Stultorum sunt plena omnia.
(Todo está lleno de necios)
Cicerón, Ad familiares.
“Los perversos con dificultad se corrigen, y el número de los necios es infinito”. El aforismo anterior suele citarse como una frase bíblica, específicamente como el versículo 1:15 del Eclesiastés. Muy efectivo para quejarse de la siempre abundante estupidez humana, durante siglos y siglos fue muy popular en el Occidente cristiano. Sin embargo, hoy no se encuentra en ninguna de las traducciones contemporáneas de los Libros Sapienciales del Antiguo Testamento. Por ejemplo, si la Biblia que usted tiene o conoce corresponde a la versión Reina Valera (1909), en el Eclesiastés 1:15 usted leerá: “Lo torcido no se puede enderezar; y lo falto no puede contarse”; mientras que en la Biblia de las Américas se anota: “Lo torcido no puede enderezarse, y lo que falta no se puede contar”. E igual en todas las demás: de perversos y necios ni media palabra.
“Los perversos con dificultad se corrigen, y el número de los necios es infinito” es un aserto que debemos a san Jerónimo, patrono de los traductores, los bibliotecarios y en general de la gente volcada en la lecto-escritura. Erudito, traductor, doctor —reconocido así desde 1298— y —junto a Ambrosio, Agustín y Gregorio— padre de la Iglesia, Eusebio Hierónimo, afamado como Jerónimo de Estridón (c. 347 – 420 d. C.), es recordado principalmente por la Vulgata editio, su traducción de la Biblia al latín. El trabajo fue realizado por encargo papal, y se convirtió en el texto bíblico oficial para la Iglesia católica durante más de mil años.
Originario de Estridón de Dalmacia —una ciudad romana ubicada quizá en lo que actualmente es Croacia o Eslovenia, y destruida hasta sus cimientos por los godos en 379—, desde muy jovencito Jerónimo emigró a Roma, en donde estudió retórica, gramática, filosofía y literatura griega y latina. Hacia el 366 se bautizó. Alrededor de 373 viajó por Tracia y Asia Menor, y llegó hasta el norte de Siria. Había, pues, abandonado las comodidades y lujos de la capital del Imperio para entregarse a la contemplación y al estudio. Vivía austeramente, pero viajaba cargando un montón de rollos de papiro, cuadernos de pergamino y tablillas enceradas —en el siglo IV, el códice, esto es, hojas de pergamino encuadernadas, comenzaba a reemplazar al rollo, pero aún no era dominante—; no había querido desprenderse de la biblioteca que había reunido en Roma. Desde joven se había entregado a la lectura de los clásicos, y le “repelía el estilo tosco” de los profetas cristianos —“no viendo la luz por tener ciegos los ojos, pensaba que la culpa no era de los ojos, sino del sol”, se reprendería posteriormente—. Mientras se encontraba en el desierto sirio de Calcis, alrededor del año 375, un día de cuaresma, estando enfermo y con fiebre, “arrebatado súbitamente en el espíritu”, fue “arrastrado ante el tribunal del juez”. Tiempo después, hacia el 384, Jerónimo narraría la experiencia onírica que marcó su conversión espiritual definitiva, en una misiva —Carta 22— dirigida a Eustoquia —la hija de santa Paula, la noble romana que fue discípula y colaboradora cercana—. La carta ofrece una serie de consejos sobre cómo rechazar las tentaciones mundanas para llevar una vida ascética dedicada plenamente a Dios. Relata cómo, durante el sueño febril fue llevado en espíritu ante un tribunal divino. Allí, contestando una pregunta expresa, se declaró cristiano, pero el juez celestial lo amonestó diciéndole: “Mientes, tú no eres cristiano, sino ciceroniano, pues donde está tu tesoro, allí está tu corazón”. Era una alusión directa a su biblioteca y su afición por la literatura pagana, especialmente las obras de Marco Tulio Cicerón (106 – 43 a. C.). El tribunal ordenó entonces que azotaran al inculpado, pero él pidió clemencia y juró deshacerse y olvidar todos los textos seculares. Por supuesto, por más inteligente y culto que haya sido, Jerónimo de Estridón no podía entender aquel sueño como producto de sus propios conflictos intrapsíquicos, sino como un mensaje divino: “Aquello no había sido un simple sopor ni uno de esos sueños…”
El episodio lo marcó, y Jerónimo juró renunciar a todos los textos paganos y dedicarse exclusivamente al estudio de las Sagradas Escrituras. Aquel sueño se convirtió en un símbolo de la tensión entre la cultura clásica y la fe cristiana.
Además de soñar, mientras se hallaba en el desierto sirio, comenzó a aprender hebreo, lo que más tarde le permitió traducir directamente la Biblia del hebreo y el griego al latín. Jerónimo escribió también numerosos comentarios bíblicos, cartas y tratados teológicos. Pasó sus últimos años en Belén, donde fundó un monasterio y continuó su labor intelectual hasta su muerte.
Jerónimo fue pues quien metió en el Eclesiastés 1:15 Stultorum infinitus est numerus, conservada en las biblias castellanas hasta bien entrado el siglo XIX. Si acaso se trata de una paráfrasis, porque el original dice otra cosa. La Nova Vulgata —revisión de la traducción jeronimiana encargada por el Concilio Vaticano II— corrige: Quod est curvum, rectum fieri non potest; et, quod deficiens est, numerari non potest, “Lo torcido no puede enderezarse, y lo que falta no se puede contar”. En efecto, Jerónimo sustituyó la imagen concreta del texto hebreo (“lo torcido” y “lo que falta”) por una metáfora moral: asoció “lo torcido” (מְעֻוָּת) a la “estulticia” humana y “lo que falta” (חֶסְרוֹן) a la idea de un “número infinito” de necios. Su versión es una exégesis alegórica que buscaban extraer enseñanzas espirituales del texto.
Curiosamente, la frase latina de Jerónimo está inspirada ni más ni menos que en Cicerón —“Todo está lleno de necios”—. ¿Se habrá dado cuenta el hombre de que estaba haciendo precisamente lo que, en su famoso sueño, el tribunal divino le echó en cara? ¿Habrá colado inconscientemente a Cicerón en el Eclesiastés nada más por el placer de engañar al tribunal divino?
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