Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

sábado, 16 de febrero de 2019

Decepción, pánico, perplejidad…


… todos los hombres viven y se hacen viejos juntos
en una continuidad siempre presente y común.
Niklas Luhmann, La confianza.

El pánico es una forma de arrogancia.
Yuval Noah Harari


Después de brindarnos una panorámica cabal del pasado de los sapiens —De animales a dioses (Debate, 2014)—, Yuval Noah Harari se aventuró a indagar nuestras posibilidades futuras —Homo deus (Debate, 2016)—. Ahora, en su tercer libro, 21 lecciones para el siglo XXI (Debate, 2018), el historiador israelí reflexiona en torno al presente: el ahora, la continuidad en la que estamos todos inmersos. El ensayo se divide en cinco apartados —i) el desafío tecnológico, ii) el desafío político, iii) desesperación y esperanza, iv) verdad y v) resilencia—, entre los que el autor reparte 21 lecciones; a la primera de ellas la titula “Decepción: el final de la historia se ha pospuesto”.

Pues sí, a estas alturas es indiscutible que Fukuyama se equivocó: no hemos llegado al fin de la historia universal. El argumento, originalmente publicado en un artículo de 1989, es harto conocido porque se propagó eufórica y machaconamente por los cuatro vientos: según el politólogo norteamericano (Chicago, 1952), la democracia liberal derrotó a todas las ideologías a las que había enfrentado —monarquías hereditarias, fascismo y comunismo—, y no sólo, sino que además se erigía como “el punto final de la evolución ideológica de la humanidad” y “la forma definitiva de gobierno”, lo cual debía entenderse nada menos que como “el fin de la historia”. En la introducción al libro en el cual desarrollaría su idea (The end of history and the last man, 1992), Francis Fukuyama explicaba que, como Kant, Hegel y Marx, él entendía el “fin de la historia” no como “el fin de la ocurrencia de eventos”, sino como “el fin de un proceso evolutivo único, coherente, considerando la experiencia de todos los pueblos en todos los tiempos”. Esto es, que la democracia liberal capitalista era la meta última y definitiva del desarrollo humano. Hace un cuarto de siglo, este evangelista del capitalismo global aseguraba que, trepados en el desarrollo científico y la tecnología, e impulsados por el libre mercado, “todos los países en proceso de modernización económica” habrían de parecerse cada vez más a los países desarrollados y entre sí, “tendrían que unificarse a nivel nacional sobre la base de un estado centralizado, urbanizarse, reemplazar las formas tradicionales de organización social…, y proporcionar educación a todos sus ciudadanos. Estas sociedades se vincularán cada vez más a través de los mercados globales y la difusión de una cultura de consumo universal”. ¡Paz y prosperidad para todos! Sobre todo después del colapso del bloque soviético, la tesis del fin de la historia de Fukuyama se propagó para imponerse como la ideología dominante, y “en las décadas de 1990 y 2000 el relato liberal se convirtió en un mantra global”. Sin embargo, una cascada de sucesos vino a ahogar la certeza de que el liberalismo era la panacea concluyente, y entramos de nuevo a una época de incertidumbre.

Hoy día, en ambos sentidos, el liberalismo ha perdido adherentes —según la RAE, adherente es algo o alguien “que adhiere o se adhiere”—: su poder de cohesión mengua y sus adeptos cada vez son menos. Ocurre que resulta imposible no ver las inmensas piedras en el camino al paraíso universal: la crisis financiera de 2008 —de la cual, de acuerdo a muchos analistas, aún no hemos salido—, el resurgimiento del proteccionismo comercial, la resistencia a los flujos migratorios, el desgarramiento del tejido social, la corrupción y el crimen internacional, la fractura de la Unión Europea propinada democráticamente por el Brexit y la llegada de Trump a la presidencia de Estados Unidos… El desencanto cunde, las élites liberales que controlaban buena parte del orbe entraron en “un estado de conmoción y desorientación”, y la manera en la que han respondido a la situación resulta muy parecida a la que aquí en México han mostrado muchos opinócratas, antes hegemónicos, después del 1° de julio de 2018:
Un poco a la manera de la élite soviética en la década de 1980, los liberales no comprenden cómo la historia se desvió de su ruta predestinada, y carecen de un prisma alternativo para interpretar la realidad. La desorientación los lleva a pensar en términos apocalípticos, como si el fracaso de la historia para llegar a su previsto final feliz solo pudiera significar que se precipita hacia el Armagedón. Incapaz de realizar una verificación de la realidad, la mente se aferra a situaciones hipotéticas catastróficas.
Al desasosiego provocado por los descalabros que la realidad le ha dado al relato liberal, hay que sumar “el ritmo acelerado de la disrupción tecnológica”. Si a finales del siglo XX para Fukuyama “la lógica de la ciencia natural moderna parece dictar una evolución universal en dirección al capitalismo”, y con él al edén democrático liberal, hoy día para Yuval Noah Harari “la fusión de la biotecnología y la infotecnología nos enfrenta a los mayores desafíos que la humanidad ha conocido”. Internet ha implicado una revolución de conciencia para la cual ninguna organización sociopolítica ni ordenamiento económico estaban preparados; más incluso, “… las revoluciones paralelas de la infotecnología y la biotecnología podrían reestructurar no sólo las economías y las sociedades, sino también nuestros mismos cuerpo y mente”.

Pero no sólo se ha desacreditado el relato liberal, el contratiempo más grave es que no tenemos otro para estructurar una explicación de la realidad emergente. Así que “nos queda la tarea de crear un relato actualizado para el mundo”. ¡No… pues qué fácil! ¿Alguna pista?… Yuval propone: “el primer paso es bajar el tono de las profecías del desastre, y pasar del modo pánico al de perplejidad”.

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