Tal vez entonces esta piedra era
mi casa, mis ventanas o mis ojos.
Me recuerda esta rosa de granito
algo que me habitaba o que habité,
cueva o cabeza cósmica de sueños,
copa o castillo o nave o nacimiento.
Pablo Neruda, CASA.
Acabo de toparme con una nota de la BBC que me hizo recordar a dos lumbreras. La agencia informa que, debido a un reciente descubrimiento selenita, es factible que en el futuro próximo —en unos veinte o treinta años, según estima la doctora Helen Sharman, astronauta británica— algunos seres humanos retornen a la vida troglodita, aunque no en la Tierra. La noticia no se presenta como una tragedia, sino como una esperanza. Creo que la perspectiva le habría causado mucha gracia al viejo Borges y cierto horror a Hannah Arendt. Vean ustedes si no…
¿A qué se refiere la BBC con vida troglodita? Acotemos esto primero. Llamamos trogloditas a los tragones. También empleamos esa palabra como sinónimo de salvaje, de bárbaro, e incluso de rudo o cruel. Son usos correctos. Pero la primera acepción de troglodita es otra. Al español y a otros muchos idiomas, la palabra llegó del latín troglodyta, el cual a su vez proviene del griego antiguo τρωγλοδύτης (troglodýtēs), esta última compuesta de dos partes: τρώγλη (trōglē), concavidad, agujero; y δύτης (dytēs), inmerso, metido en… —en griego contemporáneo δύτης significa buzo—. Así que troglodita significa “inmerso en los hoyos” o “el que vive metido en una oquedad”. Troglodita es entonces quien habita en cavernas.
El registro más antiguo de la palabra troglodita se halla en una obra jónica escrita hace casi dos mil quinientos años. Heródoto de Halicarnaso (480 – 425 a. C.) da cuenta de los garamantes, un pueblo bereber de la región desértica del noroeste africano, en la actual Libia, que, entre otras actividades productivas —se dedicaban además a la agricultura y la ganadería—, cazaban seres humanos:
Van dichos garamantes a caza de los etíopes trogloditas, montados en un carro de cuatro caballos, lo cual se hace preciso por ser estos etíopes los hombres más ligeros de pies de cuantos hayamos oído hablar. Los trogloditas o habitantes de cavernas comen serpientes, lagartos y otros reptiles semejantes: tienen un idioma a ningún otro parecido, aunque puede decirse que en vez de hablar chillan a manera de murciélagos (Historias, Melpómene, CLXXXIII).
Cuatro siglos después, en su Geografía, Estrabón, nominará Troglodítica a esa esa región, alineada a la costa occidental del Mar Eritreo —como los griegos llamaban a la masa de agua que separa la Península Arábiga del Cuerno de África—, informando que sus pobladores tenían por costumbre vivir bajo tierra. De origen, pues, en el vocablo troglodita, la conexión es directa entre cavernarios y salvajes …, aunque, obviamente, la ligazón es mucho más añeja. Ni los antiguos egipcios ni los asirios podían haber usado la palabra griega troglodita, pero tenían sus propios términos para describir a los hombres y mujeres que vivían en las cavernas o en los montes, fuera de la civilización —recuerden la historia de Enkidu, el salvaje domesticado nada menos que por el primer superhéroe de la literatura, Gilgamesh—. De cualquier manera, independientemente de las palabras, nuestra especie —por no hablar de los homínidos en general— tiene mucho menos experiencia en la vida extracavernaria que en la troglodita… Es más, en el gran contexto, no de la historia, sino de nuestra existencia genérica, hace muy poco que somos habitantes, quiero decir habitantes de cualquier sitio, y en las cuevas fue en donde aprendimos a serlo. Habitadas por diversos homínidos a lo largo de medio millón de años, las cuevas de Nahal Me'arot, ubicadas en la cuesta oeste del Monte Carmelo, ofrecen un magnífico registro de la vida troglodita. En sus cavidades y túneles, sus inquilinos más recientes, neandertales y sapiens, dormían, comían, facturaban herramientas, se reproducían, ejecutaban rituales funerarios… Trogloditas prehistóricos.
Algunos trogloditas —estos plenamente históricos— intervienen en El Inmortal de Jorge Luis Borges. Quienes hayan leído el cuento quizá recuerden que se trata de una narración hallada por la princesa de Lucinge en unos papeles escondidos en el último tomo de la Ilíada de Pope —volúmenes que le había facilitado en 1929 el anticuario Joseph Carthapilus—. En el manuscrito, el tribuno romano Marco Flaminio Rufo relata cómo fue que se decidió a encontrar la Ciudad de los Inmortales, de cuya existencia se enteró en Tebas por boca de un jinete moribundo llegado de Oriente. La historia sucede algunos años después de la pax romana, cuando Diocleciano era el emperador de Roma (284 – 305). El tribuno se aventura al periplo en busca del “el río secreto que purifica de la muerte a los hombres”, el cual, según le dijo el jinete, se encontraba “hasta el Occidente, donde se acaba el mundo”. Él y un grupo de mercenarios partieron de Arsinoe para luego adentrarse en el desierto… “Atravesamos el país de los trogloditas, que devoran serpientes y carecen del comercio de la palabra.” Borges evidentemente leyó a Heródoto y borda en su propio telar con los hilos milenarios del griego:
En la arena había pozos de poca hondura; de esos mezquinos agujeros (y de los nichos) emergían hombres de piel gris, de barba negligente, desnudos. Creí reconocerlos: pertenecían a la estirpe bestial de los trogloditas, que infestan las riberas del golfo Arábigo y las grutas etiópicas; no me maravillé de que no hablaran y de que devoraran serpientes.
Resulta que después de hallar por fin —o de pronto hallarse en— la Ciudad de los Inmortales, el protagonista cae en la cuenta de que los inmortales no eran otros que los trogloditas que habitaban en las cavidades que rodeaban la ciudad desierta:
… juzgando que toda empresa es vana, determinaron vivir en el pensamiento, en la pura especulación. Erigieron la fábrica, la olvidaron y fueron a morar en las cuevas. Absortos, casi no percibían el mundo físico.
Pues resulta que es probable que en pocos años algunos congéneres nuestros, sin máquinas del tiempo mediante ni en alucinaciones literarias, regresarán a la vida troglodita, como los inmortales de la ciudad desierta o los prehistóricos milenarios —a principios de julio la revista Nature informó que las pinturas rupestres de las de la caverna en Maros-Pangkep, Sulawesi, son mucho más antiguas de lo que se creía, y hay algunas representaciones que tienen más de 53 mil años, lo que las ubican como los testimonios más arcaicos de la capacidad representativa de los seres humanos—. En la nota que aludía al principio, la BBC reporta que un grupo de científicos italianos descubrieron una cueva en la Luna con una boca de unos cien metros de ancho y una profundidad de 130 a 170 metros, un lugar que por su tamaño y forma resulta ideal para albergar una base lunar permanente. La cueva podría proteger a los astronautas de la radiación y del llamado clima espacial. Visible desde la Tierra, la dichosa caverna se encontró en el Mar de la Tranquilidad, en el lugar donde alunizó el Apolo 11 en 1969. Por descontado, seguramente hay más cuevas lunares, así que el hallazgo incentiva su búsqueda y también de cuevas similares en Marte, en las que fuera posible encontrar refugio a cosmonautas trogloditas.
Pienso que todo esto a Hannah Arendt le habría resultado, si no sorprendente puesto que alcanzó a preverlo —“nosotros, criaturas atadas a la Tierra…, hemos comenzado a actuar como si fuéramos habitantes del universo”—, sí horroroso. La pensadora judío-alemana no planteó una pregunta absurda cuando escribió: “la emancipación y secularización de la Edad Moderna, que comenzó con un desvío, no necesariamente de Dios, sino de un dios que era el Padre de los hombres en el cielo, ¿ha de terminar con un repudio todavía más ominoso de una Tierra que fue la Madre de todas las criaturas vivientes bajo el firmamento?” Desde la perspectiva de Arendt, la posible vuelta a la vida troglodita, pero ahora en la Luna, resulta esencialmente antihumana, toda vez que “la Tierra es la misma quintaesencia de la condición humana”. Piensa que mientras el mundo de nuestras creaciones y artificios nos separa de las demás especies, “la propia vida queda al margen de este mundo artificial y, a través de ella, el hombre se emparenta con los restantes organismos vivos”. Pero fuera de este planeta, la vida misma tendría que ser artificiosamente sostenida. El afán de escapar de la Tierra es pues un afán de perder la condición humana, y “el deseo de escapar de la condición humana subraya también la esperanza de prolongar la vida humana más allá del límite de los cien años”. ¿Nada más cien años? Imposible no recordar la codicia que impulsó a los trogloditas de Borges, la inmortalidad. La edición original La condición humana de Hannah Arendt es de 1958, entonces ella advertía que “el hombre del futuro… parece estar poseído por una rebelión contra la existencia humana tal y como se no ha dado…” Ese hombre del futuro somos nosotros.
1 comentario:
Pues el futuro de la especie depende de mantener saludable nuestro planeta. No sé si la tecnología nos perita alejarnos de la ribera del planeta. La luna, marte u otro cuerpo celeste parecen factibles solo en la imaginación, pienso.
Saludos
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