La escritura es un gesto desafiante
al que ya nos acostumbramos:
donde no había nada, alguien pone
algo
y los demás lo vemos.
Álvaro Enrigue, Ahora me rindo y
eso es todo.
Acabo de leer Ahora me rindo y eso
es todo (Anagrama), de Álvaro Enrigue (1969). Todas sus novelas me han
gustado —aunque estoy seguro de que Muerte súbita (2013) se cuece aparte—, y la nueva —comenzó a circular a finales del 2018—
no fue la excepción.
Conjeturo que con su novela Álvaro pretende sacarse una piedra del zapato; quiero decir que no hay que jugarle al psicoanalista para hallar una apetencia de exculpación histórica en un narrador tapatío/chilango que vive desde hace años en Estados Unidos y es hijo de una refugiada barcelonesa —“ser criollo en América es, no importa cuán inocentes seamos, haber nacido un cerdo”—, que decide investigar, viajar y dedicar neuronas, horas y tinta para urdir en un ajustado volumen de 455 páginas un generoso manojo de historias sobre un territorio/tiempo/gente olvidado: “Si los gringos fueron crueles con los apaches, los mexicanos nos quedamos sin madre por hacerles lo que les hicimos y seguimos sin tenerla: no los recordamos y su ausencia en nuestra memoria nos reduce: son el hermano que se largó.” Pero no solamente encuentro ánimo de disculpa, sino también un afán de recuperación: “El caso de los apaches en Estados Unidos es distinto: una apropiación basada en la ignorancia voluntaria. Forman parte de la mitología nacional estadounidense sin que hayan sido, si siquiera, estadounidenses. Nana, Gerónimo, Loco o Naiche, todos enterrados en el campo de prisioneros de Fort Sill, nacieron en Nuevo México, Chihuahua y Sonora antes de la guerra de 1847, y México les había concedido la ciudadanía a sus pobladores originales en 1821. Nacieron mexicanos y murieron antes del verano de 1924, en el que Estados Unidos por fin admitió que los indios eran ciudadanos. Todos hablaban español como segunda lengua y ninguno aprendió nunca inglés; todos tenían el color de piel que la mitad de los estadounidenses piensa que va a degradar su país si se sigue permitiendo la migración de México y Centroamérica”.
Ahora me rindo y eso es todo está plagada de apaches: además de Gerónimo, el jefe Nana, Loco, Victorio, Mangas Coloradas, “un capitán gileño muy crecido, que ya es el mero comandante de todos los bravos”… Hay apaches hasta en donde no se leen, sobre todo chiricahuas, “la más feroz de las naciones de los apaches”. Pero no sólo hay indios, también e indígenas que se asumen mexicanos: en primera fila, el teniente coronel José María Zuloaga —“parte de su admirable entereza venía de que estaba magníficamente dotado para la resignación”—, terco y bien acompañado del chamaco rarámuri Mauricio Corredor; unos gemelos yaquis; una falsa monja, la cantante de zarzuelas Elvira, quien “parecía Juana de Arco pero con sobrepeso”; Damiancito, destacado integrante de Los Nuevos Mexicanos —“podía ser feliz en cualquier circunstancia: pertenecía al tipo de los que se divierten si uno los deja cinco minutos con una piedra”—; la fortísima Camila, quien en 1837 “debió ser la mujer que más se aburría en todo el mundo”, sin saber que se le venía encima, montada a pelo, la peripecia de su vida… Apaches, mexicanos y, además, ojos blancos: “La guerra por la Apachería nunca fue entre blancos e indios: fue entre dos repúblicas mixtas y una nación arcaica que compartía una sola tradición y una sola lengua. Los indios no llamaban blancos a los mexicanos. Los llamaban nakaiye: ‘que van y vienen’. A los gringos los llamaban indaá, ‘ojos blancos’, nunca ‘pieles blancas’”. El astuto general Miles, el abogado Amyntor Blair McMillan y su esposa, los militares Gatewood, Lawton, Parker…
Como en Muerte súbita —“Tal vez sea un libro que se trata solamente de cómo se podría contar este libro…”—, en su nueva novela, Enrigue habla de la concepción del libro, y ahora sí se mete…, con todo y familia…; claro, anda buscándose, buscándonos.
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