Uno sólo se cansa de lo nuevo.
Søren Kierkegaard
Un soldado inglés que por codicioso y fisgón se volvió arqueólogo, Richard William Howard Vyse, durante buena parte de 1837 se dedicó a detonar explosivos, para poder meterse a esculcar las intimidades de las pirámides de Guiza. Aquel mismo año, JML —iniciales de José María Lafragua o, según los más sapientes, de José María Lacunza— dio a conocer en México su novelita romántica-nacionalista-indigenista Netzula; el filósofo Søren Kierkegaard conoció a Regine Olsen, la mujer que le aceitaría la creatividad; apareció la primera edición de Oliver Twist de Dickens, y Hans Christian Anderson publicó varios cuentos, entre otros, Keiserens nye Klæder, el cual en español se ha divulgado indistintamente como El traje nuevo del emperador o El rey desnudo, eficaz apólogo que, como bien se sabe, el escritor decimonónico le copió al mismísimo infante don Juan Manuel, manchego de abolengo que, ya más bien entrado en la vida adulta, entre 1330 y 1335, escribió en castellano “Lo que sucedió a un rey con los burladores que hicieron el paño”, narración que junto con otras cincuenta conformó su Libro de los enxiemplos del Conde Lucanor et de Patronio.
Compatriota y coterráneo de Hans Christian Andersen y de Kierkegaard, Thorkild Jacobsen nació en 1904 en Copenhague, capital de la monarquía más antigua de Europa, la danesa, y al igual que Richard William Howard Vyse, habría de dejar huella gracias a sus muchas chambas como desenterrador e intérprete del mundo antiguo. Jacobsen estudió Filología semítica en la universidad de su ciudad natal, y luego migró a Estados Unidos para incorporarse al Oriental Institute de la Universidad de Chicago. Salió del Viejo Continente capacitado para leer hebreo, árabe y asirio, y en el Nuevo Mundo aprendió sumerio y siríaco. Como excavador, epigrafista —experto en inscripciones hechas sobre materiales duros— e intérprete de escritura cuneiforme, Thorkild Jacobsen participó a lo largo de más de diez años en las expediciones arqueológicas del Instituto en el sur de Irak, y luego se incorporó como docente en la Universidad de Harvard. Debemos agradecer al doctor Jacobsen la exégesis de uno de los mitos cosmogónicos más antiguo de Mesopotamia. La tablilla que contiene la parte sustancial del relato que hoy se conoce como el Génesis de Eridu fue hallada en Nippur por un equipo de arqueólogos de la Universidad de Pennsylvania, entre 1893 y 1896. Pero alguien debió de haber malinterpretado el texto, porque aquel testimonio quedó arrumbado en una caja con una etiqueta con una palabra desatinada: incantation —lo que en la lengua del infante don Juan Manuel y Señor de Escalona, Elche y Peñafiel se traduce como conjuro—. Total, que no fue sino hasta 1912 que el asirólogo alemán Arno Poebel deshizo el entuerto y propuso la primera traducción que fue echando luz sobre el verdadero asunto. Años después, Thorkild Jacobsen reinterpretaría la tablilla, llenando los huecos con fragmentos, también escritos en sumerio, de un par de tablillas más, una localizada en Ur y otra en Nínive. Voy a condensar e ir glosando un poco… Antes de la creación, el caos, la indiferenciación absoluta: “Todo era mar”. Entonces, así nomás, “Eridu fue hecho, Esagila fue construido”; la ciudad y el templo, respectivamente. “Esagila cuyas fundaciones Lagaldukuga colocó en el Apus ... Los dioses, los Annunnaki, él creó iguales. La ciudad santa, la morada de sus corazones, la llaman solemnemente. Marduck construyó un marco de caña en la cara de las aguas…” Y una vez hecho el lugar, la ciudad, el templo y los dioses primeros, faltaba un componente…, nosotros: “Con el fin de agradar a los dioses en la hinchazón del deleite de sus corazones, él creó a la humanidad”.
Las tres tablillas a partir de las cuales Thorkild Jacobsen pudo reconstruir el anterior mito cosmogónico fueron realizadas alrededor del 1600 a. C., esto es corresponden al período del Imperio paleobabilónico, de ahí que el dios creador sea Marduck, la divinidad babilonia que heredó los atributos de los dioses sumerios Ea y Enil. Y es que ocurre que desde mucho antes del auge babilónico, para la tradición mesopotámica, Eridu era considerada la primera ciudad sumeria, así que antes de quedar registrado en tablillas, el mito de su fundación debió de haber sido transmitido oralmente de generación en generación desde muchísimo tiempo atrás. No es gratuito que también en la Lista Real Sumeria —una tablilla del siglo XXIV a. C.—, la primera dinastía de jerarcas aparezca asentada en Eridu. Este relación de reyes “es en muchos sentidos, un intento de rastrear la civilización sumeria hasta el cielo, dando linaje y legitimidad a estas personas, de la misma manera que Julio César trató de afirmar que era descendiente de Venus” (Eridu. The History and Legacy of the Oldest City in Ancient Mesopotamia. Charles River Editors).
Más allá de la función mítica de Eridu, resulta que la ciudad además existió realmente, quiero decir, como entidad histórica. Las ruinas de Eridu, la ciudad más meridional de Mesopotamia, se encontraron unos 24 kilómetros al sur de Ur —el sitio arqueológico es hoy conocido como Tell Abu Shahrein—.
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