Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

domingo, 8 de junio de 2025

Las reglas de la estupidez III

  

… el estúpido no sabe que es estúpido.

Carlo M. Cipolla.

 

 

Van tres reglas para comprender la estupidez humana: primera, siempre hay más estúpidos de los que uno cree; segunda, la estupidez no discrimina: aparece en igual proporción entre ricos y pobres, millonarios y menesterosos; y tercera, el estúpido es el único agente social que causa daño sin beneficios —ni para él mismo—. Nada más y nada menos que la esencia misma de nuestro despropósito colectivo.

 

Antes de establecer una cuarta regla fundamental, Carlo M. Cipolla elocubra sobre la distribución de los estupidos en el mundo y sobre su relación con el poder. El economista italiano parte de un hecho que todos podemos constatar, ejemplificar o incluso autoejemplificar: “La mayor parte de las personas no actúa de un modo coherente.” Hoy lúcida, mañana crédula, pasado mañana pérfida con buenos modales. No es de humanos mantenerse siempre alejados de la maldad, de la ingenuidad. La constancia cosa no es de mujeres ni de hombres. Todos, todas, menos los estúpidos. Ellos son el único grupo humano cuya perseverancia es absoluta, inflexible, implacable. “Normalmente, muestran la máxima tendencia a una total coherencia”, y siempre hacia abajo. Gracias a eso, podemos ubicarlos con admirable precisión: no por lo que hacen, sino por lo que son. A los demás, hay que promediarlos: un estúpido de ocasión puede salvarse, un malvado refinado puede disimular durante años, un inteligente tendrá que tropezar y decir una babosada de vez en cuando. Pero el estúpido —ese punto fijo en el caos— no falla: es el eje inmóvil de la idiotez universal. “La razón de esto es que la gran mayoría de personas estúpidas son fundamental y firmemente estúpidas”. Abundan especímenes bípedos que no se conforman con perjudicar al prójimo: se dañan a sí mismos en el proceso. No son los estúpidos comunes, son los superestúpidos, categoría élite del desastre humano, ubicados —según la cartografía cipolliana— en esa zona gloriosa donde el afán de daño es tan ciego que ni el propio autor se salva. 

 

Cipolla dedica un par de capítulos de su ensayo a la relación entre la estupidez y el poder. No todos los estúpidos son igual de letales: los hay de daño restringido, moderado y los hay de alcance masivo, capaces de arruinar no solo a unos cuantos individuos, sino a sociedades enteras. Bueno, hoy padecemos de estúpidos de alcances globales. El poder destructivo de un estúpido depende, primero, de una dotación genética generosa en estupidez, y luego —y aquí empieza el verdadero problema— del cargo que ocupan, es decir, del rol que ocupan en la organización humana en la que fueron a caer. Porque cuando un estúpido accede al poder, la estupidez se vuelve institucional. Y sí: generales, políticos, presidentes, primeros ministros, burócratas, prelados... Cipolla no escatima. ¿Pero cómo llegan hasta ahí? Antes eran las castas; hoy, lo logran por medios más sofisticados: partidos, burocracias, democracias, oligarquías… Las elecciones, según la Segunda Ley, no siempre impiden que la fracción de votantes estúpidos pueda colocar, incluso sin saberlo y sin ganancia propia, a sus pares en la cima. La estupidez, además de tenaz, es fácilmente reproducible. La estupidez no se enseña, se contagia. Peor: la estupidez es como un virus que mejora su eficacia en cada huésped. La ventaja respecto a la inteligencia es enorme: mientras que ésta tiene que evolucionar, aquella simplemente se clona. Por lo demás, Cipolla advierte:

Esencialmente, los estúpidos son peligrosos y funestos porque a las personas razonables les resulta difícil imaginar y entender un comportamiento estúpido. Una persona inteligente puede entender la lógica de un malvado.

En efecto, la inteligencia puede prever la maldad, pero nunca anticiparse a la estupidez. El mal tiene lógica; la estupidez, sólo consecuencias.

… una criatura estúpida os perseguirá sin razón, sin un plan preciso, en los momentos y lugares más improbables y más impensables. No existe modo alguno racional de prever si, cuándo, cómo y por qué, una criatura estúpida llevará a cabo su ataque. Frente a un individuo estúpido, uno está completamente desarmado.

Y lamentablemente la inteligencia, en su exceso de confianza, cree que todo tiene sentido, incluso la estupidez. Y tenemos que agregar otro factor: la cuestión de la autoconciencia. El inteligente sospecha que lo es. El malvado sabe muy bien lo que hace. El incauto, con algo de dolor, reconoce las pruebas exuberantes que la realidad le da de su propia torpeza. El estúpido, en cambio, opera con una ventaja demoledora: no tiene la menor idea que es estúpido. Carece de conciencia de sí, no duda, no se detiene, no calcula, no siente culpa. Llega con la mejor disposición —y la peor consecuencia—, arrasando sin premeditación, sin intención y, por supuesto, sin explicación. Su poder radica en eso: en hacer daño con la serenidad de quien cree estar regando una planta, amarrándose las agujetas, bostezando… El inteligente, claro, de vez en cuando puede cometer una estupidez, pero el estúpido nunca hará algo inteligente, a menos de que lo haga en un contexto tal que hacerlo resulte una terrible estupidez. El error del inteligente es ocasional, aleatorio; el acierto del estúpido es siempre contraproducente. El estúpido puede hacer algo brillante, siempre que sea el peor momento para hacerlo.

 

Quizá por eso la estupidez es tan poderosa: porque no se disfraza, no se justifica y no se sabe a sí misma. No quiere convencer, ni agradar, ni dominar —y, sin embargo, termina haciéndolo—. Es la única fuerza que logra su efecto sin intención, sin método y sin pausa. Mientras la inteligencia duda, la estupidez ya está en marcha.

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