¿Cómo puede explicarse que ahora mismo, en el camellón de Reforma, un rey gigante, triunfante y prepotente, sostenga a más de ocho metros de altura un enorme pez que si bien ya fue pescado mantiene una manifiesta expresión de jolgorio? Hablo de un típico osteichthyes, que desde su corporeidad de bronce, se proyecta vivito y coleando: pez ya pescado, pescado y sin embargo pez. La aparición quizá pudiera comprenderse acudiendo al cruce de varias historias.
Había una vez un barbón que antes de mayo de 1864 no tenía la menor idea de a qué sabía un tlacoyo de maíz azul de habas con quelites. Sus padres oficiales, Francisco Carlos y Sofía de Baviera, le pusieron por nombre Ferdinand Maximillian Joseph… Oficiales decimos porque de que doña Sofía era la madre, ni cómo dudarlo, pero en cambio, la paternidad de Francisco Carlos sí que muchos la dejan entre signos de interrogación, ya que según las malas lenguas, que desafortunadamente suelen no errar, el verdadero papá de Maximiliano fue el Duque de Reichsdtat, un fulano al que le decían El Aguilucho y también Napoleón II, ya que tuvo por gracia ser hijo de su padre: Napoleón Bonaparte I. Y ya que de Napoleones hablamos, hablemos, mal, de Carlos Luis, otro de la casa Bonaparte, quien pasó a la historia como Napoleón III, y no por ser nieto del primer Napoleón Bonaparte que gobernó Francia –más bien era su sobrino–, sino precisamente por ser el tercero de la dinastía Bonaparte, de origen italiano, en llegar al trono de los galos; pues éste Napo fue, entre otros, el culpable de que el barbón aquél ignorante del sabor del tlacoyo azul de habas con quelites llegara a costas veracruzanas con la firme intención de gobernar, en calidad de emperador, los destinos de México.
Y también hubo una vez una princesa que se casó con un rey, con quien procreó una hija, justo diez años antes de morir de tuberculosis. La niña llevaría un nombre extenso y alcanzaría, a diferencia de su madre, la longevidad: decrépita y deschavetada, Marie Charlotte Amélie Augustine Victoire Clémentine Léopoldine de Bélgica moriría en el Castillo de Bouchout a los 86 años.
Juntos, Maximiliano y Carlota trataron de imponer su aristocrática voluntad en estas tierras en las que buena parte de la población sí sabía disfrutar de los sabores del tlacoyo, pero no pudieron, no del todo: al menos, eso sí, dejaron un bonito bulevar que hoy se llama Paseo de la Reforma, apelativo de resonancia versallesca con que los liberales triunfantes designaron al Paseo de la Emperatriz que Maximiliano mandó hacer en la Ciudad de México en honor de su señora, la pobre Carlota Amalia de Bélgica. Ahí mismo, 141 años después de que los tercos republicanos comandados por un indígena zapoteco versado en derecho fusilaran en el Cerro de las Campanas al efímero segundo emperador de México, me encontré con el fragmento de una carta que cuenta el inicio de otra historia y da cuenta de otra pieza del rompecabezas:
De una carta a Remedios Varo(9_9-9-9-9-9-9-9(*)QQ-9,9=QQ9) Lo que quiere decir: dos antílopes menos una colmena de abejas salvajes multiplicados por una docena de monstruos de chocolate del siguiente modo: Mi madre, una radiante desposada arrojada a una desesperación languideciente por la frialdad Anglo-Británica de su marido, deambuló una noche iluminada por una luna creciente hasta los laboratorios conyugales situados en los lujosos establos que componían la finca familiar. Estos laboratorios eran el sitio favorito de los juegos interseminales de mi tío abuelo Julep-Edgworth.
Cansada de deambular pesarosa por la tristeza y el chocolate, los faisanes rellenos, el puré de ostras ‘a la creme’ y otras delicadezas del estilo que englutía sin parar para llenar el vacío que le producía la actitud helada de su marido, se tumbó lánguidamente sobre un artilugio especial que tomó por un sillón. Imagina este artilugio especial, era precisamente el último invento de mi tío Julep. El artefacto de gran precisión estaba lleno hasta los topes de novecientos galones cuadrados de secciones seminales de todos los animales machos de la propiedad. No sólo de los magníficos sementales árabes, los cerdos reales, los pequeños gallos y los inmensos coq-au-vin sino también de erizo tras erizo terriblemente mezclado con las de murciélagos y patos comunes, muy ordinarios. El tacto me impide relatar las reacciones bioquímicas de mi madre. En breve, una panza hinchada que creció y creció hasta que en su punto más álgido era de una magnitud terrorífica y estalló con tal temblor que se oyeron las vibraciones a lo largo y ancho de la isla.
Así nació yo.
El resultado de la ecuación es correcto: el mismo día que Estados Unidos decidió meter su cucharón en la I Guerra Mundial, el 6 de abril de 1917, nació Leonora Carrington. La isla a la que se refiere, but of course, es la mayor de las británicas, Inglaterra. La madre, tan bien narrada, fue una irlandesa, igual que Mary Cavanaught, la nana a quien muy probablemente deberíamos agradecer el que, desde niña, Leonora comenzara a poblarse de fabulosos mitotes, de origen celta en este caso.
Entonces ya no parece tanta casualidad que el Fisher King de doña Leonora se erija encarando a la deidad de piedra que resguarda la entrada del Museo de Antropología e Historia, monumento este último del decadente nacionalismo posrevolucionario, menos si recordamos que, según don Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, el tal Tláloc, el dios mexica del agua representado en el monolito de Coatlinchán, fue también rey de los quinamenti, un pueblo de gigantes que habitaron el Valle de Anáhuac mucho tiempo antes que llegaran los aztecas.
Con todo, no faltará el que rezongue que la mocosa atolondrada que jugó en Crooksey Hall, la británica Leonora, tampoco llegó al mundo con mucha idea sobre sabores ultramarinos, ya no digamos de los que le esperaban del otro lado del Atlántico, vamos, ni siquiera de los que tenía ahí nomás cruzando el Mar del Norte…, el cual, dicho sea de paso, a ella le quedaba al sur. Pues sí, al igual que los archiduques de Austria, seguro que la Carrington no pudo haber tenido noticia de las delicias del tlacoyo azul, color que por cierto no le viene de tintura alguna, sino de su base sustancial, el maíz azul, particularmente de las antocianinas con las que la planta se protege de los rayos ultravioleta. Tampoco podría andar uno suponiendo que, siendo aún una escuincla, hubiese sido informada en alguna de las escuelas de las cuales en su momento fue expulsada de que “quelite” no es otra cosa que una castellanización del “quilitl”, genérico con que en náhuatl puede uno referirse al follaje tierno de algunas plantas que, ya sea cocido, crudo, hervido o guisado de cualquier otra forma se come, como por ejemplo los sabrosos huazontles. Ciertamente, Leonora Carrington pasó los primeros años de su vida en Europa ajena a la plétora de creaturas que en México vendría a encontrarse, como su loca majestad Carlota, tal cual, con la diferencia, entre otras, de que a la prima de la reina Victoria de Inglaterra su ignorancia de la herbolaria mexicana muy probablemente le costó la razón, porque si bien no del todo comprobada, más que probable resulta la versión de que la emperatriz perdió el juicio no de manera espontánea sino porque, dizque para sanarle la infertilidad que padecía, una curandera, partidaria la muy canija de don Benito Juárez García, la hizo consumir generosas cantidades de teyhuinti, un honguito, vacilador como otras tantas hierbas y platas sobre las cuales, siglos antes, el franciscano Bernardino de Sahagún ya había alertado: “los que las comen… sienten vacíos del corazón y ven visiones a las veces espantables y a las veces de risa…”
Y si hablamos de advertencias respecto al poder enloquecedor de los hongos llamados teyhuinti, otro gachupín, él médico de oficio, fue más preciso: “… cuando son comidos no causan la muerte pero causan una locura a veces durable… Son de color leonado, amargos al gusto y poseen una cierta frescura que no es desagradable”. Tanta sapiencia la debemos al toledano Francisco Hernández, quien en 1570 fue comisionado por el mismísimo Felipe II a cruzar el Atlántico para que estudiara la Gea, la Fauna y la Flora del Nuevo Mundo. El susodicho jerarca español, apodado El Prudente, sabiendo que al facultativo real bien le funcionaba la mollera y que además era de espíritu curiosón, decidió otorgarle el título de Proto-Médico de las Indias y pedirle que se trepara a un navío para que se lanzara en pos del conocimiento sobre las maravillas que allá —acá para
uno— aguardaban a sus ibéricas majestades. Siete años después de turnada la encomienda, regresó Francisco Hernandez a Madrid, seguramente algo más avejentado pero feliz de cargar bajo el brazo el producto de su esfuerzo: 17 volúmenes, siete textuales y diez con ilustraciones elaboradas por indígenas; la dicha se le iría apagando conforme fueron pasando los meses y su obra permanecía en calidad de manuscrito inédito, para colmo atrapado en la biblioteca de El Escorial, tal como quedó hasta el día de su muerte. Eso sí, mayor tristeza hubiera experimentado el pobre galeno de haber vivido para saber que en 1671 un incendio daría al traste a prácticamente toda la biblioteca de El Escorial…, y se anota así porque algo quedó… En 1790, a partir de una copia manuscrita de la obra se publicó al menos la parte alusiva a la botánica con el título De Historia paltarum Novæ Hispaniæ, y ahí, con todas sus letras, el doctor Hernández alerta que el consumo del teyhuinti: “… hacen pasar ante los ojos visiones de todas clases…”
Si doña Carlota comió una cantidad suficiente de teyhuinti para ganar la sinrazón es un misterio, tanto como lo es determinar con certeza a qué hongo se refería el docto toledano Francisco Hernández… ¿Será acaso el travieso teonanácatl (Psilocybe aztecorum)? ¡Sabrán los demonios!, porque sucede que como ése, catalogados ya hay más de 180 especies de hongos que contienen psilocibina (C12H17N2O4P), el alcaloide de efectos psicotrópicos al que en un momento dado podríamos achacar los alucines de la fallida emperatriz de México.
El caso es que sin necesidad de meterse ni medio gramo de psilocibina, en estos días no ha faltado el incauto que, transitando el antiguo Paseo de la Emperatriz a jaloneos y empellones a bordo de un colectivo, probablemente con la mirada clavada en el escote de alguna acompañante o en la sección de empleos del Aviso Oportuno, apenas con el rabillo del ojo alcance a ver entre los árboles del camellón un presencia inquietante: casi mimetizado, un extraño monigote, tal vez tocando un arpa con forma de pajarraco o quizá acariciándole al supuesto plumífero una panza más bien inexistente… “¡Chale, qué hongo!”, soltará el sorprendido observador, y hasta puede que trate de convencerse a sí mismo de que aquello no fue más que una alucinación, porque hoy no le ajustaron los pesos ni para una guajolota.
Pues resulta que no son ni una ni dos ni tres las apariciones que sobre el camellón de Reforma se van sucediendo una tras otra desde Chapultepec hasta la Zona Rosa, son en total 17 y van desde el gigantón Fisher King hasta una pieza de poco menos de un metro, todas obra de una nonagenaria que en 2008 viene a recordar a quienes hayan osado olvidar, ¡tantos!, que la realidad podrá no ser, o ser muchas cosas, menos, claro, lo que aparenta. Para no ir más lejos: diga usted si puede creer que realmente sea un horno lo que a la letra se presenta como el Horno de Simon Magus, una pieza salida del horno apenas en 2007, dispuesta en Reforma casi esquina con Gandhi, y guardada en la memoria de la Carrington como la estufa de una cocina inglesa desde hace casi un siglo, una escultura que en el nombre lleva la penitencia, porque siendo horno y perteneciendo al truquero aquel por quien simonía se llama el pecado de querer comprar favores espirituales con cochinos dineros, ¡guácala!, Simón de Gitta, un pecador no de poca monta si recordamos que para muchos de los cristianos primitivos fue nada menos que la reencarnación en forma humana que Dios usó para descender a este tormentoso mundo para rescatar a Ennoia, su primer pensamiento. Simon Magus, dicen, hacía ladrar a los perros de piedra y hablar a las esculturas, de donde se desprende que no resulta demasiado arriesgado creer el relato de la cuarteta de amigas antreras que el Sábado de Gloria pasado, saliendo de un guateque que terminó afresándose, se fueron muy frescas a transitar Reforma en busca del cocodrilote de piedra que una de ellas juraba haber visto por ahí, para encontrarse en cambio el rostro de un vejete saliendo en forma de humo de un estufón para agarrar vuelo hacia el cielo defeño; no sería su primer vuelo, y si no ¡a los anales!
Si el itálico Napoleón gobernó Francia en el siglo XVIII, hace unos dos mil años un oriundo de la Galia gobernó el Imperio Romano, es decir, no solamente la península con forma de calzado sino el civitas orbi de aquellos años: Tiberio Claudio César Augusto Germánico, Claudio a secas para la posteridad, el Emperador a quien tocó en suerte conocer al tal Simón de Gitta, aunque de mala forma porque según el apócrifo Los Hechos de Pedro el hechicero aquel tenía la maña de levitar para probar a los incrédulos sus carácter divino, espectáculo que montó en Roma ante Claudio, pero con el mal tino de hacerlo en presencia de dos apóstoles oficiales, certificados, San Pedro y San Pablo, quienes, para desprestigiar a la competencia desleal, alzaron sus plegarias al dios verdadero rogándole que impusiera orden, petición que fue atendida puesto que la gravedad actuó de nuevo sobre el pobre Simon Magus, quien dejó de volar y luego del costalazo correspondiente se rompió las piernas, poca injuria si se considera que acto seguido la muchedumbre de la urbe más civilizada de la Antigüedad Clásica procedió a apedrearlo hasta dejarlo en calidad de materia inerte. Gian Paolo Lomazzo, un manierista neoplatónico, pintaría en 1571 en la iglesia de San Marco, en Milán, La caída de Simon Magus; luego se volvería ciego y –significativo– crítico de arte y escribiría un tratado de la pintura en el cual buscaba dar respuestas a una interrogante que, qué esperaba, sigue abierta: cómo entrarle con decoro al reto de representar estéticamente la realidad. Pues a lo largo de los aproximadamente 300 metros que distan entre el Tláloc y la calle de Gandhi más de 30 Carringtons fabulan para nuestros ojos la realidad: ampliaciones generosas de los cuadros de tímidas dimensiones que doña Leonora ha creado a lo largo de su vida. Y en muchas pinturas uno puede encontrar personajes conocidos, precisamente por ya haberlos atisbado en el camellón; por ejemplo, en Los amantes (1987), uno mira cómo miran a la pareja encamada y aparentemente encondonada en rojo y azul, y en esos monos que parecen monjas que parecen dedos percibe uno el mismo estilacho fantasmagórico que tiene el trío de aire encapotado que no se digna a tirarle un lente a la cartelera del Museo Rufino Tamayo, ni por tenerla ahí nomás a un lado.
La colección de obras carringtonianas que en plena vía pública pueden apreciarse se debe al tino museográfico de Isaac Masri y a la curaduría de Juan Álvarez del Castillo, y, claro, al apoyo en billete y centavos del gobierno del Distrito Federal. Es verdad que, con la ansiedad copándoles toda la mirada, algunos chilangos se pasan de largo como el Atrapacuervos (1990), pero la mayoría no puede evitar frenarse para tratar de entender las razones expuestas en la serie de alegorías de colores que Leonora Carrington plantea, traviesa, en sus pinturas. Y como para dar una ayudadita a los espectadores, sobre todo a los expectantes, particularmente a los muchos para quienes el mundo anda cada día más escaso de entendederas, los encargados del montaje juzgaron apropiado dejarle una caja de luz completita a un aforismo con que la propia artista da pista certera: “La razón debe conocer la razón del corazón y todas las demás razones”.
Haciendo caso al dicho de la pintora habrá que aceptar que, efectivamente, hay razones suficientes para que el enorme pescador de bronce se mantenga altivo sobre el Paseo de la Reforma, firme y dizque inanimado, haciendo como que no oye a la señora que a sus espaldas pone punto final a la improvisa conferencia que acaba de dictar a su numerosa prole sobre el carácter fantástico de las piezas que acaban de ver:
— O sea que la señora pintó cosas que no son de verdad, ¿verdad?, sino que puras ocurrencias de su imaginación de ella, ¿verdad? Ondas de los sueños y de la fantasía, para que me entiendan —concluyó doctoral la ñora, para que la mayorcita de su descendencia, una chavita escuálida enfundada en unos pantalones de mezclilla y en su adolescencia repelona, le revire muy sabionda–:
— Ya sé. Si en un letrerote decía que era subrrealista.
Debo entonces entender que hay razones para que no sólo el Fisher King tenga que morderse una inexistente glándula para no voltearse y corregir a la mocosa —"¡Surrealista, no subrrealista, niña babas!"—, sino también yo, a quien me tocó en suerte ser testigo de aquel debate callejero, en el cual el chavito de cara más malora intervino para compartir con su familia su hipótesis:
— Para mí que la ruca se echaba sus churros.
Difícil mantenerse al margen para no espetarle al irrespetuoso aquel que no hablara en pasado de doña Leonora Carrington, porque ella sigue vivita y pintando…, además ni tiempo hubiera tenido, porque, experto en el peloteo de las discusiones con su madre, el chamaco cambió de juego:
— Oiga, jefa, móchese con unos tlacoyos, ¿no? Ellos agarraron camino hacia la estación Chapultepec del metro, la exposición ahí quedó y no se irá sino hasta el 31 de octubre, y a ti lector aquí te dejo leyendo lo que, hará cosa de un año, en la Galería Croquis, también en la Megaloca, y frente a la vital anciana aludida, Alberto Blanco, confianzudo, afirmó: “a Leonora no le interesa la fantasía, le apasiona en cambio la complejísima realidad. Solamente una artista con los pies bien plantados en la realidad como Leonora Carrington habría podido internarse en los laberintos de la mente sin perderse en ellos”.
* Texo originalmente publicado en la revista Parteaguas. Verano de 2008.