1. Con Muerte súbita (Anagrama, 2013), Álvaro Enrigue (México, 1969) ganó el
Premio Herralde de Novela, como en su momento lo consiguieron Sergio Pitol con El desfile del amor (1984), Javier
Marías con El hombre sentimental
(1986), Roberto Bolaños con Los
detectives salvajes (1998), Juan Villoro con El testigo o Daniel Sada con Casi
nunca (2008).
2. Porque siempre resulta
harto salutífero limarle los cuernos a nuestros demonios históricos, e incluso
atreverse a eximir a los grandes villanos que nos han dado patria —porque, como
bien se sabe, más cohesionan los malos que los buenos, los enemigos que los
aliados-–. Escribe Enrigue sobre don Hernán Cortés Monroy Pizarro Altamirano:
“El conquistador debió ser un hombre simpático a pesar de su estatura
inmanejable de actor principal de la mayor epopeya de su siglo y tal vez la más
revolucionaria de la Historia” [Apunte al margen: actualmente, a 493 años de la
caída de la Gran Tenochtitlán, en toda la República Mexicana hay 235 calles que
llevan el nombre de Hernán Cortés, mientras que 4,329 honran el recuerdo de
Cuauhtémoc y 1,642 el de Moctezuma. En cuanto a los municipios, de los casi dos
mil quinientos en que se divide el territorio nacional, ninguno recuerda al
conquistador extremeño, dos a Moctezuma y ocho a Cuauhtémoc].
3. Porque siempre es sano
desmitificar a los grandes personajes históricos, aterrizarlos, retrotraerlos
más acá de las abstracciones de las que todo discurso histórico depende para
lograr la ilusión de la coherencia. Escribe Álvaro Enrigue sobre Cortés: “… era
un hombre que había visto tanto que ni se le ocurría no rascarse el culo si le
picaba”.
3 bis. Porque siempre es sano
desmitificar a los grandes genios, aproximarlos a uno, re-hermanarse con ellos.
Escribe Enrigue sobre Michelangelo Merisi da Caravaggio: “el primer pintor
propiamente moderno de la Historia fue también un gran tenista y un asesino.
Nuestro hermano”.
4. Porque contiene pasajes
que deberían ser de lectura obligatoria en todas las escuelas primarias de este
país, a efecto de recomponer el carcomido perfil de la identidad nacional
mexicana (whatever it means), tan auto-flagelante
ella, por no decir lo obvio: esencialmente malinchista —¿puede tacharse de
malinchismo decir que los mexicanos somos malinchistas?—. En el apartado “Juego
de pelota”, Álvaro Enrigue receta en apenas cuatro páginas una re-enunciación
de los orígenes de este país, no sólo sagaz, también verosímil, pero sobre todo
mucho más funcional que la consabida cicatriz imaginaria definitoria del
espíritu nacional, ésa que se sigue expresando a diario en muy pocas palabras:
“cuando nos conquistaron los españoles…”.
5. Porque aunque no sirve de
nada, como todo el arte, una novela histórica es necesaria, entre otras cosas,
porque posibilita reformular la peripeteia
de los grandes relatos de una comunidad imaginaria, el punto de quiebre, los
volantazos de las fuerzas del destino: “Cuando en la noche Cortés le preguntó
[a Malinalli, todavía no doña Marina] cómo le había hecho para que los indios
[de Chalchicueyecan] cedieran todo eso [viandas y gente], deslizó a través de
Aguilar la idea que cambió el mundo: Les dije que estamos aquí para derrocar al
tirano, que con nuestros caballos y sus flechas podríamos liberarlos de los
aztecas”.
6. Porque un relato
histórico bien textualizado, ya sea literario o historiográfico, permite
averiguar qué es lo que no somos:
“Los mexicanos no somos descendientes de los mexicanos, sino de los pueblos que
se sumaron a Cortés para derrotarlos. Somos un país con un nombre hecho de
nostalgia y culpa”.
7. Porque no es evidente que
sea una novela, y por ello mismo no puede ser otra cosa… “Tal vez sea un libro
que se trata solamente de cómo se podría contar este libro…”
8. Por lo que no es la
novela y por lo que sí consigue hacer la novela: “No es un libro sobre
Caravaggio o Quevedo, aunque es un libro con Caravaggio y Quevedo. Ellos dos,
pero también Cortés y Cuauhtémoc, Galileo y Pio IV. Individualidades
gigantescas que se enfrentan. Todos cogiendo, emborrachándose, apostando en el
vacío. Las novelas aplastan monumentos gracias a que todas, hasta las más
castas, son un poco pornográficas”.
9. Porque la buena
literatura se permite exabruptos e insolencias para espetar grandes verdades,
sin necesidad de los grandes andamiajes de la Historia o los demasiados
cuidados de la Filosofía: “Vasco de Quiroga llegó a la Nueva España en 1530,
cuando Tenochtitlán ya estaba pacificada… El resto de la América infinita
todavía ni siquiera sospechaba que en los próximos doscientos años decenas de
culturas milenarias que habían florecido aisladas y sin contaminantes y sin
defensas se irían inexorablemente a la mierda. No es que importe: nada importa.
Se extinguen las especies, los hijos se van de casa, los amigos consiguen
novias intratables, las culturas desaparecen, las lenguas, un día, se dejan de
hablar; los que sobreviven se convencen de que eran los más aptos”.
10. Porque solamente a través
de la narrativa se consigue la ilusión secular de que todo lo que acontece
ocurre por algo y hacia algo, con sentido: “… vivimos en un mundo en el que el
pasado y el presente son simultáneos porque las Historias se escriben para que
creamos que A conduce a B y por tanto tiene sentido. Un mundo sin dioses es un
mundo en la Historia, en las historias como esta que estoy contando: ofrecen el
consuelo del orden”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario