Febrero de 1519: once navíos zarparon de
la isla Fernandina —hoy Cuba—, al mando de un necio con una fuerza de voluntad
que rayaba en la demencia y la buena estrella de un hombre consentido por una
avasalladora diosa amartelada. Después de pasar por Yucatán y Tabasco, el 21 de
abril, Hernán Cortés, sus huestes, sus caballos, sus perros, sus microbios y
sus dos lenguas, Jerónimo de Aguilar pero sobre todo la Malinche, desembarcaron
en las costas del Golfo de México.
Año
y medio después, el 30 de octubre de 1520, Cortés le escribiría a su monarca:
“… las cosas de estas tierras, que son tantas y tales que… se puede intitular
[Vuestra Alteza] de nuevo emperador de ella, y con título y no menos mérito que
el de Alemania, que por la gracia de Dios Vuestra Sacra Majestad posee…” (Segunda Carta de Relación). Es decir, el
extremeño presumía por adelantado el apoderamiento del Imperio Colhúa-Mexica para
el rey de España, quien, efectivamente, para entonces ya era también emperador
del Sacro Imperio Romano Germánico:
Frankfurt, 28 de junio de 1519: reunidos en
la iglesia de San Bartolomé, los Príncipes Electores realizaron la votación
imperial. El arzobispo de Maguncia preguntó uno a uno quién era su elegido;
todos optaron por el rey de España. El joven Carlos se encontraba en Barcelona
cuando, una semana después, fue notificado. Francisco I, rey de Francia, de por
sí abatido ya por la reciente muerte de su amigo Leonardo da Vinci, se
enteraría un par de días antes y, seguramente, tradujo la noticia como lo que
resultó siendo: un jaque geopolítico del que ya nunca habría de salir bien
librado.
Por aquellos días, Cortés ya había comido
tortillas, tomado chocolate y pulque y visto mucho en las tierras continentales
del Nuevo Mundo…, pero aún no había visto nada: no sería sino hasta el otoño
que se apersonó en Tenochtitlán: “Hizo la primera marcha a Huejotcingo…, y por
Ameca…, Tláhuac, y Culhuacán llegó a Iztapalapa. Grande y maravilloso era el
golpe de vista que se presentaba a los españoles al bajar la cordillera…” (Lucas
Alamán, Disertaciones sobre la Historia
de la República Megicana). Cuatro siglos más tarde, Alfonso Reyes figura en
español aquel golpe de vista: “Dos
lagunas ocupan casi todo el valle: la una salada, la otra dulce. Sus aguas se
mezclan con ritmos de marea, en el estrecho formado por las sierras
circundantes y un espinazo de montañas que parte del centro. En mitad de la
laguna salada se asienta la metrópoli, como una inmensa flor de piedra…” (Visión de Anáhuac (1519))
Cortés entró a México-Tenochtitlán el 8
noviembre de 1519. Llegó por lo que hoy es el Eje 8 Sur, Iztapalapa, doblando
luego 90º al norte en la calzada por la que desde hace cuatro decenios corre la
línea azul del metro, Tlalpan. Salió a recibirlo el gran tlatoani Moctezuma II:
“… viendo al Marques bajó de la hamaca, a lo cual… don Hernando viendo apeóse
del caballo… y sale… haciéndole gran reverencia, y lo mismo hizo Moctezuma,
humillándosele con mucha humildad y reverencia, dándole la buenavenida…” Así lo
cuenta Fray Diego Durán (Historia de las
Indias de Nueva España), y narra que después de intercambiar saludos y
regalos, entraron “a la ermita de la diosa Tozi…, allí junto al camino”, en
donde por fin conferenciaron: “Moctezuma, por lengua de Marina, habló al Marqués
y le dio la bienvenida a aquella su ciudad…, y que pues él había estado en su
lugar reinado… el reino que su padre, el dios Quetzalcóatl, había dejado… Que
si venía a gozar de él, que allí estaba a su servicio y que él hacía dejación…,
pues en las profecías… lo hallaba… escrito”. El capitán Malinche “respondió con
mucha crianza y cortesía…” trayendo a cuento al susodicho Carlos V: le dijo que
“él venía en nombre de un poderoso rey y señor, cuyo criado era, que estaba en
España, el cual regía y gobernaba mucha parte del mundo…, y que le suplicaba se
sujetase a él y le diese la obediencia…, y que juntamente se sujetasen a la fe
católica de un verdadero Dios…” Muchos afirman que ahí mismo el gran tlatoani
se quebró todito —Durán asienta que incluso “… desde aquella ermita salió Moctezuma
con unos grillos a los pies”—. Como haya sido, de ahí se fueron a comer…
El conquistador narra el esplendor de las
comidas del tlatoani: “venían 300 ó 400 mancebos con el manjar, que era sin
cuento, porque le traían de todas maneras…, así de carnes como de pescados,
fruta y yerbas que en toda la tierra se podrían haber”. Maíz, hongos, hueva de
mosco, caracoles… Los tamemes le llevaba pescado fresco, sal, mariscos… Bernal Díaz
del Castillo, como no queriendo y sin asegurarlo, dejó testimonio de la antropofagia
mexicana: “Oí decir que le solían guisar carnes de muchachos de poca edad, y,
como tenía tantas diversidades de guisados y de tantas cosas, no lo echábamos
de ver si era carne humana o de otras cosas, porque cotidianamente le guisaban
gallinas, gallos de papada, faisanes, perdices de la tierra, codornices, patos mansos
y bravos, venado, puerco de la tierra, pajaritos de caña, y palomas y liebres y
conejos, y muchas maneras de aves y cosas que se crían en esta tierra, que son
tantas que no las acabaré de nombrar tan presto”.
Sin embargo, así como Cortés jamás había
probado antes de llegar a México ni cacao ni aguacate ni tomate ni pitahaya ni
guanábana…, Moctezuma no conocía el pan de trigo ni la carne de res ni las naranjas…
Ambos fallecieron sin haber comido sushi.
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