Soy un gato sin gracia y sin siete vidas.
Carlos Monsiváis
Debió de haber ocurrido a principios del año pasado. Si mal no recuerdo, era un seminario sobre literatura mexicana del siglo XIX. Seguro el asunto sucedió en el Colegio de México. Seguro su participación era el plato fuerte del menú. Lo presentó un académico de pipa y guante, con hartas credenciales, me parece que el coordinador general del seminario, ¿o era coloquio? El tipo dio la bienvenida al público —casi todos profes del propio Colmex, investigadores de Filológicas, raza unamita— y enseguida, para comenzar a hablar del señorón al que todos queríamos escuchar, contó una anécdota: que hace muchos años, un hatajo de personas gravitó en torno a una misma idea, ciertamente sencilla pero bizarra y heroica aunque un tanto ingenua: que resultaba pertinente y a la larga relevante reunirse periódicamente para hablar seriamente de los ires y venires de las letras en México. Que durante aquella aventura y para aquella gente “hablar seriamente” en la práctica significaba llegar a proponer y defender textos cerrados, bien escritos y con carnita… Contó el docto presentador que luego de dos o tres sesiones —extraño: se juntaban en alguna sala del Castillo de Chapultepec— enmezclillado apareció por fin el Rey Gato, el más esperado y más temido de aquel grupo de contertulios. Narró que el monstruo anhelado llegó dando las buenas noches y después, mientras iniciaba la sesión, permaneció callado, enfrascado en sus papeles. No recuerdo si a quien le tocó abrir la ronda de lecturas fue al propio anecdotista o a un compañero suyo, pero para el caso da igual. Quien haya sido, el expositor comenzó sin sorpresas y por donde se debe: leyendo el título de su ponencia, y luego a lo que te truje: su disertación. Al terminar, el silencio cundió y todos los asistentes dirigieron su mirada al gran factótum, al mero mero: él no se hizo del rogar y procedió a lo que se le pedía, echar a la mesa su dictamen… Que dijo: “Su texto tiene un título espléndido…, pero después decae”. Y fue todo..., y ahí mismo terminó la anécdota. El presentador continuó entonces enunciando algunos de los datos curriculares más relevantes del ponente estrella, los títulos de algunos de sus libros, el agradecimiento y el beneplácito compartidos por su presencia... Fue entonces que Carlos Monsiváis (1938-2010) tomó la palabra: “Bueno, después de la presentación, esta ponencia va a decaer...”. Aplausos y risas, y como otras tantas veces él levantó la vista mostrando una expresión que a uno le resultaba difícil diferenciar entre complicidad y sorpresa...: ¡Ándenles, ríanse!... ¿Pero de qué se ríen? Después, congruente, se burló un rato de sí mismo, de nosotros, del país y, ya con la respiración muy entrecortada, comenzó a leer.
Terminada la intervención de Monsiváis —habló durante más de una hora sobre los hábitos de lectura de la naciente clase media urbana del México decimonónico—, yo aproveché la excursión al Colmex para meterme a buscar un título rejego en la librería del Fondo de Cultura Económica que está ahí. Varios minutos después, cuando ya estaba pagando, Monsi entró cargado de libros, cuadernos, papeles sueltos, folders... Venía solo; atrás había quedado la cauda de admiradores. Claro, de idiotas muy pero muy zoquetes hubiera sido no aprovechar aquella oportunidad.
Conversamos un rato sobre la novelística mexicana del XIX. Especuló sobre las maneras en que la raza pudo haber abierto un libro en este país en aquella época. Me pasó varios títulos. Aguijoneó con elegante sorna los usos y costumbres de los encuentros académicos de altos vuelos. Hablamos de novela histórica y de nuevo desplegó la enciclopedia que traía en la cabeza. Apabullante y generoso. “¿Entonces está usted estudiando la novela histórica del XIX?” Le hablé de Sierra O’Reilly y él claro, conocía su obra, incluso recordaba varios detalles relevantes de La hija del judío y de Un año en el hospital de San Lázaro, las dos novelas del yucateco. Amable y retórico: “Perdóneme, pero recuérdeme su nombre”. Por supuesto, más que recordárselo se lo dije; él no tenía la menor idea de con quién estaba hablando. “Ah, pero usted no es académico, es narrador, ¿no?” Increíble, el hombre había leído un par de libros míos ¡y los recordaba! Luego de platicar poco más de un cuarto de hora nos despedimos, salimos de la librería y recuerdo que, al final, me dijo: “Pues qué bueno que está estudiando las novelas de Sierra O’Reilly..., pero siga escribiendo cuento. O lo que sea, la cosa es seguir de tercos”. Mientras quede cuerda, seguir de tercos.