Me acosa la sensación de que vivimos en una época durante la cual
suceden las cosas, no porque nos encaminemos hacia ellas, sino así nada más:
pasan y hay que actuar en consecuencia para que no se desbarajuste todo. Porque
aunque los sustantivos cambio y novedad sigan siendo mercadológicamente muy
rentables, creo que en realidad transitamos por un momento histórico
profundamente reaccionario: todos los andamiajes —o si prefieres, el andamiaje
de todo— se perciben patéticamente vulnerables, decrépitos, pero nadie apuesta
por cambiarlos por otros nuevos: el sistema económico —tan global que China es
uno de sus protagonistas— hace agua por todos lados y pareciera que nadie
entiende bien a bien si sigue siendo viable, pero el objetivo se mantiene:
mantenerlo; el ideal democrático que Occidente ha impuesto por doquier detenta
hoy como su principal beneficio que no hemos inventado uno menos malo —y
después del voto blanco, ¿qué?—; las estructuras sociales —la pareja, la
familia, el Estado— se quebrantan todas frente al voraz avance del individuo
como principio y fin únicos —todos igualitos, todos sintiéndose distintos—; el
avance tecnológico, que se ha vuelto previsiblemente sorpresivo, descubrió su
función de transporte aunque nadie encuentra el volante para conducirlo; Dylan
no muere y sigue editando discos novedosos y los Beatles sientan su realeza en
la Xbox…; en fin, seguramente sabes de qué hablo: quesque llegamos al dichoso
fin de la historia, y con el acelerador tan a fondo que incluso el concepto
posmodernidad ya se acartonó. En el terreno del arte, las vanguardias se
volvieron tradición, y ya vamos en el tercero o el quinto o el undécimo
reciclado de esta y aquella escuela. La novela, pilar estético de la
Modernidad, ha sido declarada cadáver, y, nada, que primero algunos urgieron
enterrarla para luego tener que aceptar que nada más andaba cataléptica.
Antonio Gamoneda (El cuerpo de los
símbolos, Calamus, 2007) se pregunta si aún vive la novela, y su respuesta
es irónica, moderna: “la novela no es otra cosa que una modalidad transitoria
de la poesía”, y “claro que existe, podrá desaparecer como modalidad
compositiva, pero bajo no importa qué nombre permanecerá con nosotros el valor
—y el placer— de la sustancia narrativa”.
Por eso, no debería sorprenderme tanto que un libro escrito hace más de
doscientos años resulte tan refrescante. Además de la inteligencia e
irreverencia que supura, resulta un caldo de nutrientes que, para nada, ha
caducado. Jacques el fatalista, la
novela que según José Saramago debe ser considerada como “la primera
absolutamente moderna”, fue escrita entre 1765 y 1780. Su autor, el tatarabuelo
de Wikipedia, fue nada menos que el versátil editor en jefe del gran proyecto
de la Ilustración, la Enciclopedia. Me refiero, claro, a Denis Diderot, quien
nació en 1713, y murió a septuagenario, apenas cinco años antes de que
estallara de la Revolución Francesa.
El carácter endiabladamente moderno de Jacques el fatalista (Alfaguara, 2004) revienta en cada página.
Quizá uno de los botones más evidentes sea la inversión de los roles: Jacques
convence a su anónimo amo de que en realidad él es el sojuzgado, en mucho
porque tiene poco que decir, pero sobre todo porque pertenece a una clase
derrotada por el aburrimiento. Sin embargo, si los espíritus tuvieran columna
vertebral, el de la novela de Diderot estaría en su poética, irónica y
despiadada consigo misma: el novelista, duende, nos tima: “Es evidente que no
estoy escribiendo una novela, ya que desdeño aquello que un novelista no
dejaría de emplear. Quién tomará lo que escribo como la pura verdad, quizá
estaría menos equivocado que quien lo toma por una fábula”. Entonces, ¿es
verdad lo que cuenta Diderot? Tan verdadero como el siguiente enunciado: el
enunciado anterior es mentira.
El amo, harto de las chapuzas verbales de Jacques le exige: “di las
cosas tal cual son”. ¡Pobre!, no sabe en el berenjenal en el que se metió, el
mismo en el que tú, lector, puedes encontrarte: “Eso no es nada fácil —le
responde Jacques—. ¿No tenemos cada cual nuestro carácter, interés, gusto y
pasiones, según las cuales exageramos o atenuamos las cosas? ¡Di las cosas tal
cual son!... Eso a lo mejor no sucede ni dos veces al día en una gran capital.
¿Y aquél que escucha estará mejor dispuesto a que quien habla? No. De donde se
deduce que en una gran capital a uno no le escuchan como es debido ni dos veces
al día.” Acorralado, el amo acepta la única postura que queda ante tal
argumento: “¡Caramba, Jacques! Con esas máximas sólo conseguirás proscribir el
uso de la lengua y de los oídos, no decir nada, no oír nada, no creer nada. Así
que habla en cuanto a tú, te escucharé en cuanto a yo, y te creeré como pueda.”
La novela: vieja, vieja, pero endiabladamente irónica; la Modernidad,
vieja, muy vieja…
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