Cuando a un
condenado a muerte
le regalan una
hora,
ésta vale toda
una vida.
Georg Christoph Lichtenberg
¿Filosofaran los
muertos? En El Mito de Sísifo, Albert Camus (1913-1960)
sostiene que el único problema filosófico verdaderamente serio es el suicidio,
es decir, “juzgar si la vida vale o no vale la pena de vivirla”. Concediendo
que el argelino tenga razón, para “responder a la pregunta fundamental de la
filosofía” se requiere, claro, estar vivo. Camus publicó El Mito
de Sísifo en 1946, el mismo año que El extranjero; luego,
la vida le alcanzaría para seguir tomando café y filosofando, para ganar el
Nobel de Literatura (1957), para seguir escribiendo…, el caso es que no se
mató, quizá, eso sí, lo asesinaron —la KGB, por andar criticando la invasión
soviética a Hungría y apoyar la candidatura al Nobel del ruso Boris Pasternak,
autor de la novela Doctor Zhivago—,
de tal suerte que uno puede suponer que si no encontró una respuesta definitiva
a la pregunta filosófica más importante de todas, al menos se mantuvo en la
postura de que bien valía la pena vivir para reflexionar sobre el asunto.
Más
allá de todos sus inconvenientes, que ciertamente son muchos, variados y
agudos, envejecer reporta la enorme ventaja de permanecer entre los vivos. Una
perogrullada, efectivamente, aunque en nuestros días velada por un espeso pavor
a la vejez: me parece que, mientras va aumentando la esperanza de vida —esto
es, conforme más personas llegan a la vejez—, más y más se propaga,
paradójicamente, tanto la gerascofobia —el miedo irracional y enfermizo a
hacerse viejo— como la gerontofobia —la repugnancia e incluso miedo a la gente
anciana—. Personalmente opino que envejecer no es un proceso agradable, pero la
alternativa me parece mucho peor, fenecer. Supongo que todo esto justifica
plenamente que, hace unos par de meses, mientras ojeaba —y no hojeaba, porque
era la edición web— el número de
diciembre de 2013 de la revista Wired,
decidiera detenerme a leer el artículo Steve
Jobs’ Doctor Wants to Teach You the Formula for Long Life (valga recordar
que a Jobs le diagnosticaron cáncer de páncreas en octubre de 2003, y no
falleció sino hasta ocho años después).
El
galeno que acompañó a Jobs durante sus últimos años se llama David Agus. Nació
en Baltimore, tiene 49 años y es nieto de un rabino y teólogo destacado. Se
graduó cum laude en Biología
molecular en la Universidad de Princeton, luego recibió el título de médico en
la Universidad de Pennsylvania, y completó estudios especializados en oncología
en el Johns Hopkins Hospital y en el Memorial Sloan-Kettering Cancer Center de
Neva York. El doctor Agus ya había publicado en 2012 un best seller, The End of
Illness (El fin de la enfermedad) —por cierto, originalmente, aquel libro
se iba a llamar What Is Health? (¿Qué
es la salud?), pero Steve Jobs, un genio de la mercadotecnia, advirtió a su
doctor y amigo que un título así era pésimo, like “chewing cardboard”, y le recomendó el bueno—.
En su campo, David Agus es como lo fue Jobs, una estrella, un gurú: mucha gente
lo admira y otros tantos lo detestan, da clases en la Universidad del Sur de California,
colabora con frecuencia en el New York
Times, es un rostro familiar para los televidentes norteamericanos, es
cofundador de un par de empresas dedicadas a la atención del cáncer, realiza
investigación científica —participó en el equipo que descubrió que,
efectivamente, la vitamina C puede ayudar a prevenir el cáncer, pero que, cuando
ya se tiene la enfermedad, la agrava—, pero sobre todo hace trabajo clínico,
esto es, atiende gente enferma. Claro, no cualquier bolsillo llega a su
consultorio: Sumner Redstone, el nonagenario dueño mayoritario de CBS
Corporation y Viacom, ha hecho público su agradecimiento a Agust por el
tratamiento que le ha permitido sobrellevar el cáncer; el cantante Neil Young
se refiere al médico como “su mecánico”; Agus atendió al senador Ted Kennedy,
al actor Dennis Hopper y al polémico ciclista Lance Armstrong (cáncer en el
cerebro, de próstata y testicular, respectivamente). Y de todo ese quehacer,
Agus saca pasta para emprender además una importante labor de divulgador.
Ciertamente, la formación científica
de David Agus es de primera; pero más allá de eso, destaco su sentido común y una
gran capacidad de expresar en forma sencilla grandes ideas. Un botón de
muestra: el cáncer “no es algo que el cuerpo tenga, sino más bien algo que el cuerpo hace. El cáncer no es un sustantivo, sino un verbo”. La comprensión
del problema posibilita su solución…, y sin embargo: Agus opina que si bien hoy
entendemos mejor el cáncer, no se reportan cambios dramáticos en las
estadísticas de sanación, por lo que, concluye, deberíamos emplearnos más en
controlar el problema que en entenderlo.
En
el artículo de Wired se recomienda el
nuevo libro de David Agus, A Short Guide to a Long Life (Una breve guía para una larga vida). En
mi caso, la recomendación funcionó. No sé si sea factible conseguirlo en
librerías, pero en línea se puede adquirir en formato e-book sin problema.
Yo así lo hice, porque mientras la ciencia no logre erradicar la muerte, como
ocurre en la novela Las partículas
elementales de Michel Houellebecq, la vida sigue siendo una enfermedad
terminal sobre la cual vale la pena filosofar el mayor tiempo posible, unos
años más, un meses, una hora…