William Somerset Maugham (1847-1965) era tartamudo, tímido, huérfano y bisexual. ¿Póckar de hándicaps? Quién sabe, por ejemplo, gracias a su disfemia había escapado del destino como predicador que le tenía dispuesto su tutor, un tío religioso y autoritario. De lo que no se salvó fue de estudiar medicina, aunque jamás ejerció: su pasión era otra, la literatura. Al cumplir 30 años, ya era un escritor exitoso en su país, Inglaterra, y en toda Europa; de hecho, sus libros lo han trascendido y las historias que narró han cobrado vida fuera de sus páginas. La obra de Somerset ha dado para unas 30 películas; botón de muestra, The painted vail, estelarizada en 1934 nada menos que por Greta Garbo, y luego, apenas en 2006, por Naomi Watts.
De W. Somerset Maugham, editorial Sexto piso lanzó al mercado hace unos meses El temblor de una hoja (2008). Se trata de una colección de cuentos, todos ambientados en las islas regadas por el Pacífico Sur, región por la cual el británico viajó varias veces. El colonialismo fue la circunstancia que permitió a Somerset, como a otros muchos escritores europeos ―Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas―, carcomer con imaginación y colmillo literario uno de los pilares de la cultura occidental, la idea de civilización.
Aunque su raíz etimológica se encuentra en la Antigüedad clásica, el concepto de civilización es muy reciente; tanto, que es consustancial a la Modernidad. Los filósofos de la Ilustración fueron los primeros en mentarlo, siempre en el marco del ideal del progreso y en oposición a lo caduco, a lo feudal: civilizada era la vida en los burgos y atrasada la de los campesinos. Así, pronto la amplitud semántica de la palabra se extendió, y civilización se erigió como lo opuesto a barbarie. También dieciochesca, la primera edición del Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española (1780) no consigna significado alguno para civilización, sencillamente porque no existía la palabra. No fue sino hasta la edición de 1832 que el término, seguramente de inspiración francesa, hace acto de presencia en nuestro idioma: “aquel grado de cultura que adquieren los pueblos o personas cuando de la rudeza natural pasan a la primer elegancia y dulzura de voces, uso y costumbres propios de la gente de cultura”. Desde su origen, pues, civilización es un concepto que se traslapa y confunde con cultura. También desde su acepción inaugural en español, es evidente la idea de mejoramiento que subyace al concepto: se trata de un grado de cultura cuyo punto cero es la rudeza natural; transitar adecuadamente por la historia es civilizarse… o que lo civilicen a uno. Arnold J. Toynbee lo mostró con la contundencia de los doce tomos de su A Study of History: sobre todo a partir del apogeo del capitalismo industrial, la hegemonía técnica, política y económica ha llevado a los pensadores de Occidente a la identificación de la civilización, concepto genérico, con una civilización concreta, la de ellos, claro. De ahí su uso etnográfico: lo occidental es civilizado y todo lo demás es salvaje; de ahí, la gran coartada: aunque les duela, permítanme ustedes quitarles lo bárbaro, nomás los conquisto y ya después paso a civilizarlos, mis estimados pueblos atrasados. Y además, por supuesto, ni se les ocurra reclamar derecho de existencia en las parcelas de lo diferente, porque, ¿saben, salvajes amigos míos?, el progreso es una obligación moral y destino necesario de la Humanidad toda, que para eso ya Lucien Febvre y demás señores de la Escuela de los Annales vincularon el ideal universalista de la iglesia católica con, ¡y me pongo de pie!, la civilización.
En los relatos de William Somerset Maugham, los argumentos del expansionismo europeo batallan con los mosquitos de Samoa, y muchos de sus personajes, tan comprometidos con la aspiración civilizatoria, se las tienen que ver con la sensualidad de los salvajes: “La danza nativa… no sólo es inmoral en sí misma, sino que de manera manifiesta conduce a la inmoralidad”. En uno de los cuentos, Mackintosh, el escritor se solaza mostrando con ironía las contradicciones en las que suelen caer los ideales a la hora de concretarse en personas de carne y hueso: Walker, la autoridad inglesa en una de las islas, un gordo autocrático y vulgar, podía entenderse con los aldeanos precisamente gracias a su lejanía respecto a los anhelos de refinamiento que supuestamente representaba: “El humor de los nativos era obsceno y a él nunca le faltaba un comentario lascivo. Los entendía y lo entendían”. Sin necesidad de sesudos tratados de teoría política, la lógica del ejercicio del poder colonial queda al descubierto: “Los amaba porque estaban bajo su poder, como un hombre egoísta ama a su perro, y porque su mentalidad estaba al nivel de la de ellos”.
De plano, civilización no hay solo una, y la barbarie tiene muchas caras.
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