1. Teológicas o creacionistas. Los seres humanos compartimos un origen divino, es decir, fuimos creados por voluntad divina; incluso, para algunas religiones, a imagen y semejanza de Dios mismo.
2. Racionalistas. Una respuesta genérica que proviene del pensamiento griego clásico, y luego fue reforzada por el humanismo durante el Renacimiento: la razón ponderada como la cualidad distintiva del ser humano.
3. Biológicas o evolucionistas. El humano como un organismo específico producto de un proceso evolutivo. Para estas teorías, la razón sería una diferencia de grado, no de clase.
4. Psicoanalíticas. El hombre como resultado de fuerzas intra-psíquicas.
Conozco también al menos otras dos respuestas se cuecen en otra olla: la de Hegel (1770-1831) y la del novelista ruso Vasili Grossman (1905-1964). Para el filósofo alemán, la gran diferencia entre el hombre y el resto de los seres vivos es, precisamente, que el ser humano puede tener valores superiores a la vida misma: el héroe que muere por su patria, el despechado que se suicida por amor, el guarura que interpone su propio pecho entre la bala asesina y su custodiado…, en fin. Para Grossman (Vida y destino), el hombre es el eslabón más desarrollado de la evolución de la vida hacia la libertad. Por supuesto, ambos planteamientos son cercanos a la postura de Carlos Marx (1818-1883), para quien el ser genérico del hombre está precisamente en el trabajo transformador, siempre y cuando se realice de manera consciente y libre (Manuscritos económico-filosóficos de 1844).
A limestone cartouche by Attilio Piccirilli (1868-1945). Above main entrance, Rockefeller Center, New York City. |
Para contestar tales interrogantes, en el fondo una misma, hay quienes optan por alguno de los dos extremos. Por ejemplo, el empirismo –John Locke (1632-1704) y David Hume (1711-1776)– asume que el hombre, cada uno de nosotros, tiene que aprenderlo todo, esto es, la tesis de la tabula rasa según la cual un recién nacido llega al mundo en blanco. En general, el marxismo parte de que las diferencias caractereológicas entre los seres humanos y los grupos en los que se organiza se deben únicamente a las condicionantes históricas, esto es, al medio ambiente. En oposición, el innatismo de Platón (c. 427-347 a. C.), por ejemplo, asume que cuando llegamos al mundo ya han sido depositadas en nuestra mente las ideas y valores que guiarán nuestro destino; mientras que Kant (Crítica de la razón pura, 1781) argumenta que son innatas todas las categorías con las cuales conocemos el mundo. Pensadores como Noam Chomsky (1928) y Jerry Fodor (1935) consideran que más bien nacemos con determinados módulos cognitivos predeterminados por la carga genética que facilitan, o no, el aprendizaje de ciertas habilidades.
En fin, hay defensores de ambas posturas extremas; en todos los casos, en ambas puntas del cordel encontraremos el mismo nudo: teorías deterministas. Claro, y también quienes consideran que la dichosa interrogante no es más que una falacia… En una ocasión, a un insistente reportero que le preguntaba qué determina más la personalidad de un individuo, su naturaleza genética o el medio ambiente en el cual se forma, el psicoanalista canadiense Donald Hebb (1904-1985) respondió: ¿qué determina más el área de un rectángulo, su largo o su ancho?
Hace poco el doctor en zoología Matt Ridlley (1958), el mismo autor del bestseller global Genoma (1999), publicó un libro en el cual, a partir de los más recientes descubrimientos en torno a la estructura genética del ser humano, presenta una crónica sobre los avances científicos en la materia y especula en torno a lo que de ellos se puede concluir. En su edición original, el título de la obra explicita claramente el asunto sobre el cual Ridlley reflexiona: Nature via nurture: Genes, Experience & What Makes Us Human (2003). Y aunque suelo no escribir sobre libros que no he leído, en este caso voy a hacer una excepción; me justifico con una doble coartada: 1) pretendo suscribir una recomendación y, 2) las conclusiones del libro vienen a cuento de todo lo hasta aquí dicho. Me explico: una buena amiga me comentó hace unos días que estaba buscando este libro, que su lectura era obligada; no solamente se trata de una persona muy inteligente, además, es una profesional de la genética, es decir, es de las pocas personas que en este país vive de un negocio basado en la tecnología genética.
Luego de que en febrero de 2001 la comunidad científica pudo concluir que el genoma humano no contiene 100 mil genes, como se creía inicialmente, sino apenas 30 mil, se reanimó el debate respecto a lo que determina las diferencias entre tú y yo, entre Obama y los wasp cabezas rapadas de Tennessee que planeaban matarlo, entre Elba Esther Gordillo y Madonna… Porque, con sólo 30 mil genes, quizá el genoma no sea suficiente para explicar la individualidad de cada uno de los más de siete mil millones de seres humanos que hoy por hoy habitamos el planeta, sin contar a los que ya lo han hecho desde hace unos 40 mil años. Sorpresa: luego de sopesar los argumentos en pro y en contra, Matt Ridlley concluye algo que difícilmente no sería apoyado por Carlos Marx: los seres humanos somos el resultado de una interacción entre nuestra naturaleza genética y su medio ambiente, condicionado históricamente. Dice el científico inglés: “Cuanto más destapamos el genoma, más vulnerables a la experiencia resultan los genes”. ¡Qué cercano al planteamiento marxista de la praxis social! ¿Más claro? Va: “El genoma no es un plano para construir un cuerpo, es una receta para cocinar un cuerpo”.
Finalizo: cuando uno encuentra que luego de cientos de años de trabajo intelectual acumulado la filosofía y la ciencia se encuentran, resulta que la poesía ya estaba ahí esperándolas… Recordemos el aforismo de Eduardo Galeano, que, espero, luego de todo lo dicho, se engrandece en toda su fortaleza de abstracción y síntesis: “Al fin y al cabo somos lo que hacemos para cambiar lo que somos”.
2 comentarios:
¿Cuál debe ser el propósito de una lectura? ¿Gozar? ¿Sufrir? ¿Entender? ¿Enterarse? No recuerdo convención en una plática reciente respecto del asunto… Todas las anteriores. Subrayaría la opción si de evitarme líos se tratara. Subrayaría todas si de tu texto se tratara. Agregaría una más: degusté la lectura.
Y tuve sobremesa, iluminado el rostro por el pálido monitor, inmóvil, afectado.
Hace tiempo asistí, por decreto, a una Capacitación –mayúscula intencional, no por reverencia sino por formar parte de un nombre propio— para la “Formación de la persona”. Pues bien. El expositor trataba de responder a la misma pregunta: ¿es o se hace? No. No. Falseo la verdad. Trataba de descalificar cualquier respuesta no cristiana a la pregunta. Es más, en algún momento dijo que la mayoría de las ideas que mencionas ha terminado por destruir al hombre. Recuerdo una acusación de antología: por culpa de Nietzsche los matrimonios se disuelven (…)
Salto a otra pista del circo y pienso en el hombre y su naturaleza de artífice. En distintas medidas consigue lo que desea. Come, viste, construye, coge, con cierto control de sí mismo. Recrea, articula, con cierto alarde. Busca trascender, con cierta desesperación.
O todo es una pantalla… fingir control, fingir civilización, fingir el arte, fingir la trascendencia. Fingir el progreso. El hombre es inconforme por naturaleza ¿qué no? Mata a otro y se suicida, pero antes quema la casa. Quiere salvar al mundo por sumergirlo en la mierda ¿Y si somos lo que hacemos para ocultar lo que somos?
¿Viste el artículo sobre las opiniones de Benedicto XVI sobre la evolución? Dice que la acepta, pero con un principio divino.
Una nota aparece en:
http://www.milenio.com/mexico/milenio/nota.asp?id=673377
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