Con memoria o inventiva, a Sheridan le alcanza la mirada para regresar a sus años de escuinclito preescolar, y hasta allá regresa cargado de lecturas: “Como Rilke, creo que la única patria verdadera es la infancia y, como Chesterton, estoy convencido de que el rasgo característico de la educación es que no existe. Yo agregaría que… hay una enorme cantidad de circunstancias realmente graves que oponerle. Al educador no le importa que algo sea trivial, absurdo, falso o hasta equívoco: basta con transmitirlo para que se le considere ‘educación’”. Ácido y certero, los años le han redituado varias certezas que comparte —“en México las clases de literatura están diseñadas para conseguir que nadie lea nunca. Es una de las pocas cosas que ha funcionado en el país”—, y, por supuesto, un cúmulo de perplejidades —“No entiendo por qué linchar cada año a un inocente en Iztapalapa es patrimonio de la humanidad’ y la tauromaquia un agravio a la humanidad que debe ser la misma que la otra”—.
El país, claro: México es escenario y asunto de las correrías y reflexiones de Guillermo Sheridan. Las experiencias, además de las obligadas abolladuras en la coraza, le han redituado varios saberes: “Con Pepón aprendí las características elementales (no hay de otras) del jefe mexicano que, salvo contadas excepciones, no varían: son obsequiosos con los de arriba y autoritarios con los de abajo; un remordido catálogo de complejos y envidias los mueve como un titiritero interior; no persiguen la eficiencia sino la gloria; su jefatura es el pastizal de su ego hambriento y la ventanilla donde cobran rencores nebulosos; navegan como carabelas por las aguas de una majestad que guarda una relación proporcional con su insignificancia; su concepto de lealtad consiste en el silencio o el halago…”
Toda una vida estaría conmigo es una hospitalaria miscelánea, en la que caben versos de Novo, Villaurrutia, Quevedo…, incluso del propio Sheridan (inalcanzable la primera estrofa de un soneto de juventud: “De Sarita palpé la hermosa chiche / una noche de viernes exaltada / cuando aceptó que la febril mirada / a la mano cediera su fetiche.”); honestas rememoraciones de luchas personales de las que no siempre el héroe salió laureado (“Una vez dejé de fumar durante siete semanas. Más allá de un orgullo justificado y de una indiscutible mejoría física, dejar de fumar fue horrible”); narraciones redondas que sin duda merecen un lugar en cualquier antología de cuento contemporáneo (v.g.: “El pato y el cánido” y “Ni siquiera siendo vaca”); aforismos (“El destinatario final de toda carta es quien la escribe”; “Otra característica de los paraísos es que, si no se han perdido, son falsos”); pasajes significativos de la historia reciente de este país, como la Revolución Mexicana—entrañable el texto sobre Jorge Prieto Laurens, abuelo de Sheridan— y la Guerra Sucia; un desfile de personajes protagónicos de la cultura mexicana (Juan Rulfo, Octavio Paz, María Félix, Juan Villoro, Gustavo García, Huberto Batis…); y además sesudas disertaciones sobre cuestiones tan disímbolas como el pene de Gothe y los gluteos de Lucrecio o el aeropuerto internacional de la Ciudad de México y la obra arquitectónica de Teodoro González de León… Subrayo la fuerza y belleza de un texto en el que Sheridan no cuenta nada, sino que más bien canta a la Ciudad de México: “No te acabas, no te acabas de acabar, extensa agonía mutante. A pesar de cierta calle, de ese olor azuloso luego del chubasco, de un zaguán casi olvidado, de unos cuantos rostros, a pesar de todo eso, que no es mucho, te aborrezco, ciudad abominable y odidada”.
En fin, si es usted de los que sabe reír con Sheridan, seguro va a disfrutar enormemente este libro. Ahora que si milita usted en las filas de quienes lo detestan, también le recomiendo que lo lea: encontrará más argumentos para su inquina.
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