es el hecho: en unas semanas dejaré de ser adulto menor. De un día para el otro voy a despertar apoltronado en el último tramo de la vida, de mi vida. ¿El último? Pues sí, el último, porque, aceptémoslo, ¿quién diablos ha oído hablar de una “cuarta edad”? La tercera es la vencida. En fin, por más que yo sienta que es demasiado temprano para llegar a la “madurez tardía”, la mutación abrupta es ineludible y está fatalmente programada: uno cumple sesenta años e ipso facto, esté como esté, ande como ande, ingresa a la vejez. El paso es inapelable, palmario, una deportación a la categoría de provecto.
El tercer cambio de página es algo muy distinto de lo que ocurre con los límites más bien porosos de los otros dos tramos de la existencia. Porque, a ver, ¿la primera edad comienza con el primer berrido, es decir, cuando uno es expulsado al mundo, o tenemos una especie de pretemporada, una etapa prologal, digamos, al menos hasta que el recién nacido consiga estructurar un incipiente Yo o quizá hasta que comience a gatear o pueda balbucear algunas palabras? Y después, ¿cuándo comienza la segunda edad? ¿Al principio de la ajetreada pubertad, alrededor de los doce, o a su término, por ahí de los quince o tres años después, a los dieciocho, cuando alcanzamos la ciudadanía? ¿O quizá hasta los treinta cuando ya es ridículo andar por la vida negando la condición de adulto? Eso sí, en términos jurídicos, usted puede exigir que lo consideren joven mientras ande entre los doce y los veintinueve años. Por mi parte, es indiscutible que vivo los últimos días de mi segunda edad: en este país, oficialmente, de acuerdo con la Ley de los Derechos de las Personas Adultas Mayores, la tercera edad comienza oficialmente a los sesenta años. Al día siguiente de mi próximo cumpleaños podré ir a tramitar mi credencial del INAPAM para poder acreditarme como viejito.
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La costumbre de dividir la vida en tres tramos es antañona, por lo menos en la tradición occidental. Por ejemplo, podemos recordar una célebre adivinanza milenaria. Aunque por allá del siglo V antes de nuestra era ni en Edipo rey ni en Edipo en Colono Sófocles haya referido a detalle el enigma que la ambigua Esfinge planteó al trágico joven tebano, en su explicación argumental, siglo y medio más tarde, Aristófanes de Bizancio la recupera:
Existe sobre la tierra un ser bípedo y cuadrúpedo, que tiene sólo una voz, y es también trípode. Es el único que cambia su aspecto de cuantos seres se mueven por tierra, por el aire o en el mar. Pero, cuando anda apoyado en más pies, entonces la movilidad en sus miembros es mucho más débil.
Aristófanes da cuenta igual de la solución, que debió de ser la respuesta de Edipo. También la provee, pero más bonito y un montón de siglos después, un porteño, Borges:
Cuadrúpedo en la aurora, alto en el día
y con tres pies errando por en vano
ámbito de la tarde, así veía
la eterna esfinge a su inconstante hermano.
Recordemos que, en su Ética a Nicómaco, Aristóteles seccionó la vida humana en tres: la infancia dependiente y formativa; la juventud, en la que se forja la autonomía, y la plenitud, en la que es exigible que uno alcance la sabiduría y la virtud. Hace poco menos de doscientos años, Augusto Comte adujo que la vida de las personas sucede en tres estadios: “cada uno de nosotros, al examinar su propia historia, ¿no recuerda haber sido sucesivamente, en lo que respecta a sus nociones más importantes, un teólogo en su infancia, un metafísico en su juventud y un físico en su madurez?” (Curso de filosofía positiva). De igual manera, Herr Doktor Freud, postuló que el desarrollo de nuestra sexualidad ocurre en tres trancos: pregenital, de latencia y genital. Y podría seguir ejemplificando…
Como sea, no tiene caso alegar que en la actualidad resulta más bien raro toparse con un sexagenario obligado a usar bastón o que es frecuente cruzarse con personas que, con la misma edad a cuestas, siguen pensando teológicamente o tengan cualquier característica menos la de ser sabios, como sea, con o sin báculo, pensando científicamente o no, chocheando o rockeando, llegando al sexto piso, todos y todas, sanos y decrépitos, animados y quebrados, somos confinados en bola en el copete de la pirámide. Y si uno es lo de menos, uno mismo, yo en esta ocasión, más; así que si traje a cuento mi caso es por significativo, y no por ejemplar, pero sí como ejemplo, ejemplo de un evento, importante desde un punto de vista generacional, que está a punto de suceder.
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En el texto clásico sobre el tema, El problema de las generaciones (1928), el húngaro Karl Mannheim propone que una conexión generacional se establece gracias a un cierto parecido cultural que hay entre los individuos agregados a un determinado período histórico. Si bien conviene en que, efectivamente, el fenómeno sociológico de la conexión generacional se fundamenta en el hecho del ritmo biológico del nacimiento y la muerte de la gente, no lo determina, porque “estar fundamentado en algo no llega a significar ser deducible de eso o estar contenido en ese algo”. En cambio, piensa que “para estar incluido en una posición generacional, tiene uno que haber nacido no sólo el mismo año sino, en el mismo ámbito histórico-social —en la misma comunidad de vida histórica— y dentro del mismo período”. Y aquí está dicho, pues, lo que permite entender desde entonces que no necesariamente todas y cada una de las generaciones tienen que durar lo mismo: conforme se acelera el cambio histórico, las generaciones se acortan, y en contra parte, en períodos en los que la estabilidad se prolonga, las generaciones se ensanchan.
Desde una perspectiva sociológica, una generación es un grupo de hombres y mujeres que nacieron en un período histórico relativamente delimitado, y que por eso mismo más o menos comparten determinadas experiencias, eventos significativos, valores, en fin, ciertas características culturales. Dichas cohortes demográficas pretenden dar cuenta de las peculiaridades en cuanto a la visión del mundo, actitudes, comportamientos y formas de relacionarse, a partir del tiempo en el que a cada uno le tocó vivir. Desde esta postura conceptual, una de las cohortes generacionales más utilizadas en Occidente tiene su origen en la Sociología, pero sus usos más bien en la comunicación masiva y marcadamente en la mercadotecnia. Así, por ejemplo, se habla de los dichosos milenials, una generación que nació aún en el siglo XX, entre 1981 y 1996. Híbridos, muestran una mezcla de tradición y modernidad. Crecieron en los albores de la revolución digital, pero también vivieron las postrimerías de la época aquella en la que las computadoras eran cosa de películas de ciencia ficción. Previa a la de los milenias fue la llamada generación X, compuesta por quienes nacieron entre 1965 y 1980, por lo que crecieron en un contexto de cambios sociales y tecnológicos significativos, como el auge de la informática y el final de la Guerra Fría. A los milenials le seguirían los centenials o generación Z, nacidos entre 1997 y 2012, y luego los más chavitos, la generación alfa, llegados al mundo de 2013 hasta hoy. Pero más que de las más recientes, considerando el evento histórico que está a punto de suceder y del cual fatalmente tomaré parte, me quiero referir a las generaciones más vetustas.
Comienzo por la generación perdida, individuos nacidos entre 1883 y 1900, alcanzaron la mayoría de edad durante la Primera Guerra Mundial. El origen del término se halla en el arte; fue un mote popularizado por Gertrude Stein y Ernest Hemingway para referirse al grupo de escritores y artistas expatriados que vivieron en París durante la década de 1920. Fue una generación caracterizada por la desilusión ante los horrores de la guerra, lo que los llevó a la bohemia, la vanguardia y a rechazar las normas y valores tradicionales de la sociedad burguesa. De esa generación no queda ya nadie vivo.
Luego llegó la generación grandiosa. Comprende a las personas nacidas entre 1901 y 1927, así que muchos de sus miembros alcanzaron la mayoría de edad durante la II Guerra Mundial. Esta generación es valorada por su sentido del deber, patriotismo y capacidad de trabajo y para superar desafíos significativos. Muy probablemente aún permanezcan entre nosotros, en todo el mundo, poco menos de un millón de miembros de esta generación. Después tenemos a la generación silenciosa, los nacidos entre 1928 y 1945. De actitud conservadora y una fuerte preferencia por la estabilidad social, prefirieron evitar el activismo político y las expresiones artísticas novedosas. Hoy los más jovencitos de ellos tienen 78 años.
Enseguida aparecieron los famosos baby boomers. Nacidos entre 1946 y 1964, fueron y son hombres y mujeres que crecieron durante un periodo de prosperidad económica y estabilidad, tras la Segunda Guerra Mundial. Esta cohorte fue la que protagonizó un aumento significativo en la natalidad, el baby boom, de ahí su nombre. La celebérrima explosión demográfica se refiere a ellos. En general, pudieron disfrutar de un entorno familiar seguro y acceso a educación, tecnología y servicios de salud.
Son, somos un montón… y en unos cuantos días, el primero de enero de 2025, no quedará ya ninguno de ellos, ninguna de ellas, ninguno de nosotros que no sea un venerable integrante de la tercera edad.
Sirva todo lo anterior para fundamentar una propuesta. Juzgo que, en este país, actualmente, buena parte de los sexagenarios, más menos unos diez millones de personas, modestia aparte, todavía aguantamos un piano, todavía tenemos y debemos aportar. Así que propongo que vayamos instaurando que después de la tercera edad hay al menos una cuarta, digamos que comienza, comenzará en mi caso, a los 85 años.
A seguir dándole que hay mucho qué hacer. Por lo demás, a mí se me hace que estas dos preguntas de Juan Gelman son afirmaciones y les sobran los signos de interrogación:
El temor a la vejez ¿envejece?
el temor a la muerte ¿enmuerta?
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