|
Ilustración: Andrea D'aquino |
Por
supuesto, su descripción no podría haber aparecido en las páginas del
alejandrino Physiologus (c. 150 d.C.), origen de la plétora de
bestiarios medievales (bestiarum
vocabulum); no previó su existencia ni Da Vinci ni Toulouse-Lautrec,
tampoco Juan José, el excelso prosista de Zapotlán el Grande, ni Jorge Luis, el
viejo tigre ciego de Buenos Aires. No he encontrado un solo bestiario del siglo
XX que dé cuenta de su existencia…; será porque se trata del monstruo de la
posmodernidad: bestia infame que lleva años atacando a la juventud otrora
criticona y biempensante hasta conseguir su mutación.
Sensible
censor, en su ponencia “Condición posmoderna y diálogo socrático”, el doctor
Luis Ibarra (UAQ) caracteriza la condición posmoderna en las aulas de la
universidad mexicana. El diagnóstico deja muy mal parados a los estudiantes de
las instituciones de educación superior de esto que hoy nos queda de país. Y
yo, quien desde donde hace ya algunos años me ha tocado participar en la
docencia, veo más o menos las mismas monstruosidades que el autor señala:
•
El tedio posmoderno. Efectivamente, vencer la horizontal día a día resulta cada
vez más difícil para los jóvenes universitarios, y no sólo, sino que es claro
que cada vez lo logran de forma menos definitiva; ¿para qué alzar de nuevo el
vuelo? ¡Qué güeva!, proclama un
suspiro generacional. Por supuesto, no se trata de la bendita pereza en la que
uno puede encontrar placer, el reparador sabor del descanso, no, es más bien
que la vida se convirtió en una lastimosa sala de espera, para que al final,
cuando toque el turno, ello no será más que estirar la pata, colgar los tenis.
El tedio desesperanzado: al final del camino nadie ni nada me espera, para qué
andar…, qué güeva (sin siquiera ya
signos de exclamación).
|
Ilustración: blackkites. |
•
El chimoltrúfico relativismo: la ausencia total de compromiso: “Como digo una
cosa digo la otra”. Ninguna proposición merece la contundencia, y como navegar
entre preguntas resulta muy cansado, mejor quedarse en el “igual sí, igual no”.
•
El consumismo inmediatista.
•
La incredulidad…, y no sólo respecto a los llamados “grandes relatos”, no sólo
respecto a “la razón científica”, el descrédito es indiscriminado: creer,
creer, lo que se dice creer, no le creen ya a nada ni a nadie, aunque les urge,
¡caray! Cuando ellos llegaron, el país, la Santa Revolución Mexicana, el
nacionalismo charro, la Madre Patria e incluso la Panacea Democrática todo y
todos sus héroes se habían ido ya al baúl de las anacronías: el pérfido
Masiosare terminó por ganar la batalla; cuando ellos llegaron doña FamiliaCéluladelaSociedad
ya estaba lo suficientemente acartonada como para quebrarse al primer estertor
provocado por el último chiste de Pepito; cuando ellos llegaron la ética del
trabajo según Pepe el Toro ya apestaba a Looser!;
cuando llegaron, en fin, el campo de los valores ya producía poco…
•
el desánimo (y la verdad, no me dan ganas de explicarlo).
De
acuerdo con el doctor Ibarra… ¿Y qué puedo agregar? Poco, pero quizá sirva:
•
El individualismo, que paradójicamente los corta a todos con la misma tijera:
“yo soy quien soy, y no me parezco a nadie”, cantan perfectamente
sincronizados, al unísono, perdiendo la mirada en el tedioso horizonte y sin
darse cuenta de la patética igualdad: juego de espejos, reflejos ad libitum de un original perdido entre
tanta copia…
•
La sobredramatización y el exhibicionismo sentimental: vivir creyendo que se
vive una tenelovela que sólo tiene razón de ser en función de los niveles de
audiencia…, así que dramatizan, hacen osos y panchos, buscan la cámara, el quid y se tiran al piso; con pocos, muy
pocos, recursos histriónicos, se exhiben: que todo el aula se entere si el
novio la dejó o si la novia está embarazada, que todos sepan que sus papás se
van a separar o ya de perdida que el despertador no funcionó en la mañana… Y al
final del día, todos lo saben: el show resultó aburrido: un día más en que no
alcancé la fama, qué güeva.
|
Ilustración: Bene Rohlmann. |
•
Una carencia prácticamente total de conciencia histórica: dónde estoy parado,
¡sépa! He aquí, hoy, el final de la historia…, no sólo porque a ese puerto
llegamos, sino también porque se nos olvidó cómo llegamos aquí. Sin pasado qué
recordar, sin futuro al que aspirar, quedan atados a la cotidianidad, al
tedioso ir y venir de todos los días.
|
Ilustración: Andrea D'aquino |
•
El síndrome de Peter Pan se volvió pandemia: los personajes de Walt Disney se
aparcaron de por vida en los cuadernos, las chavas cargan toneladas de dulces
en la bolsa, los chavos se disfrazan de Daniel el Travieso y a mitad de una
disertación en el aula universitaria habrá que detenerse porque Paco le pegó un
chicle en el pelo a Juanita.
Y
claro, la mayor parte de lo dicho no se refiere únicamente a las huestes de
universitarios que semestre a semestre se acercan al término de su preparación
académica, sino que evidentemente es parte de las megatendecias que pintan
medio oscuro este presente occidental que, parece, demuestra que la historia
bien, para mal también, puede repetirse.
Por
supuesto, las causas de esta situación son hartas y variopintas; este no es el
sitio para abordarlas, no todas. Digamos nada más que en buena medida la postal
bosquejada se inscribe en un gran retablo, entintado con los colores de una
plaga y en el cual cada vez más se percibe, dolorosa, una ausencia. La plaga es
doble: malestar e indiferencia. El sociólogo norteamericano Charles Wright
Mills explica que cuando las personas no sienten estimación por ningún valor y
además perciben amenazas contra esos valores que en realidad poco les importan,
enfrentan la experiencia del malestar; si la estimación sigue siendo nula y
además no se percibe riesgo de cambio a la escala de valores, entonces
transitan por un estado de indiferencia, el cual, conforme afecta a todos los
valores, se convierte en apatía (WRIGHT MILLS, C. La imaginación sociológica. México. FCE. 1981 –5ª reimpresión–. pp.
30-31.). En cuanto a la ausencia, ella se explica por el proceso de extinción
que acertadamente advirtió hace ya algunos años Giovanni Sartori: el homo sapiens suplantado por el homo videns, en quien “el lenguaje
conceptual es sustituido por el lenguaje perceptivo, que es infinitamente más
pobre: más pobre no sólo en cuanto a palabras, sino sobre todo en cuanto a la
riqueza de significado…” (SARTORI, Giovanni. Homo videns. La sociedad teledirigida. México. Taurus. 1998. p.
48.).
|
Ilustración: Andrea D'aquino |
Y
claro, la pérdida de la capacidad connotativa hiere de muerte al verbo, la
principal herramienta que tenemos para hacernos de mundo… El hombre, a través
de praxis social, confiere sentido al mundo; así, estrictamente hablando, la
única realidad asequible para nosotros es justamente la realidad que construimos
en tanto miembros de una comunidad, la realidad social: la praxis social da
sentido a la realidad y en esa misma medida la construye. En este proceso
dialéctico —el hombre, cada hombre, es creador de cultura y creación cultural—,
el lenguaje no sólo significa o reproduce el mundo, también lo modela. El
lenguaje es sistema de comunicación en cuanto sistema organizado de signos, que
a su vez impone orden a la realidad. Así, todo lenguaje es una explicación
metafórica del universo, y por ello humanización del mismo. Paz, como siempre,
lo dice mejor:
“El
hombre es hombre gracias al lenguaje, gracias a la metáfora original que lo
hizo ser otro y lo separó del mundo natural. El hombre es un ser que se ha
creado a sí mismo al crear un lenguaje. Por la palabra, el hombre es una
metáfora de sí mismo.” (PAZ, Octavio. El
arco y la lira. México. FCE. 1998 –12ª reimpresión–. p. 34.)
En
el lenguaje se integran una serie de subsistemas; uno de ellos, caracterizado
por una poética de intención estética, es la literatura; otro, anterior,
primigenio sí pero no primitivo, es la mitología.
En
tanto fenómeno del lenguaje, un mito es un relato que da cuenta de verdades
simbólicas; su efectividad consiste en la fuerza que tenga para captar y
transmitir determinadas relaciones constantes y decantarlas del desorden
cotidiano. En ese sentido, los afanes del discurso mitológico pretenden
resultados muy parecidos al discurso científico. El mito no es una forma de
historia; es una suerte de narración, de origen siempre oscuro, que desde los
albores de la humanidad nos han permitido colocar nuestras vidas como parte de
un entramado de causas y efectos mucho más vasto que la biografía y la
historia, que a su vez revele un patrón universal subyacente, y nos suministre
el consuelo de que, pese a las deprimentes y caóticas evidencias de lo
contrario, la vida tiene sentido. ¿Para qué estamos aquí, qué se espera de
nosotros y que nos sucederá al morir? Las respuestas que una comunidad va dando
intuitivamente a tales interrogantes durante su devenir histórico se hacen
explícitas en su mitología, reconstrucción social del mundo edificada con un
ingrediente también indispensable tanto en la ciencia como en el arte: la
imaginación. Damos sentido al mundo otorgándole significado a nuestra propia vida,
y para ello, los mitos, esas grandes abstracciones con las cuales el hombre ha
modelado el cosmos y se ha dado guías de ruta para transitar y trascender este
mundo, requieren aterrizar, regresar al mundo de lo tangible, en donde los
cuerpos bailan y sudan, en donde el incienso huele, en donde fuego quema…:
efectivamente, sin rito, no hay mito.
Y
regreso a las aulas universitarias del México de los albores del siglo XXI, en
las que se percibe no sólo la carencia de significados, sino también de
ritualidad. Si bien la información abunda, los saberes difícilmente pueden ser
apropiados por los estudiantes porque los datos saturan y por sí mismos no significan:
sin marcos teóricos, sin grandes relatos confiables, queda la ilusión del saber
práctico, y el know how inmediatista
substituye el ideal universitario de la educación superior. Peor, el desencanto
se anida también en la mirada de los académicos y entonces la cátedra pierde su
acepción de púlpito, se desritualiza por completo, deja de asumirse como un
acto para quedar reducida a un lugar:
—
¿A dónde vas?
—
A clase de literatura.
—
¿Y eso para qué sirve?
|
Ilustración: Andrea D'aquino |
Sirve
entre otras cosas para remodelar nuestra idea de mundo. La relevancia del
discurso literario en el proceso de construcción social de la realidad radica
en que toma como materia prima, justamente, al lenguaje —per se modelo de mundo—, y lo recrea, lo reformula, potenciando así
la riqueza semántica de nuestra realidad. Sin embargo, para ello es necesario
que existan lectores, personajes escasos cada vez más, más precisamente
conforme el homo videns va tomando el
sitio del homo sapiens. Sartori es
fatalista y escribe que el asunto ya no tiene remedio. Desgraciadamente, los
números no permiten contradecir al pesador italiano: en 2001, aún antes del
tsunami de smartphones, María Teresa
Fernández Lomelín y Margarita Carvajal Ciprés realizaron una investigación en
torno los niveles de alfabetización de los alumnos de la Universidad Autónoma
de Aguascalientes, para mesurar la debacle: el 33% de los alumnos de la UAA
eran analfabetas funcionales. Y entre los otros, entre los que componen los dos
tercios restantes —concentrados por cierto en niveles funcionales y básicos de
alfabetización—; (v.: FERNÁNDEZ LOMELÍN, María Teresa y CARVAJAL CIPRÉS,
Margarita. Niveles de alfabetización en
Educación Superior. México. UAA. 2002. pp. 43-45.) ¿Cuántos podrán
adentrarse a la experiencia de leer El
Quijote? Lanzo la pregunta porque, me parece, la experiencia de leer
literatura, particularmente novela, es de los pocos rescoldos que nos quedan
para vivir la experiencia transformadora que permite el mito; explica Karen
Armstrong:
“…
la experiencia de leer una novela tiene ciertas cualidades que nos recuerdan la
tradicional aprehensión de la mitología. Puede ser vista como una forma de
meditación. Los lectores tienen que vivir con una novela durante días o incluso
semanas. Los proyecta hacia otro mundo, paralelo pero apartado de sus vidas
ordinarias. Ellos, los lectores, saben perfectamente bien que los dominios de
la ficción no son ‘reales’ y sin embargo mientras están leyendo se vuelven
irresistibles. Una novela poderosa se convierte en parte del background de nuestras vidas, incluso
mucho tiempo después de que hayamos cerrado el libro. Es un ejercicio de
capacidad de creer en algo, como el yoga o un festival religioso, rompe las
barreras del espacio y el tiempo y expande nuestra empatía… Nos enseña a sentir
compasión, la habilidad de sentir con los otros. Y como la mitología, una
novela importante es transformadora. Si nosotros lo permitimos, puede
cambiarnos para siempre… (ARMSTRONG, Karen. A
short history of myth. New York, 2005. Canongate. pp 150 y ss.)
Recuerde
usted que con la Modernidad la lectura solitaria y en silencio ha reemplazado a
la lectura litúrgica. Observe además que hoy la obsesión de la lectura veloz
genera lectores informados pero insensibles. Y voy a insistir en que sin ritualidad
el mito es espurio. No encuentro mucho mérito en que de la ecuación anterior
haya obtenido por resultado la decisión de apostar por la lectura durante
clase, lo más ritualizadamente posible, de una novela. Lectura en voz alta,
dramatizada en la mediad en que lo posibilitan las habilidades de los
estudiantes. ¿Y por qué Don Quijote de la
Mancha? Quizá porque el ingenioso hidalgo Quijada o Quesada o Quijana nos
demuestra que en ocasiones el mundo anda tan disparatado que lo más cuerdo
resulta perder el juicio.
Sesión
a sesión durante un semestre, con un grupo de la licenciatura en Artes
Escénicas que se impartía en la Universidad La Concordia, fuimos dando lectura
a la novela más importante jamás escrita en nuestra lengua. Hablar de
resultados resultaría excesivo; me limito a comentar con ustedes un par de
relieves: el primero es obvio: ninguno había leído antes a Cervantes, así que
resultó para ellos una sorpresa que un clásico pudiera provocar risas. El
segundo es más sencillo de enunciar, pero harto complicado de explicar: al
final, la gran mayoría de ellos cambiaron.
Desde
su locura, pues, don Quijote tiene la fuerza suficiente para arremeter furioso
contra los molinos posmodernos y seguir resignificando el universo:
— Non fuyades, cobardes y viles
criaturas, que un solo caballero es quien os acomete.