Hubo un tiempo durante el cual, con una frecuencia alarmante, mi amigo el conde Serredi profería alegatos políticamente incorrectos. Fraseo esto en pasado porque es políticamente correcto hacerlo así. Aquella tarde, el jefe que compartíamos ―un joven recién egresado de una universidad bastante cara y bien apalancado en la tecnocracia neoliberal mexicana entonces en ascenso―, volvió a atentar frontalmente en contra de nuestra vida académica: pasadas las dos de la tarde, se apareció en la oficina con un bomberazo ―sustantivo con el cual solía denotarse a las urgencias de los superiores jerárquicos que, de no atenderse con sacrificio y entrega, podían costarle a uno la chamba―. Entonces, el conde y yo aún estudiábamos la licenciatura en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, así que si queríamos llegar a CU a la primera hora de clases, debíamos salir pitando justo al término de la jornada laboral. Certero en la evaluación de eventualidades, dictaminé:
― O sea que, otra vez, el desordenado jefe que los gobiernos emanados de la Revolución Mexicana nos han puesto en el camino va a ser el culpable de que no lleguemos a tiempo a Sociología de la Cultura II.
― Pinche Polainas ―se quejó Serredi, a quien su italiana alcurnia jamás le ha impedido ser procaz.
El actuario Polainas, nuestro capataz encorbatado, distribuyó tareas entre la tropa de escritorios reducidos; el conde y yo quedamos con la encomienda de integrar todo en un documento ejecutivo ―fórmula que, por lo general, se refiere a cualquier artefacto textual que será hojeado y quizá ojeado por personas que tienen menos tiempo e interés en el asunto que quien lo redactó―. Resignado, el conde Serredi se levantó a preparase un café soluble, tomó de nuevo asiento y oteó el entorno: viejos y desencantados compañeros de trabajo, una secretaria pintándose la uñas, el hijo de una jefa de departamento que pasaba más tiempo en nuestra oficina que en su escuela porque su madre tenía pleito casado con el reloj despertador, muchos escritorios desocupados a tiempo por gente más afortunada y atiborrados de pilas de papeles… Serredi suspiró y la soltó: ― ¿No te sientes a veces como romano en tiempos del Imperio viviendo fuera de Roma? Estamos rodeados de bárbaros, me cae.
Por supuesto, quienes lo escucharon se sintieron agredidos y, claro, sin nada más interesante qué hacer por lo que restaba de la tarde, nos la cobraron: el dichoso bomberazo salió a las ocho de la noche.
¿Quiénes son los bárbaros? Puede aventurarse una definición por negación: los bárbaros son los no civilizados. El problema es que el concepto civilización es mucho más reciente que el de barbarie, de hecho, proviene de la Ilustración, esto es, del siglo XVIII; y ya contaba yo aquí que no aparece en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española sino hasta la edición de 1832. En cambio, la idea de barbarie se remonta a los orígenes mismos de la cultura occidental.
En el libro que bien podría considerarse el primero de Occidente, atribuido por cierto a un ciego, aparece ya el concepto. En el Canto II de la Ilíada, Homero (c. siglo VIII a.C.) refiere:
Nastes estaba al frente de los carios de bárbaro lenguaje. Los que ocupaban a ciudad de Mileto, el frondoso Ptiro, las orillas del Meandro y las altas cumbres de Micale tenían por caudillos a Nastes y Anfimaco…
Como a otros tantos, el fiero Aquiles derrotaría a los carios, mercenarios provenientes del suroeste de Anatolia. El caso es que, desde su aparición en la literatura occidental, la idea de barbarie surge ligada al lenguaje. En su Política, Aristóteles (384 a.C. – 322 a.C.) establece la conexión directa: el hombre es un animal, pero un animal político, esto es, capaz de organizarse en comunidades (polis) por medio de acuerdos, los cuales se alcanzan no sólo a espadazos, sino a través de la razón y la palabra (logos); así, quienes no hablaban griego eran hombres incompletos. Para los romanos, los bárbaros eran los salvajes, condición de la que únicamente estaban exentos los ciudadanos libres que vivían en la civitas por antonomasia, Roma. Heredero de esa tradición, el pensamiento cristiano medieval llamó bárbaros tanto a los inferiores como a los extranjeros; el criterio ya no fue la palabra, sino la religión. Así, desde San Agustín (siglo V), los bárbaros fueron todos los paganos. Varios siglos después, Santo Tomás de Aquino (1225-1274) estableció un subgrupo: había unos bárbaros irredentos y otros redimibles, los primeros que se oponían al cristianismo aun conociendo su doctrina, y los segundos, ignorantes que podían ser salvados mediante la evangelización. Por supuesto, esta teoría luego sería muy útil cuando la cultura europea se extendió por todo el mundo; la tarea era pues ecuménica, debía extenderse por toda la tierra apta para la vida humana.
Creo que si hace unos veinte años mi amigo el conde Serredi tenía motivos suficientes para sentirse rodeado por la barbarie, ahora debe sentirse peor. Y me asalta una pregunta: ¿dónde queda Roma?
Por lo pronto, felicidades a la UNAM, mi alma mater, Premio Príncipe de Asturias 2009.
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